Monje Imperial

(Es probable que existan errores de tiempo, número y persona)

viernes, 26 de agosto de 2011

Tito el cobarde


Analizando la situación no sería tan extraño lo acontecido, es más, quizá sería natural y continuo, algo continuo, sí, esa es la palabra, algo que siempre nos pasa, algo continuo. En cada situación nos topamos con anécdotas, la vida esta llena de situaciones y las situaciones a su vez llenas de anécdotas. Claro, algunas anécdotas no son dignas ni siquiera de ocupar un espacio en nuestra memoria. Pero ahora que lo pienso bien, ahora que reconozco la intrínseca importancia de esta anécdota, puedo decir que es loable mentarla.

Aconteció un 10 de septiembre del año 2005, fue un sábado, un sábado que se caracterizó por el abrupto cambio de clima. Toda esa semana fue un suplicio. Los paraguayers estamos muy acostumbrados al calor, a las altas temperaturas, y fue precisamente por ello que Dios nos dotó de una piel especial, más gruesa, más resistente al sol. No obstante lo cual esa semana en cuestión fue un suplicio, y me explico por qué. Nuestro invierno, como de costumbre, duró muy poco. Pero siempre, los paraguayers, abrigamos alguna que otra esperanza de que dure, por lo menos un poquito más. Pero no, una vez más no duro lo que establece el calendario. Lo verdadero y puntual, por no decir lo cierto y concreto, es que el calor arremetió con toda su furia y ya del invierno nos, definitivamente, habíamos despedido. Dije que los paraguayers estamos acostumbrados al calor, y también dije que toda esa semana fue un suplicio, suplicio porque hacía ya demasiado calor, y si fue un suplicio fue porque todos necesitamos que, si llega el calor, llegue lentamente, o sea, que la temperatura, después del frío, aumente por días, aumente por semanas si es posible. Después de nuestro ultimo frío, que fue muy frío, llegó el calor que tanto tememos. Y no llego tímidamente, como nosotros queremos, llegó de repente, con mucha furia, como reprimido por ya mucho tiempo y con hartas ganas de quemarnos. Fue una semana de suplicio simplemente porque no lo esperábamos así, no así por lo menos. Yo no sé si se me entiende, pero lo que quiero dar a entender, en este punto, y no sé si valdrá la pena, es que el calor, para nosotros los paraguayers, no es un suplicio, o si, quizá si lo sea, pero estamos acostumbrados a ello, y sí nos golpeó muy fuerte esa semana que les comentaba, era porque nos llegó de sorpresa, abruptamente, simplemente por eso.

Que lastima, queridos amigos, que no heredé de mis padres ese tan preciado gen de la simpleza. Mucho expliqué y me temo que fue en vano, pues el hecho del cambio brusco del clima no se relaciona con la anécdota, no tan directamente por lo menos. Pues bien, en busca de un talento faltante, me dirijo al inicio puntual de la anécdota, si puedo, claro está.

Ese sábado 10, encontrábame en casa con una amiga, amiga que hace no mucho tiempo que la conocía; aproximadamente un par de semanas y nada más. Ella se llama Bebyrka, nombre que proviene del ruso “bräw birht kärssi”, que a su vez significa “Mujer que a nada le teme”. Bueno, esa es la historia que ella me refirió de su nombre, yo sólo cumplo en repetirla. No hay garantías de que eso sea cierto, habría que preguntarle a un ruso.

Por eso de la puntualidad, huelga comentarles qué hacíamos yo y Bebyrka esa tarde en mi casa.

Siendo aproximadamente las 16 horas, Bebyrka hizome la proposición de irme con ella a su ciudad natal, dónde en la actualidad vivían sus abuelos. Mucha fue mi sorpresa al enterarme de que su ciudad natal, al cual ella tenía que dirigirse al rato, era un lugar que hacia antaño yo quería conocer. Ni un minuto, fueron segundos los que me llevaron decidir si iba o no. Al final decidí ir, no tanto por ella, sino más bien por lo interesante que pintaba ser el viaje. La ciudad era Atyrá. Quedaba a una hora y media aproximadamente de viaje. Nada me impedía ir, aunque, claro, tuve que hacer unas cuantas llamadas y mentir a un par de personas. Habiendo hecho todo eso ya nada nos impedía emprender el viaje.

Cuando Bebyrka llegó esa tarde a casa, en el cielo, cielo sin nubes, estallaba un sol acuciante y nunca sus rayos encontraron obstáculos debilitadores, pues ni una pizca de viento existía. Pero, un par de horas después, cuando ya prestos a emprender el viaje nos encontrábamos, el clima ya había evolucionado tanto, tanto, que de gris brillante el cielo mucho adquirió. Los vientos también se asociaron con el cielo y juntos produjeron un clásico clima de invierno, eso sin mencionar la inminente amenaza de lluvia. – Vamos rápido nene, ganémosle a la lluvia – me dijo muy entusiasmada Bebyrka. Rauda fue la salida de casa, sin rodeos, sin despedidas. Rauda pero no irresponsable, pues dado el cambio de temperatura, cuide muy bien de llevar un grueso abrigo conmigo.

Aquí, en estos siguientes puntos, marcho rápido, fíjense bien.

Nos dirigimos a la parada del ómnibus que tenía que llevarnos a Atyra. Llegó el ómnibus y a él nos subimos. Ya dentro del transporte nos percatamos, Bebyrka y yo, que el techo del ómnibus parecía romperse, parecía ser acribillado por un pelotón de infantería. Era la lluvia que arremetía con pasmosa violencia por la estructura metálica del ómnibus. Al principio fue sumamente distractor el mencionado fenómeno, aunque, poco tiempo después, ya acostumbrados nuestros sentidos a él, pudimos adornar el periplo con abundante parlamento.

Bebyrka me advirtió que no esperase mucho lujo en la casa de sus abuelos, pues la casa, me dijo ella, era muy modesta. Eso no hizo mella en mis entusiasmados ánimos, al contrario, creo que lo volvió más interesante. – Cuando lleguemos a Atyra – prosiguió ella – tendremos que bajarnos en la parada del ómnibus y allí, avanzar por un camino de tierra unos 20 minutos. – Todo, era notable. Todo lo que Bebyrka me anunciaba producía que en mi corazón se avive más y más el fuego que nació con la espontánea idea de viajar a un lugar totalmente desconocido por mí.

Durante todo el viaje el agua siempre estuvo presente; a veces con mucha fuerza, a veces muy débil. Cuando llegamos al lugar en el cual teníamos que bajarnos, el agua apenas era una llovizna. Pero esa llovizna estaba manipulada por un fortísimo viento. Y todo eso en conjunción con un ya poderoso frío. Todo eso percibimos en el momento de bajarnos del ómnibus, eran las ocho de la noche. No sólo oscuro se nos presentó el panorama, sino también inhóspito, desabitado. – Bueno, aquel es el camino del que te hablé. – me dijo Bebyrka, señalándome el camino que nos conduciría a la casa de sus abuelos. Tenebroso y fascinante, así se presentaba para mí el ambiente.

Al adentrarnos en el bosque, porque era eso; un bosque, a través de ese camino, encendí un cigarrillo e invité otro a mi compañera que con gusto lo aceptó. Fumando, hablando, riéndonos estábamos. El viento soplaba fuerte, la llovizna no mermaba y la oscuridad era tal que, sin exagerar, apenas si podía ver el rostro de Bebyrka. Todo ello me condujo a usufructuar una pequeña linterna que llevaba en carácter de llavero. Pero lo encendía y lo apagaba a cada rato, pues, aunque muy oscuro era todo, la travesía podía ser realizada sin ningún tipo de auxilio gracias a la condición suave de nuestro camino.

De tanto en tanto, a medida que avanzábamos, divisábamos casas aisladas, algunas iluminadas, otras no tanto. – Por estos lados ya se tiene electricidad – habíame dicho Bebyrka. – ¡Qué bueno! – le repuse – ¿y aquélla casa tan oscura y misteriosa? – le pregunté al divisar una que gran impresión me había causado. Y si me causo extrañeza no fue precisamente por lo oscuro de la casa, sino más bien por lo misterioso que se mostraba. El viento soplaba muy fuerte, los árboles que se balanceaban parecían elásticos, flexibles, la llovizna era muy irregular pero el frío, el frío era penetrante. El haz de luz que desprendía mi pequeña linterna, al alumbrar en dirección a la mencionada casa, sólo había empeorado su reputación, pues ésta se volvió más tenebrosa, más terrorífica. Muero de ganas por hablar de truenos y relámpagos pero no, no había nada de eso, no por el momento. La casa, a la cual yo me refería, era pequeña y tal vez en sus mejores tiempos hasta bonita, pero los años y la falta de cuidado la sumieron en una profunda decadencia, pues las paredes, que otrora se encontraban con revoque, ya habían perdido gran parte de éstos, y eso a su vez permitía se vean los ladrillos que la conformaban. No tenía puertas y el techo estaba caído en algunas zonas. Los arbustos habían crecido tanto, que prácticamente envolvían toda la casa. Pero aquí me detengo, pues descubrí que por más que intente no sabré como transmitir lo que aquella noche vi y sentí al pasar por frente de esa casa – huf, esa casa, esa casa tiene una gran historia – fue lo que dijo Bebyrka mientras fumaba su cigarrillo – Mis abuelos me contaron muchas cosas sobre esa casa – y como queriendo cambiar de tema, repuso; – ¡Qué cambio de clima he!, Esto no estaba en los planes – Es muy probable que no haya estado en nuestros planes, lo admito, pero lo que era a mí... a mí simplemente me fascinaba. – Pero, dale, a ver, cuéntame niña lo que tus abuelos te contaron de esa casa – Dije sin querer parecer desesperado empero, sinceramente, aquí entre nosotros, moría por saber la historia. Empezaron de esa manera una sarta de evasivas y subterfugios por parte de Bebyrka. Me dijo que ella no creía nada de lo que se decía de aquella casa, me dijo que ni valía la pena relatar la historia, en fin, definitivamente ella no quería contármela y bueno, todo eso simplemente amplificó mis ganas de saber. Al final el gen de la terquedad que heredé de mis padres pudo más. Queridos amigos; esta es la historia de la casa embrujada, contada por Bebyrka, presten mucha atención:

LA CASA EMBRUJADA

          Cuando estalló la guerra del Chaco, en esta casa vivía la familia Qrunzisky, familia compuesta por tres miembros, Don Gilberto, Doña Bautista y el hijo de éstos, Tito. Don Gilberto era hijo de un inmigrante Ruso, señor, dicen, muy lindo, alto él, con cabellos rubios y ojos azules, piel blanca, a veces rosada. Doña Bautista era más bien bajita, algo gordita y con cabellos negros, negros y blancos. El joven Tito, joven porque cuando aconteció el hecho tenía 20 años, salió al padre, era igual, según dicen. Una mañana, ya en plena guerra, llegó la inesperada y temida noticia. Se solicitaba la presencia de Tito en el Chaco para luchar por la Patria. Nadie se hubiese imaginado que Tito contaba ya con 20 años, pues su comportamiento, al enterarse de la noticia, fue la de un niño cobarde de 10, pues comenzó a llorar desesperadamente, se tiraba en el suelo y allí se enroscaba en las piernas de su madre, pidiendo a gritos que se le esconda, que se le salve de ir a la guerra. La madre sólo lloraba. Don Gilberto, enfurecido por la vergonzosa actitud de su retoño, no tuvo otra alternativa que molerlo a golpes y obligarlo a que vaya. Doña Bautista estaba inconsolable, buscaba por todos los medios excusar a su hijo de ir al Chaco. Al día siguiente, después de haber recibido la noticia, a Tito y a otros tantos jóvenes de la zona, incluyendo a mi abuelo, debía venir a buscarlos un camión para llevarlos al lugar del combate. Esa tarde Don Gilberto fue a la ciudad a traer el uniforme verde olivo que tenía que usar su hijo. Aprovechando la ausencia del su marido, Doña Bautista fue a casa de unos vecinos a preguntar la forma en que su hijo se podría salvar de ir a la guerra. Frustrada y llorosa esa tarde volvió a su casa. Allí le esperaba ansiosamente Tito, ansioso por escuchar buenas noticias. Ciertamente no fueron buenas las noticias. La madre, muy tristemente, le comunicó que inexorablemente debía irse al Chaco, pues los únicos que no iban a la guerra eran los minusválidos y los jóvenes que no tenían padre ni hermanos, pues ellos tenían que quedarse a cuidar de la madre. Repentinamente el ánimo de Tito cambió. Era otro hombre. Parecía como ansioso por ir a la guerra. Doña Bautista pensó que a su hijo le dominaba un espíritu más valeroso, más gallardo, más patriota. Tito le dijo a su madre que duerma un poco, ya que desde que recibieron la noticia no lo hacía. Le dijo que no se preocupe, le dijo que él iba a esperar al padre. La madre, quizá un poco contagiada por la nueva fortaleza y temple de su hijo, se sintió un tanto más tranquila y accedió a dormir. Ya era muy entrada la noche cuando Don Gilberto llegó a la casa, con el uniforme verde olivo en las manos. Tito lo recibió de muy buena gana, diciéndole a su vez que había reflexionado mucho y que estaba ansioso por defender al Paraguay. Le quitó al padre el uniforme y comenzó a probárselo, frente a él, siempre sonriendo, informándole también que la madre estaba descansando un poco y que no sería bueno despertarla. Un orgullo que jamás había sentido le embargaba a Don Gilberto; su hijo por primera vez demostraba valor. Tito se quitó el uniforme y le dijo al padre que quería bañarse. El padre, demasiado contento con su hijo, le dijo a su vez que no se preocupe, que él mismo iba a quitar agua del pozo para que se bañara el. Fue entonces al patio y se dirigió al pozo, que se encontraba en el fondo del patio. Tito lo siguió, con un gran pedazo de madera en las manos. Cuando Don Gilberto se encontraba tirando de la soga que alzaba el balde con agua sintió, inesperadamente, que alguien estaba detrás de él, en medio de la oscuridad. Sin soltar la soga giró la cabeza y encontró a Tito. Antes de que Don Gilberto diga algo, Tito le asestó un fortísimo golpe en la cabeza con el pedazo de madera que llevaba en las manos. Dado el golpe el señor soltó la soga y se tomó de la cabeza, al mismo tiempo que su hijo le agarraba a él de las piernas y lo tiraba dentro del pozo. El pozo era muy profundo, aunque Tito escuchó cuando el cuerpo de su padre llegó al agua. Sin perdida de tiempo Tito tomó una gran roca que se encontraba cerca y lo tiró dentro del pozo. Cogió otra gran piedra e hizo lo mismo. En total tiró cerca de ocho enormes piedras. Hecho todo eso, volvió a la casa, tomó el uniforme, volvió al pozo y lo tiró dentro. Ejecutada su macabra ocurrencia, entró en la casa, cerró la puerta y se acostó junto a su madre. Esa noche durmió profundamente, y soñó. Soñó con perros, perros blancos. A la mañana siguiente Doña Bautista encontró a su hijo durmiendo junto a ella. Lo miró y dedujo que su marido decidió, en virtud a las circunstancias, que el niño durmiera esa noche con ella. Ella pensaba que Don Gilberto estaba durmiendo en el dormitorio del niñito. Por ello, y en vista a que estaba amaneciendo, calentó agua para preparar el desayuno. Sería el último desayuno con su hijo, pensó. Doña Bautista no tuvo necesidad de sacar agua del pozo, pues la familia contaba con un gran cántaro de barro dentro de la cocina que guardaba en su interior abundante reserva de agua. Puesto el agua en el fuego, decidió ir a despertar a su marido. Grande fue su sorpresa al descubrir que Don Gilberto no estaba allí. Su sorpresa se confundió con desesperación al pensar en que ni siquiera había llegado a dormir. Desesperadamente despertó a Tito. Le comunicó que su padre no había llegado y que estaba muy preocupada. Dicho todo eso, Tito comenzó a llorar profusamente. La madre no entendía, o mejor, no justificaba el llanto de su hijo, por lo cual le preguntó porqué lloraba así, sí cuál era el motivo por el cual lo hacia. Al instante Tito le dijo que todo estaba muy claro para el: su padre decidió ir en su lugar. Doña Bautista inició un llanto lastimero con verdadero y sombrío sentimiento, y Tito, el cobarde, simulo también llorar pero no le salieron lagrimas, y temiendo que su madre se percatase de ello, la abrazo por conveniencia, solo por conveniencia, para que no lo vea llorar sin lagrimas. Doña Bautista y Tito se mantuvieron abrazados por algún tiempo más, hasta que escucharon llegar al camión que llevaba a las personas a la guerra. Tito se estremeció al escuchar el ruido del motor del camión. Le dijo a su madre que vaya afuera y les comente lo que aconteció, pues él no estaba en condiciones de hacerlo. Doña Bautista se secó las lagrimas y salió fuera de la casa. El camión verde del ejercito, un ford 1930, se estacionó a pocos metros de la casa de los Qrunzisky. En él habían dos oficiales militares y algunos soldados que ayudaban a subir a los nuevos futuros combatientes en la carrocería del camión. La señora se había quedado en el portón de la casa, en espera de que vengan a preguntar por su hijo. Un oficial, con algunos papeles en la mano, se acercó a Doña Bautista y preguntó por la persona de apellido Qrunzisky que debía irse con ellos al Chaco. La señora le respondió explicándole la teoría de Tito, de que su marido había tomado su lugar. Tito, muy nervioso él, temblando, miraba desde la casa todo lo que ocurría por un pequeño agujero. Miraba y temblaba, miraba y temblaba hasta que escuchó un sonido inentendible. El sonido le llamo la atención y le produjo cierto escalofrío. Él no sabía de donde provenía. Agudizó más sus oídos y pudo escuchar mejor el sonido: eran los gritos de su padre que provenían del fondo del pozo. Miró una vez más por el agujero y divisó a su madre hablando con el Oficial. Rápidamente se dirigió al patio. Antes de llegar al pozo advirtió que de la cocina salía algo de humo y sin perdida de tiempo a ella se dirigió. Ya en la cocina vio una olla con agua hirviente, la vio y la tomó con mucho cuidado. Esa olla que se encontraba hirviendo era la que Doña Bautista había puesto al fuego al despertarse, con la intención de preparar desayuno. De la olla salían vapores calientes que a cada movimiento le quemaban el pecho, pues Tito se encontraba con el torso desnudo. Se dirigió al pozo con la olla en las manos y una vez allí, con mucho cuidado, lo tiró dentro del pozo. Adentro, de lo profundo del pozo, a medida que caía el agua hirviendo, se escuchaba un susurro, un largo susurro que parecía el suspiro de una persona muy triste, o muy enferma. Afuera, en el portón de la casa, no creyendo el Oficial lo que Doña Bautista le refería, no tuvo más remedio que entrar en la casa para corroborar lo acontecido. El Oficial, como conociendo de memoria la casa, iba adelante, detrás iba Doña Bautista, que le seguía dando explicaciones al mismo. Cuando entraron en la habitación encontraron a un Tito un tanto agitado, acostado en la cama, con el cuerpo tapado y mirándolos con ojos grandes y saltados. El Oficial le miró y le preguntó dónde estaba su padre. Tito, con voz temblorosa, cansada y a la vez queda, le dijo que se había ido al Chaco, en su reemplazo. El Oficial, después de mirarlo por unos segundos a los ojos, giró y se dirigió nuevamente afuera. Doña Bautista se sentó en la cama, miró a Tito y lloró, lloró como nunca había llorado. Segundos después, cuando Tito notó que el camión se alejaba, se colocó a lado de su madre y la abrazó por largo tiempo. Pasó algún tiempo en la casa de los Qrunzisky, ya Doña Bautista se había acostumbrado a la idea de tener a su marido en la guerra. Trató de vivir con su hijo lo mejor posible, trató de ser madre y padre a la vez. Ella pensaba que el más afectado por los acontecimientos era su hijo Tito. Por ello endureció su espíritu y se guardó todo tipo de sentimiento débil. Ella tenía que ser el sustento de su hijo. En cuanto al pozo de agua, Tito dijo a su madre que allí había caído una gallina por accidente, razón por la cual ya ese pozo no se debía utilizar, pues de seguro el agua estaba corrompida. Bien la madre pudo notar que el agua que puso a hervir, la mañana que vinieron a buscar a su hijo, desapareció misteriosamente. Bien la madre pudo contar sus gallinas y notar que no faltaba ninguna. Pero lo del agua no le llamó la atención y contar las gallinas no se justificaba. ¿Para qué? Sí su hijo Tito lo decía, era cierto y punto. Tito iba todos los días a un arroyo cercano a traer agua. (Por lo menos eso verdad) Así transcurrieron los tres meses siguientes. Llegó una época de sequía general. Una tarde Tito había ido a traer agua de un arroyo más distante, pues el primero se había secado. Doña Bautista, al ver sus plantas ya casi marchitas, decidió quitar agua de su pozo para regarlas. Ella pensó que aunque espuria esté el agua, por lo menos serviría para refrescar algo a sus plantas. Se dirigió al fondo del patio y notó que el pozo se encontraba tapado con un gran pedazo de madera que tenía encima unas cuantas rocas. Por un momento quiso esperar a su hijo para que le ayudase a quitar las rocas y la madera que tapaban al pozo, pero sólo fue por un momento, pues después decidió hacerlo ella misma. No con poco esfuerzo logro quitar todos los obstáculos. Una vez que terminó su ardua empresa, una vez que ya el pozo abierto se encontraba, sintió con estupor y escalofrío un fétido olor a podredumbre, después miró por dentro del pozo y vio una masa amorfa y confusa. El asco y la turbación que le produjo la escena no le impidieron sacar el agua. Tiró el balde como de costumbre y esperó a que se hunda. Cuando se propuso a jalar de la cuerda sintió que algo se lo impedía, parecía como si se hubiera enganchado el balde por algo. Ejerció un poco más de fuerza y por fin sintió que el balde, al desengancharse de ese algo, comenzaba a subir sin problemas. Todo lo hacia sin mirar dentro del pozo, pues cuando lo hacia el olor a podrido era más poderoso. Jalaba y jalaba, y cuando lo hacia sentía que el nauseabundo olor se acrecentaba más y más. Cuando vio que el balde ya se encontraba a la vista, notó que dentro traía algo. Se dijo a sí misma que era la gallina muerta. No la miró. Cogió el balde por su empuñadura sin mirar y lo colocó al borde del pozo. Doña Bautista no sabía cómo proceder, pues aunque sabía que se trataba solo de una gallina, tenía mucho miedo de que le impresione el estado en que se encontraba. Al final opto por mirar y notó que no era una gallina, que no era un animal. Con desgarrador asombro descubrió que se trataba de una mano humana. Estaba muy asustada y temblaba. Aunque tenía demasiado miedo miró con más detenimiento la mano putrefacta. Y al hacerlo descubrió que en uno de los dedos de la mano se encontraba un anillo, un anillo de oro, era el anillo de compromiso de su marido, de Don Gilberto Qrunzisky, el mismo que ella le había regalado hacía 20 años atrás. Cuando su cuerpo amenazaba con desplomarse, cuando ya su corazón no latía en ella, sintió que alguien estaba detrás de ella, a sus espaldas, mirándola. Giró y encontró a su Tito, mirándola, sonriendo ligeramente, con un gran pedazo de madera en las manos. Doña Bautista miró a Tito, miró el pedazo de madera y antes de que lo vuelva a mirar a él sintió un fuerte golpe en la cabeza, golpe que la sumió en una profunda oscuridad. Mientras se llevaba las manos a la cabeza, sintió que Tito la cogía de las piernas. Tito la tiró también al pozo. Después de tirar dentro del pozo todas las piedras que encontró, se dirigió a la cocina y puso al fuego, en varias ollas, toda el agua que del arroyo había traído. Una vez que hirvió el agua, se dedicó a derramarla dentro del pozo. Después de eso ya no puso ninguna clase de tapa encima del pozo. Pasaron los días, pasaron las semanas, pasaron los meses y a los vecinos les extrañaba no ver a Don Gilberto ni a Doña Bautista, sólo a Tito veían. La guerra que se lidiaba en el Chaco era un tema que mantenía a todos concentrados en las noticias, razón por la cual no se evidenciaba tanto lo que acontecía en la familia Qrunzisky. Cuando los vecinos que encontraban a Tito le preguntaban por sus padres, a lo que él respondía siempre que se fueron al Chaco, a la guerra. Tu padre si, sabemos que te reemplazó, le decían los vecinos, pero tu madre, cómo se va a ir a la guerra si ella es mujer. Lo que pasa es que mi madre es muy patriota, decía él. Tito tiraba cada día una gallina viva en el pozo. Cuando sus gallinas terminaron, comenzó a tirar a los cerdos. Tiró como seis cerdos grandes en el pozo. Los vecinos ya no sabían que pensar. No sólo era el viciado y pestilente aire que hacía tiempo salía del pozo, sino que Tito había desaparecido por completo. Ya no se lo veía por la casa. Los vecinos ya estaban asustados. Una tarde, los vecinos se reunieron y decidieron ir a ver qué pasaba. Cuando estaban todos en el portón de la familia Qrunzisky, vieron con pasmo que del interior de la casa salía Tito, vestido con el uniforme verde olivo. Tito estaba como ido, ensimismado en sus cavilaciones, ni siquiera se había percatado de la presencia del conglomerado de vecinos que yacían frente a su casa. Y tus papas dónde están Tito, le preguntó uno de los vecinos, uno que se había adelantado un poco más que los demás, recibiendo de respuesta: Se fueron al Chaco, a la guerra, son muy patriotas, me dejaron solito. Sólo un par de metros estaba el joven de los vecinos, por lo que ellos pudieron percatarse de que la ropa, el uniforme verde olivo que llevaba puesto Tito, tenía el característico olor a podrido. Todo eso produjo un miedo colectivo en esas personas, miedo que no les permitió acercarse más a esa casa, y el que se había adelantado retrocedió. Esa fue la última vez que se le vio a Tito. Nunca más, desde 1932, se volvió a entrar en esa casa. Algunos creen que se tiró dentro del pozo, otros creen que aún vive dentro de la casa. Hay muchas historias, aunque pocos quieren repetirla, por lo menos los más viejos, los que llegaron a conocer a la familia. Lo que es a mí, yo no creo absolutamente nada, ni me importa.

Y fue de esa forma en que Bebyrka concluyó su relato. El clima en nada había cambiado, el viento seguía azotando los árboles, la llovizna siempre irregular, el frío brutal. Bebyrka ya no era la chica alegre que conocí, después de su relato, apenas concluyó, se volvió mas sería, mas fría. – Ya estamos por llegar, aquella es la casa de mis abuelos – Me dijo mostrándome una casa iluminada que se encontraba como a unos 30 metros. – Ha, olvide decirte; ni se te ocurra decir algo referente a lo que te conté – Me advirtió Bebyrka. Yo, por mi parte, no tenía ningún problema en callar. Llegamos a la casa y nos recibieron unos cuantos perros, muy alegres ellos de nuestra presencia. A mí me fascinan los perros, por lo cual no me importó mucho que me ensucien con sus patas al saludarme. Pero obviamente Bebyrka no piensa lo mismo, es más, creo que hasta odia a los perros.

El ladrido de los perros y de Bebyrka habían delatado nuestra presencia allí. Salió una señora ya muy mayor a recibirnos – Hola abuela, él es un amigo, quería conocer el campo y bueno, le traje conmigo – fue lo que dijo Bebyrka a su abuela. – Hola mi hijo, bienvenido seas, pero pasen, pasen, que aquí hace mucho frío – Y con eso entramos dentro de la casa. Nadie esperaba mi presencia allí, eso era evidente. Pero eso sólo daba mejor nota a la experiencia. – ¡Salomón!, ¡Salomón! Despertáte viejo, tenemos visita – Dios mío, que vergüenza sentí en esos momento, me imaginaba que en cualquier momento saldría un anciano de mal humor a preguntarme qué diablos hacía yo allí. – Hola abuelito, que pena, te despertamos, él es un amigo que traje conmigo – El viejo no dejaba de mirarme, de abajo para arriba, una y otra vez, parecía que no podía creer mi presencia allí, todo lo cual me hacia sentir peor. – Hola señor, como está, yo soy amigo de Bebyrka, quería venir hace mucho tiempo ya a conocerlos – fue lo primero que se me ocurrió. Aunque vagas, tenía esperanzas que después de decirlo el también diga algo, pero no, no dijo nada. – No se preocupe joven, él es así, es que está algo dormido todavía – trató de excusarlo su señora. – Sentáte, siéntense, por favor, Bebyrka, prepará algo para comer, o para tomar, no sé, ¿qué desea joven? – la señora me pregunto y yo, aunque moría de hambre, no sabía que decir. El viejo no se movía de su lugar y seguía mirándome. Por un momento pensé que era natural que se comportara así, que siempre lo hacía, y bueno, eso como que me hizo sentir algo mejor. – Hola – dijo de repente el abuelo de Bebyrka – Hola señor, ¿cómo está? – le dije yo pasándole la mano. – Bien, bien, sólo que no esperábamos visitas y menos a estas horas – de una manera seca pero sincera me dijo el señor estrechándome fuertemente la mano. Dicho todo eso empezamos una nueva etapa, la etapa en que nos sentábamos todos y empezábamos a hablar.

La etapa a la que yo me refiero necesita, inexorablemente, a un héroe. Ese héroe es el que encuentra el tema a ser abordado por los circunstantes. Generalmente ese héroe va por lo más sencillo; el clima. De ese tema madre se desprenden temas hijos, y de los temas hijos, temas nietos. Si la conversación se torna amena, el árbol genealógico al final puede resultar enorme. Otras veces el tema madre muere sin tener hijos. Ya todos sentados en un círculo nos encontrábamos.

Segundos se necesitaron para que mis esperanzas de que Bebyrka sea la heroína se esfumaran por completo. Ella, con la cabeza gacha, mirando sus muslos, me había elegido a mí como el héroe de la noche. Si, si, pensé, hablaré del clima, el clima será mi tema madre, luego el tema hijo será el cultivo, después la economía se convertirá en el tema nieto. – ¡Qué frío he!, y pensar que esta tarde hacia un calor insoportable – dije yo friccionando mis brazos como queriendo reforzar mi observación. – Es que era impensable que nuestro invierno durase tan poco – indicó la abuela. Yo prefiero el frío. – fue el pobre comentario que mi amiga aportó. – ¿Y usted Don Salomón, qué prefiere? – Con una sonrisa jovial le pregunté al viejo. – Yo mi hijo prefiero el frió, a mí me da mucha satisfacción dormir con esta clase de clima. – Sentenció Don Salomón, mirándome desagradablemente, como si fuese yo el culpable de algún crimen. Indudablemente no pasaríamos de ese tema, de eso yo estaba seguro. Después de escuchar la irónica respuesta de Don Salomón, el ambiente se torno pesado, tenso, hostil, pero por sobre todo; silente. Sólo se escuchaba el viento golpear por el techo de chapa de la casa. Bebyrka y su abuela miraban sus respectivos muslos. El viejo me miraba a mí y yo, como un niño curioso y feliz que no entiende las indirectas, miraba a un punto imaginario.

Transcurrió así algún tiempo cuando, inesperadamente, luego de escuchar un fuerte relámpago, nos sumimos en una oscuridad inimaginable. La actividad sonora aumentó con el apagón. Llovía a cantaros y el viento adquirió una inusitada rudeza, pues el techo amenazaba con desprenderse de sus clavos. Del otro lado de la puerta, puerta cerrada, parecía que un gigante se encontraba golpeando, queriendo entrar. Obviamente era el viento, pero yo, en ese momento, recordé la historia de la familia Qrunzisky y, como nunca, deseé estar en mi casa.

La oscuridad era completa, ni mis brazos ni mi cuerpo podía ver. Sentí que todos se levantaron de sus asientos pero nadie dijo nada, me imaginé que sabían de memoria cómo proceder en esos momentos. Yo, más por miedo que por el afán a ayudar, saqué mi linterna y alumbré a los presentes. Nadie me lo dijo, pero yo sabía que había aportado muchísimo, pues poco tiempo después ya contábamos en el salón con velas encendidas. Seguía recordando el caso Qrunzisky. Seguían los fuertes golpazos por la puerta. – Bueno, la energía eléctrica se fue por esta noche, todos a dormir – Dijo Don Salomón mientras se retiraba con su señora. ¿Y la comida?, pensé en mis adentros. Bueno, no todo era tan malo, volví a pensar, Bebyrka sabría muy bien suplir ese detalle. – Vos vas a dormir en la habitación de mi primo, él no va a venir esta noche – abruptamente dijo Bebyrka, sin previo aviso, matando ilusiones, esperanzas. – Pero... pero – no, no sabía que decir.

Que tonto fui, pretender que sus abuelos consientan en que durmamos juntos... que tonto fui. Lo peor de todo, lo que verdaderamente me angustió, era que la habitación del primo, en el cual inexorablemente tenía que pernoctar, no quedaba en el interior de la casa; quedaba en el fondo del patio, ¡era una habitación independiente!. Canjee, como quien dice, tripas por corazón y no evidencié el terror que albergaba en mi interior. Pero callé, eso sí, no dije ni una sola palabra más.

Bebyrka me acompañó a la habitación. Atravesamos el largo, larguísimo patio y llegamos a la oscura, oscurísima habitación del primo. Bebyrka se despidió de mí no sin antes dejarme la vela encendida que llevaba consigo. La lluvia amaino un poco, no así el viento, por lo cual, antes de que entre en la habitación, y después de que Bebyrka me abandonó, la vela se apagó.

Considero una empresa imposible describir el sentimiento que en esos momentos albergué. Apelo a la imaginación del lector y solicito tengan presente lo siguiente: yo me encontraba solo, como a treinta metros de la casa principal. Al extinguirse la luz me había quedado otra vez en la oscuridad total. Producto del fuerte viento, se suscitaban ruidos por todos lados, ruidos espantosos. Estaba a punto de entrar a una habitación que desconocía por completo y que, obviamente, no contaba con luz. Cuando Bebyrka me acompañó a ese lugar, los perros nos siguieron, al irse Bebyrka, yo no estaba seguro de que siguiesen allí, a mi lado, aunque sentía presencias. Como nunca, mi mente repasaba una y otra vez la historia de la familia Qrunzisky. Sólo apelo a la imaginación del lector.

En esos momentos ya no me quedaban tripas que canjear, solo un corazón que no me reconocía, que se hacia el desentendido, que se imaginaba estar en otro lugar, un lugar más agradable. Al abrir la puerta de la habitación me quedé en el umbral. No quería cerrar la puerta y encontrarme allí dentro a oscuras. Por eso me quedé en el umbral, con la puerta abierta y, fósforos en mano, traté de encender nuevamente la vela. Era imposible, todo intento por encender la vela fracasaba por culpa del viento, sin mencionar, claro está, lo nervioso y aterrado que estaba. Recodé mi linterna y la busqué. La encontré. La saqué. La encendí. Cerré la puerta... con llave.

La habitación era pequeña o, mejor, parecía pequeña, pues tenía hartos muebles dentro. Una enorme cama, un ropero cerrado con cosas arriba, un sofá pequeño y viejo, un buró grande con libros, papeles y demás adminículos encima y una mesita situada muy cerca de la cama. La habitación olía a insecticida y a viejo.

Con gran alivio divisé sobre la cama gruesas cobijas que habrían de protegerme del frió. Olvide mencionar algo muy importante; encima de la cama, clavado por la pared, se encontraba un Cristo crucificado que, sin exagerar, era prácticamente de tamaño real. Muchas veces a lo largo de mi vida he visto la imagen del Cristo crucificado pero, para desgracia mía, éste era distinto. Obviamente era un trabajo artístico, quizá bello para algunos, pero para mí, y en esas circunstancias, era... bueno, me ahorro el adjetivo. El Cristo tenía la cabeza completamente desproporcionada con relación al cuerpo. La cabeza era enorme y el cuerpo largo y fino. Generalmente el Cristo crucificado se encuentra con los ojos y la boca cerradas, pero éste, tal vez queriendo sobresalir de los demás Cristos, tenia los enormes ojos abiertos y la boca también. Qué ironía, pensé, una imagen que debería transmitirme tranquilidad, paz y sosiego, ahora se había confabulado con los demás factores sólo para enturbiar más mis ya muy enturbiadas cavilaciones.

Aunque no era muy tarde, yo solo deseaba poder dormir profundamente y despertar cuando ya de día sea. Pero no. En esos momentos yo ni me imaginaba lo que estaba por ocurrir. Ya un poco más tranquilo, solo un poco, encendí la vela y la puse en la mesita que se encontraba cerca de la cama. Ya no miré más al Cristo crucificado, no, no lo hice, pues sabía que el efecto que produciría en él la luz de la vela, no ayudaría en nada a mis ánimos. Encendí un cigarrillo, luego me dirigí al interruptor de la luz y tanteé si existía electricidad. No, no existía. Dejé el interruptor en posición de encendido. Allí, en esa habitación, también el techo era de chapa, por lo cual el sonido del viento era muy fuerte. Me quité los zapatos, me acosté y cubrí parte de mi cuerpo con las cobijas. Mi intención era fumar todo aquel cigarrillo y después dormir. Pero mientras fumaba recordaba nuevamente la historia de la familia Qrunzisky. Luego pensé en la distancia que me separaba de esa maldita casa, y aunque no quise, tuve que admitir que no era mucha. El cigarrillo aún no acababa y yo no podía controlar mi mente, me formulaba muchas preguntas, me preguntaba si todo aquello era cierto, no podía evitar pensar en los motivos que llevaron a ese muchacho a proceder así, me preguntaba si existiría aún algún familiar de los Qrunzisky. Fumé todo el cigarrillo y, sin apagar la vela, me tapé completamente con las cobijas.

Afuera el viento seguía soplando violentamente mientras que la lluvia hacía temblar el techo. Debajo de las cobijas, a oscuras nuevamente, me propuse, aunque sin sueño, a dormir. Y al cerrar los ojos llegaron a mi cabeza imágenes, imágenes de la familia Qrunzisky; de Tito, de Don Gilberto y de Doña Bautista. Me transporté 73 años atrás, cuando los Qrunzisky vivían sin problemas, como una familia normal. Repasé nuevamente, lentamente la historia, y las preguntas no me dejaban dormir. ¿Porqué Tito arrojaba animales al pozo?, ¿Cómo los vecinos vieron a Tito con el uniforme verde olivo, si es que él antes lo había arrojado al pozo?, ¿Acaso alguna vez bajó y allí, entre los putrefactos cadáveres de sus padres, buscó el uniforme y encontrado lo subió?. Con esas cavilaciones permanecí hasta que el sueño me envolvió y dormido, profundamente dormido quedé.

Un relámpago, más fuerte que de costumbre, un par de horas después me despertó. Destapé mi cabeza y con beneplácito descubrí que la habitación ya iluminada se encontraba. Sentía aún el viento golpear, pero ya no llovía, por lo menos no muy fuerte. Noté que la vela se había consumido completamente. Con la nueva lumínica pude observar mejor mi entorno. Vi sobre el buró algunos portarretratos, vi también, colgados en la pared, algunos viejos retratos de personas que no conocía. Me encontraba anímicamente mejorado y con el cuerpo contento por el calor que las gruesas cobijas ofrecían. Volví a dormir.

Lo que después de un corto tiempo me volvió a despertar fue una especie de ruido metálico, sí, metálico fue. Destapé mi cabeza y con horror descubrí que nuevamente la electricidad había caído. Fortalecí mis oídos para interpretar mejor el mencionado sonido metálico y, a muy pesar mío, tuve que reconocer la verdad; era la cerradura ¡Alguien estaba abriendo la puerta!. Afanoso, apresurado, desesperado fue la búsqueda de mi linterna. Decidí acabar con la búsqueda cuando la puerta se abrió. Apelo nuevamente a la imaginación del lector. Quieto, muy quieto, congelado me quedé, mirando en dirección a la puerta. No se veía nada, aunque sentí que alguien entró y al hacerlo cerró nuevamente la puerta. – Hola, yo soy el amigo de Bebyrka, ella me dijo que podía dormir aquí – temblando de pánico exclamé presuroso. – Sí, ya sé quién sos, pero no te preocupes, yo aquí en el sofá nomás voy a dormir – me dijo el que entró. El hecho de que poseía la llave de la habitación me hizo deducir que se trataba, para alegría mía, del mismísimo primo de Bebyrka. Seguramente no avisó que venía a dormir, solo es eso, pensé yo. Escuché que se acostó en el sofá y nada más, no escuché nada más. Después de un momento le dije: – No quiero que pienses mal... pero allí hace mucho frío, porqué no venís a dormir aquí... aquí hay muchas cobijas... – Silencio total, no me respondió. Seguramente está muy cansado y durmió al instante pensé. Pero no, él me escuchó y, sin decirme nada, acepto la invitación, pues sentí que se acercaba. Rápidamente me hice a un costado dejándole un lugar. Corrió el borde de la cobija y se sentó en la cama, luego se acostó y se cubrió con la cobija. Todo eso lo sé, no por que lo veía, sino por los movimientos y los sonidos que se producían cuando lo hacía. – ¿Qué tal el tiempo afuera che?, me imagino que hace mucho frío he. Que bárbaro el cambio de clima che. – fueron las palabras amistosas que yo había pronunciado con el fin de hablar un poquito con él y después dormir. Con el silencio como respuesta pensé que, o estaba muy cansado el primo y no quería hablar o se encontraba algo molesto conmigo por haber usurpado su cama. Si era lo primero; estaba bien, si era lo segundo; tenía razón. Pero eso no me molestaba. Yo era dichoso de tener a mi lado a una persona, a un hombre de campo, a alguien. Me sentía más seguro. Y con esa alegría, y después de un largo suspiro, me volví nuevamente a dormir.

A la mañana siguiente, ya cuando el peligro por completo se disipó, fui despertado por algunos tímidos golpes aplicados a la puerta. – ¡Ya!, un momentito – dije fuerte para advertir que en breve abriría la puerta. En ese momento noté que ya solo en la habitación me encontraba. Las personas del campo se despiertan más temprano que las de la ciudad, pensé. El primo se despertó, y sin hacer ruido, para no despertarme seguramente, salió de la habitación. Salió y la volvió a cerrar con llave. Todo tenía sentido. Nada era incoherente. Abro la puerta y encuentro a una alegre Bebyrka que con una enorme sonrisa me dice: – ¡Buenos días dormilón!, ¿Qué tal dormiste?, espero que bien. Ya todos desayunaron, pero yo te esperé. Lávate la cara que te espero para comer algo... ha, quiero presentarte a mi primo también – Y yo, que moría de hambre y moría también por conocer al famoso primo, le contesté – Dale, me lavo la cara y me voy. – Ojalá no se esté enojado conmigo por lo de anoche, pensé. Pero todas las interrogantes que entretejí en mi mente fueron dilucidadas en el momento mismo de conocerlo. (continuará)

Murió Pruebero


Esta historia no tiene nada de singular, a excepción del hecho innegable e incontrovertible de que uno de los protagonistas es un alazán, cosa por supuesto tampoco nada singular, a excepción de la única y la mar especial característica de que éste alazán habla como nosotros.

En el pueblo de San Juan, en Misiones, lentamente un viejo y marchito alazán era conducido por el Doctor Prieto, que a la sazón iba caminando junto a él, animándole, rozándole de tanto en tanto dulcemente para darle fuerzas. El alazán se llamaba Pruebero, y aunque los años que vivió fueron muy felices, en su largo rostro ya se dibujaba, lentamente, a cada paso que daba, la silueta de la inmisericorde muerte. Tranquilo Pruebero, tranquilo, le decía el Doctor Prieto mientras le acariciaba el rostro, tranquilo papá.

Pruebero lo miró con ojos cansados, y ya estaba demasiado débil como para corresponder el gesto, pero igual así trató de levantar la mirada y así lo hizo, y ambas miradas entonces se reconocieron en la eternidad de toda una vida.

El Doctor Prieto haciendo un gesto que denotaba compasión pero al mismo tiempo esperanza, lo dejó frente mismo del consultorio del veterinario, diciéndole que lo esperara allí, que él iría a traer al veterinario, y con él a la cura de su enfermedad. Pruebero entonces, que cada vez parecía más débil, a su vez le dijo: Te espero aquí, pero no me mientas más, vos sabes que mi ancianidad no es ninguna enfermedad, pero andá, yo te espero aquí papá.

El Doctor Prieto subió una escalera de cinco peldaños y se dirigió a la puerta del consultorio. Una vez allí golpeó tres veces la puerta y luego de unos cuantos segundos la puerta se abrió, y del interior de la casa vio al veterinario de cuerpo entero que con una sonrisa le daba la bienvenida.

El Doctor Prieto, sin perder mucho tiempo en los saludos de rigor, fue al grano y expresó la preocupación que traía consigo, y que consistía en el estado de salud de su alazán. El veterinario conocía perfectamente bien a Pruebero, de hecho él fue el encargado de traerlo a este mundo, es decir, él estuvo en el momento del parto por si algo se presentaba.

Inmediatamente ambos hermanos, (porque eran hermanos) se dirigieron donde Pruebero y lo encontraron tirado en el suelo, en la roja tierra de San Juan Misiones, respirando con evidente dificultad.

Fue el Doctor Prieto el que, luego de saltar los cinco escalones de la escalera llegó primero a él. El veterinario llegó unos segundos después, aunque también muy rápidamente. Entonces, mientras ambos galenos, (uno de hombres el otro de animales) lo auscultaban, Pruebero, ya resignado a su suerte y sin fuerzas, a excepción de una pequeña energía que sólo daría para emitir unas cuantas palabras a manera de despedida, dijo, indiferente a los procedimientos que en torno a él se daban; que toda su vida vivió bien, feliz, y desconoció por completo los malos tratos, y que quería que lo dejarán morir en paz, que no alargaran su vida, que él decía ya había culminado.

El veterinario, con el rostro empapado de una silente correntada de lagrimas, le dijo a Pruebero que no se de por vencido, mientras que el Doctor Prieto lloraba con amargura sin la posibilidad de decir algo al respecto por la impresión que le causaba la circunstancia.

Pruebero entonces, que ya se estaba extinguiendo, dijo que la vida, como la muerte, son caras de una misma moneda, y que la rueda gira siempre, y los soles jamás dejarán de seguir a las lunas, y cosas por el estilo hasta que, luego de emitir un bufido que parecía un sueño, verdaderamente dejó de existir.

Los dos hermanos lloraban en derredor de Pruebero. La gente de San Juan iba llegando poco a poco, diciendo: Murió Pruebero.

17:30, 1 de marzo de 2010. circunstancia:
Cortazar, flor marchita cortada al pedo, gafas baratas, un pen drive de Itapua no volverá jamás, cheques sin cobrar, el cigarrillo

Con La Bandida En La Garganta



Hombre muere atragantado con su teléfono celular.

Paraguay, Fernando de la Mora. Todo el barrio Estanzuela se conmovió con la noticia. Según informes de la policía local, un ciudadano de nombre Ceferino Duarte, paraguayo, soltero, de 28 años de edad, intentó tragar su propio teléfono celular; y no pudo, y cayó entonces inconsciente al suelo, quedando atascado el aparato en su esófago.

Según la hermana del occiso, que a la sazón se encontraba con él en el momento del atragantamiento, Ceferino se encontraba bien, tranquilo, tomando tereré y contándole cosas; hasta que de repente sonó el teléfono y él, en vez de atender, se metió el aparato en la boca, y lo empujó con sus dos manos, y el teléfono seguía sonando, pero ya estaba en la garganta de su hermano; le salía el tono desde adentro.

Ceferino, sin poder respirar, y ya con la cara bermellón, se desplomó en ese mismo sitio, inconsciente. La hermana trató de ayudarlo, pero sus esfuerzos fueron en vano; su hermano estaba muerto. La policía no pudo con certeza, hasta el momento, determinar cuál fue el motivo por el cual el difunto reaccionó de esa manera; los familiares se llamaron al silencio.

Se lo veló en el Salón Velatorio de la Funeraria Santa Clara. Un ataúd de Lapacho (pesadísimo) guardaba los restos mortales del occiso; el occiso estaba con frac, cajón abierto, garganta hinchada, lívida garganta hinchada que nadie notó.

La sala que lo velaba se encontraba repleta de parientes, amigos, compañeros de trabajo, de facultad, de colegio, de la escuela y gente que venía con otra gente. Pero en su derredor inmediato, los que formaban un circulo alrededor de la tumba del joven sólo eran 7 personas; su madre, su hermana, Rodrigo su gran amigo, Diego Pilates compañero de trabajo; estaba también Juana y Lucas, que eran muy cercanos a él. Pero el que abrazaba a Ceferino, el que lloraba a mares, a corazón partido, el que se encontraba tirado encima del difunto, el que prácticamente ya entraba en el ataúd, el que ya se metía en su frac, era Filipo Mesa.

La madre era una señora con mucho cuerpo, de grandes y gruesos flecos de carne colgantes; negra como el asfalto, arrugada, marchita, con ojos amarillo Kodak, ojos saturados con millones de ramificaciones de arterias sanguinolentas, palpitantes, que juntas enrojecen al amarillo original.

La hermana, una señorita muy frágil, escuálida, de color carpincho, respingona, débil, arruinada, a la que nunca se le conoció hombre; inconsolable yacía junto al cadáver de su hermano, abrazada a la madre, enterrada en sus ropas.

Rodrigo, amigo de años de Ceferino, era un hombre marrón de barbas blancas, alto, elegante; estaba con su mejor traje, y se encontraba impertérrito, tieso como una estatua, con los brazos cruzados, observando al difunto.

Diego Pilates demostraba su gran pesar por la perdida de Ceferino, quien en vida era su compañero de trabajo en la fabrica de pegamentos. Quien diga que su amistad no era lo bastante sólida  como para trascender el ámbito laboral estaría muy errado, porque ciertamente los dos no sólo se llevaban muy bien en el trabajo, sino principalmente fuera de él, en donde ambos participaban en actividades varias.

El ambiente era tristísimo, solo se oían sollozos, coro de sollozos entonces. Pero no, ese terrible concierto de sollozos, de gimoteos, de lloriqueos, de suspiros que rasgaban el silencio general, fue interrumpido radicalmente merced al sonido de un teléfono celular. Que mal chiste. El teléfono celular de alguien estaba sonando. Que falta de respeto, que desfachatez, que falta de ubicuidad. Los circunstantes se miraban unos a otros, todos eran sospechosos. En ese momento hubo mucho movimiento, pues varias de las personas que allí estaban comenzaron a chequear sus propios teléfonos, verificando si no eran ellos mismos los responsables de aquel bochorno. Y verdaderamente era un bochorno, porque ya pasaba el tiempo y el teléfono seguía sonando, y el bag ton que se oía era “Me enamoré de una Bandida”, de los Cahiporros.

Todos estaban indignados, pero después de unos instantes la música cesó. Volvieron los sollozos, los suspiros; Filipo, que había quitado la cabeza del ataúd sólo para ver quién era el responsable de ese ultraje, volvió a mirar a su amigo muerto y nuevamente lo abrazó, llorando amargamente.

Transcurrieron unos minutos y nuevamente el silencio rasgado por suspiros se quebró. Pero esta vez no fue una bandida la responsable, fue el sonido de un mensaje de texto. Pero el sonido fue lo suficientemente largo y melódico como para que los presentes vuelvan a indignarse, otra vez.

Filipo, con la cara iracunda, secándose las lagrimas, soltando momentáneamente el cuerpo de su queridísimo amigo muerto, dirigiéndose a todos en general, enérgicamente solicitó al dueño del teléfono en cuestión que salga, que tenga un poco más de respeto por Ceferino, o que por lo menos ponga en librador su teléfono. Todos los circunstantes estuvieron de acuerdo con la solicitud e inmediatamente después todo volvió a ser lo mismo.

Pasaron unos minutos brutales, duros, tristísimos, mar de lagrimas entonces, y cuando el dolor ya no podía ser mayor, como un cruel y estruendoso relámpago volvió a sonar el tema de la bandida. Filipo violentamente se puso de pie, con una mirada asesina; y al hacerlo, por el exceso de energía, movió e hizo temblar el cajón (de pesadísimo Lapacho) donde estaba el cadáver de su amigo muerto, y Filipo, y Rodrigo, y la hermana, y la madre, y Diego Pilates, Juana y Lucas, todos, al mismo tiempo, intentaron impedir que caiga el cajón, y el cajón seguía tambaleando cuando de repente se apagaron las luces, y luego, ya con una oscuridad brutal, se escuchó al pesadísimo ataúd de Lapacho caer al suelo, produciendo un estruendoso y mortal sonido seco.

Gritos de dolor, de socorro, gritos desesperados, de muerte fueron los que se escucharon en ese salón velatorio aquella noche. Pregunto: ¿Podría acaso existir algo peor que eso? Respondo: Depende, mirá que todavía no termino de contar.

La gente comenzaba a evacuar el sitio de manera desordenada, con espanto, chocándose los unos con los otros, muertos de miedo, de pánico, creyendo que en cualquier momento se tropezarían con el frío cadáver de Ceferino. Pero los que aguantaron la situación y se mantuvieron y trataron de ayudar, de volver a restaurar todo, los que no le tenían miedo al difunto; fueron su madre, su hermana, Rodrigo, Diego Pilates, Juana y Lucas; y el atribulado Filipo, que a la sazón se encontraba en cuclillas, tratando de saber qué fue del cuerpo de su amigo.

La oscuridad era brutal. No se sabía si era un apagón general o sólo interno. Y todo se complicó porque el pesado cajón cayó (había sido) encima de la madre y la hermana, que estaban vivas pero atrapadas muy seriamente, y Filipo, a gachas, tanteando el suelo a ciegas, palpando los cuerpos; el de Ceferino, el de su madre y el de su hermana, y no pudiendo determinar con certeza si lo que tocaba era a su amigo, a la madre o a la hermana, alzó entonces la voz y gritó con todas sus fuerzas, desgañitándose; ¡Guarden silencio! ¡Que todos se queden en sus lugares!.

Inmediatamente después cesaron los gritos, la gente se tranquilizó, hubo un instante de puro silencio, silencio mortal, y luego, como un macabro chiste, volvió a sonar la bandida, al tiempo que Filipo, enérgicamente, gritaba: ¡Allí, allí está el teléfono, veo sus luces, titila en verde, ahora en amarillo; agarren al hijo de puta, que no se escape, no pierdan de vista las luces, son las luces de la bandida, agarren al bandido!

Todo se volvió a mover violentamente; los gritos y los empujones crearon un caos total, y por lo bajo se escuchaba el tema de la bandida. Filipo, a duras penas, tropezando con cosas, zanjando dificultades, tratando de pararse, se dirigía a la luz, a la luz, ese era su objetivo, pescar al responsable de todo ese caos, matarlo si es posible. Y cuando tuvo la oportunidad de saltar a la luz, saltó a la luz; extendió todo su largo cuerpo en el aire, y los brazos también, todo con tal de no perder a la luz. Y milagrosamente, en el momento en que las manos en forma de tenazas de Filipo se aferraban a algo, todo volvió a iluminarse. Volvió la luz. Todo se hizo claro, y lo que clareció era una escena indescriptible, medio dantesca.

Coronas de flores destrozadas, sillas caídas, rosas amarillas esparcidas por todo el lugar, gente llorando, el cajón de lapacho a un lado, aplastando a la madre y a la hermana de Ceferino, y a dos metros, desparramado en el suelo, yacía tieso el difunto, con  el frac todo arrugado; Filipo, también desparramado en el suelo, sujetaba del cuello a quien en vida fue Ceferino Duarte. Todos quedaron con la boca abierta de espanto, mientras escuchaban salir del mismísimo Ceferino la canción de la bandida.

No le habían extraído el cuerpo extraño que bloqueó su esófago. A no olvidar que el motivo de la muerte de Ceferino fue atragantamiento con celular; fue un error imperdonable, y de una u otra manera todos se sintieron culpables. Nadie, ninguno se había preguntado que pasó con el teléfono de Ceferino. Quién iba a pensar que permanecía allí. Y sí, la hinchazón del cuello, pero todos saben que a los cadáveres se les suele hinchar partes del cuerpo; no es extraño, no era de extrañar entonces. Pero todos se sintieron terrible.

Luego Filipo, sin decir palabra alguna, fue el primero que amagó movimiento y lo hizo soltando el cuello de su amigo, reincorporándose luego, lentamente, y los demás empezaban ya a murmurar cosas y a moverse también. Mientras algunos rescataban a la madre y a la hermana de Ceferino, otros, entre ellos Filipo, comenzaban a meter nuevamente a Ceferino en su cajón. Las personas que en el apagón habían escapado regresaron, y se unieron a la cuadrilla que trabajaba para recomponer todo.

A la madre y a la hermana del difunto no les pasó gran cosa, empero, por recomendación de la mayoría fueron llevadas a un hospital, sólo por precaución. 10 minutos después y todo se volvía a encontrar en su lugar; las flores en su jarrón, el muerto en su cajón, la gente en derredor al féretro y el vaso de agua debajo del ataúd.

Pero nadie olvidaba lo que pasó, todos, aunque se mantuviesen callados, todos sabían que el difunto, a quien todos estaban mirando, tenía un teléfono celular encendido, metido en la garganta, y sabían que en cualquier momento el aparato volvería a sonar. De ese momento, por lo memorable, podría hacerse una estampa. Y Filipo ya no abrazaba a Ceferino, se mantenía cerca del cajón, pero ya como todos los demás.

Nadie hablaba, todos miraban al muerto, pensativos. Rodrigo, que en vida fue muy amigo del difunto, pensaba en el teléfono que su amigo llevaba en el esófago. Diego Pilates se preguntaba quién era la persona que llamaba a Ceferino, y coligió al instante que se trataba incontrovertiblemente de alguien que no sabía que Ceferino había fallecido. Juana y Lucas contemplaban afligidos el cuerpo de Ceferino; Juana trataba de comprender porqué Ceferino intentó tragar su teléfono, mientras que Lucas pensaba en la maniobra Heimlich, y el lo útil que hubiese sido en ese caso particular.

En esas disquisiciones mentales se encontraban cuando otro apagón lo cegó todo. Pero en esa ocasión la gente no dijo nada, ni siquiera se movió. Todos se quedaron quietos. La oscuridad era total. El silencio continuó y Lucas, que siempre fue muy bromista, no pudo contener sus ganas y metió su mano en el bolsillo de su campera, muy lentamente; abrió la tapa de su teléfono celular y de memoria buscó el numero de Ceferino en su directorio. Lo encontró, llamó; demasiado quería saber si en verdad las luces del teléfono de Ceferino traspasaban su piel. Y Lucas ni siquiera comunicó de sus intenciones a Juana, no se lo dijo por miedo a que ella se niegue a realizar el experimento. Es por ello que rápida pero sigilosamente, aprovechando la oscuridad, llamó al teléfono del difunto, y no se arrepintió de hacerlo, pues unos instantes después escuchó muy audible la música de la bandida, y vio maravillado como de las fosas nasales del difunto salían luces verdes, amarillas, azules, rojas, e iluminaban tenuemente el recinto; Lucas también vio fascinado que la piel del cuello de Ceferino permitía se vea el juego de luces. Nadie habló, todos veían el espectáculo de luces que se producía desde dentro del difunto, era increíble, y la bandida sonaba, y el cuello y las narices y los cachetes de Ceferino brillaban. Volvieron la luces al salón velatorio y también, por supuesto, dejó de sonar el teléfono. Lucas sonrió, nadie se percató de ello.

La madre y la hermana, ya recuperadas totalmente, regresaron al salón velatorio. Se abrieron paso entre la gente y nuevamente se colocaron junto al hombre que en vida fue, a un mismo tiempo, hijo gentil y tierno hermano. Filipo, no obstante la presencia de las damas, mantuvo siempre un  sitio privilegiado junto al féretro de su amigo.

Y así transcurrió toda la noche y la madrugada; sonando de tanto en tanto la bandida, rompiendo cada cierto tiempo el silencio reinante. La gente no tardó mucho en acostumbrarse, es más, ya no sólo Lucas llamaba a Ceferino, sino también todas las personas presentes que tenían su número; nadie se aguantó, fue una vergüenza.

Filipo sabía que todos hacían sonar el teléfono del difunto sólo por diversión, por una especie de morbo, pero no tenía pruebas, todos lo hacían discretamente, sin que nadie se de cuenta. Filipo escrutaba a las demás personas y veía que tenían las manos metidas en los bolsillos, y allí adentro, adentro de los bolsillos, ya no podía saber que diablos pasaba, pero sospechaba firmemente que la gente manipulaba su teléfono con la intención de quebrantar la paz del recinto haciendo sonar el teléfono del difunto, él sospechaba eso. Filipo estaba impresionado por la cantidad de gente cínica que había en ese lugar, todos con caras serias, tristes, pero con los celulares en la mano, molestando al difunto, llenándole de llamadas perdidas, qué vergüenza, qué cinismo.

Filipo no durmió en toda la noche, se la pasó llorando, y esa mañana, muy temprano, antes de que regrese la gente, sin nadie observándolo, y de puro bueno que era, decidió extraer el teléfono de la garganta de su amigo. Intentó abrir la boca del difunto pero fue imposible, tenía durísima la mandíbula, imposible abrir. Fue entonces al patio del salón velatorio, sigilosamente para no despertar a los que dormían en el salón contiguo, en busca de algo que le permita abrir la boca del difunto.

Encontró una barra de metal y convino que era ideal para su empresa. La tomó entonces y volvió adentro. Ya junto al cadáver, sin que nadie lo vea, tomó la barra y colocó una punta entre los dos cerrados labios del difunto, y trató de meter la barra y la barra entró, la barra entró pero la boca aún no estaba abierta. Entonces comenzó a palanquear, y la boca no se abría, y palanqueaba más fuerte, arriba, abajo, por los costados, y nada, la boca no se habría. Entonces, utilizando toda su fuerza, en un ultimo intento, jaló hacia abajo con todo su cuerpo y la mandíbula cedió. Una abertura extraordinariamente grande fue la que encontró Filipo al retirar la barra de metal.

Sin perder tiempo metió su mano en la boca seca de Ceferino, y lo metió más profundo, y estiraba sus dedos, y era difícil. Sacó nuevamente la mano y metió la barra de metal, metió la barra y la punta se topó con algo duro, era el teléfono. Filipo descubrió con eso que el teléfono estaba demasiado profundo, y que sus manos no llegarían a él. Entonces intentó rescatar el teléfono con la misma barra de metal, cuidando mucho de no metérlo más. Después de muchos intentos cayó en la cuenta de la imposibilidad de quitarlo.

Filipo, resignado, vio su reloj y se asustó; era ya muy entrada la mañana, en cualquier momento se despertarían las personas y vendrían llegando otras. Quitó entonces de la boca del cadáver la barra de metal y rápidamente lo fue a colocar en su lugar. Al volver, después de unos segundos, notó que aún todos dormían, y que nadie aún había llegado. Se acercó al cajón y dimensionó por vez primera la forma en que dejó a su amigo; la boca abierta, exageradamente grande, capaz de alojar dentro un puño cerrado. Y los dientes, los dientes todos rotos, hundidos, algunos caídos, caídos sobre la negra y opaca lengua; lleno de marcas los labios, las encías todas raspadas, un desastre total.

Filipo estaba desesperado, porque intentó nuevamente cerrar la boca de Ceferino y no pudo, es decir, si pudo, pero no se quedaba, no se quedaba. Miraba en derredor suyo buscando algo que lo ayude pero no encontraba nada. Entonces, vio la corbata del muerto y decidió desanudarla, la desanudo lo más rápidamente que pudo y se la quitó. Tendió la corbata, cerró la boca al muerto y la sujetó en su lugar liando la corbata por debajo de la mandíbula y encima del cráneo. Dio para una vuelta;  entonces hizo un nudo a la misma y así nuevamente quedó cerrada la boca de Ceferino.

Quedó cerrada justo a tiempo, porque desde muy cerca ya se escuchaban pasos venir. En efecto, Lucas y Juana, que a la sazón habían pasado la noche en el cuarto contiguo, cuarto contiguo acondicionado de tal manera para esos menesteres, iban llegando. (Continuará)

jueves, 14 de julio de 2011

FELIP DOLSA I VILADEMUNT 
(Alcalá d'Henares 1811 / Tarragona 1905)

Militar que aconseguí la graduació de General de Divisió i Mariscal de Camp.  Fill del Coronel Josep Dolsa Berenguer.  De ben jove participa activament en diverses accions militars i el 1838 fou ascendit, per mèrits de guerra, al grau de Capità.  Es casà amb Francesca Dolsa i Ricart, germana del metge Tomás Dolsa. ja Comandant sol·licità d'anar a l'illa de Cuba on ocupà, de 1852 a 1861, els càrrecs de Tinent Governador polític i militar de Santiago de las Vegas, Holguín, Manzanillo i Farruco.  Posteriorment fou ascendit a Tinent Coronel i destinat a l'illa de Pinos.  De retorn a la península, el 1864, obtingué la graduació de Coronel i assumí el comandament del Regiment d'lnfanteria Extremadura.  Va ser Governador del Castell Militar de Figueres el 1877.  Com a Cap de la 2a.  Brigada de la 6a.  Divisió de l'Exèrcit del Nord prengué part en el setge de la ciutat de Bilbao contra les forces carlines i obtingué destacades condecoracions.  Arribà a ser Mariscal de Camp el 1887 i posteriorment fou nomenat Governador Militar de Biscaia i de Lleida.

TOMÁS DOLSA I RICART
(La Canonja 1819 / Barcelona 1909)
Metge alienista. Fill d'una família benestant amb considerables possessions i terres.  De ben jove s'interessà per la medicina.  Estudià al Reial Col·legi de Cirurgia de Barcelona i s'especialitzà en la terapèutica alienista.  Viatjà per Alemanya, Bèlgica, Anglaterra i França en va conèixer nous sistemes frenològics quant al tractament dels malalts mentals.  De retorn a Barcelona crea la Fundació Dolsa, institució precursora en l'estudi de mètodes relacionats amb la moderna socioteràpia.  Posteriorment crea l'Institut Frenopàtic de les Corts (1863), - encara en funcionament - el qual dirigí juntament amb el seu gendre Pau Llorach.  Va tenir tres fills, un dels quals, Lluís Dolsa i Ramon, va ser el continuador de la tasca de direcció de l'Institut.  Ideològicament fou un antiabsolutista convençut i no publicà gaires estudis tot i la demostrada solvència dels seus coneixements.  Passà els últims anys de vida retirat a les seves possessions de Cambrils de Mar.

domingo, 10 de julio de 2011

Una madre, su hijito y las pulgas.

LA MADRE VOLVÍA, ya muy tarde, ya muy cansada, a su casa, después de partirse el lomo por casi nada. Y ya se encontraba no pensando qué comer, no pensando en descansar, sino en el día siguiente, programando sus actividades, calculando sus minutos de trabajo, buscando ventajas, productividad.

Pero qué triste historia la que me propongo a contar, que vileza de la vida, que pedacito de historia tan ruin, tan despreciable. Se trata pues de una madre soltera que vive con su hijito. Ellos viven en la más ancha pobreza, aunque hubieron tiempos buenos en los que eran simplemente pobres. Las circunstancias les llevó a vivir en una casa de madera, pequeña, sin ningún tipo de lujo, sin agua ni luz, dónde la suciedad reina no por desidia, sino por naturaleza, porque en ningún otro lugar la mugre se encuentra más a gusto. La madre trabajaba desde antes que el sol salga hasta ya muy entrada la noche, y cuando lo hacia inexorablemente su hijito se quedaba en la casa, solito, sin nada que hacer. 

Llegó un día en que entró en su pocilga, porque era eso, una pocilga, y se dirigió, como siempre lo hacia, al dormitorio de su hijito, y si era dormitorio era porque simplemente él dormía allí, en ese sitio, un sitio casi sin nombre. Abrió la puerta y dijo lo siguiente: – Hola mi hijito, cómo estás... pero... qué te pasa? – Preguntó. Su hijito se encontraba sumergido en la oscuridad, llorando, temblando, con la respiración cortada por el llanto. El hijito quiso disimular, en serio, trató por lo menos de no parecer tan triste, tan angustiado, pero fue inútil, y, al percatarse de que sería imposible disimular su temblorosa voz, no le quedó más remedio que contestarle a la madre así, lloroso, con la voz lastimera –  Mi colchón mamita, es demasiado duro, hay pulgas... demasiado pobres ya somos – Y la madre, que antes de escuchar a su hijo ya se encontraba también llorando, se dirigió rápidamente a él, medio a tientas, pisando cartones y moviendo latas vacías, sin más orientación que el respirar de su hijito, y cuando sintió más fuerte el respirar del niño lo abrazó y le dijo: – Ya sé mi hijito, ya sé – y los dos permanecieron así por un rato, llorando, abrazados.

Mal calculo, mala administración, negligencia o descuido, cualquier cosa pudo haber sido, lo cierto era que la plata ya no alcanzaba para nada, y la madre lo sabía.




Pero ella se comportaba como si no se diese cuenta, como si todo fuese normal. Pensaba quizá, porque no tengo otra respuesta, que el sólo transcurrir del tiempo ya era buena señal, que simplemente con dejar pasar el tiempo todo al fin se solucionaría, que el porvenir inexorablemente debía ser mejor, algo mejor. Y el hijito, que era demasiado noble, tampoco decía nada, casi como si disfrutara el momento.

Llegó la madre una noche y como de costumbre al cuarto de su niño se dirigió. Abrió la endeble puerta de chapa, notó la oscuridad de siempre, olió el característico olor a viejo y sintió como todos los días la presencia de las pulgas, después dijo: – Hola mi hijito, cómo estás, ya vine del trabajo. –  El niño no decía nada – ¿Qué te pasa mi hijo, estás durmiendo? – No, él se encontraba lejos de estar durmiendo, él se tapaba fuertemente la cara con su sucia almohada, para que la madre no se dé cuenta de la desesperación que lo atormentaba. Andáte ya mamá, salí, no me veas así, pensaba el niño, pero la madre sospechaba algo, por lo cual, sin decir palabra buscó entre la oscuridad y entre las pulgas y entre tanta inmundicia el pequeño cuerpecito de su hijo, y al encontrarlo comprendió que estaba llorando – ¿Qué te pasa mi hijito, decíme, por qué estás así? – le preguntó mientras le quitaba la almohada de la cara y le abrazaba. – Nada mamita, estoy bien – le dijo esforzándose mucho para que no le tiemble la voz, pero fue inútil, pues antes de terminar la frase la voz se le rompió y ya sólo un descorazonado y terrible llanto lastimero brotó en la oscuridad. – Decíme mi hijito lo que te pasa, decíle a mamá – y el niño, casi gritando, con el alma partida, le dijo: – Tengo demasiada hambre mamá, así no puedo dormir – El niño estaba sufriendo, no tanto por la insoportable ganas de comer algo, cualquier cosa, sino más bien por la angustia y el dolor que le producía a su madre. Hubiera preferido que la madre entre directo a la casa, sin pasar por su dormitorio. Hubiera querido también poder disimular, hacerse el dormido, quizá fingir algún placido ronquido, pero no, fue imposible, ahora la madre sabía que su hijito se estaba muriendo de hambre, y el hijo sabía que su madre sufría más que él. La madre, que era más fuerte, que era tan fuerte, contuvo el llanto y con voz firme y natural le dijo que no se preocupe, que ella trajo carne, que en pocos minutos habría algo para comer. Eso era mentira. Le dijo que no se levante, que ella le llamaría cuando la comida esté lista.

Ella sabía que hacer, pues en el fondo comprendió que ya habían llegado al limite de pobreza. Salió de la habitación del niño, que ya no dijo más nada pero continuó sollozando, y se dirigió a la cocina, sí, en efecto, tenían cocina. Allí tomó un cuchillo y salió al patio.




Llamó al perro por su nombre, Coronel, y cuando éste le salió al paso ella, sin derramar una sola lagrima, como haciendo algo rutinario, le agarró fuertemente del hocico y le asestó varias puñaladas en el costado. El perro no era chico ni viejo, pero sí muy flaco y débil, por lo cual poca resistencia ofreció. Con sangre fría, sangre de madre, le quitó a Coronel una de sus piernas. Luego agarró el cuerpo y lo colocó debajo de una mesa, en el patio. La pierna, ya sin piel ni huesos, después de ser golpeada varias veces con una piedra, fue lavada y embadurnada con algo de sal. La cocción era cuestión de minutos.

Los minutos pasaron y la pierna, bien asada, fue a parar en un plato de aluminio e inmediatamente lo colocó en la mesa, tras lo cual llamó a su hijo. El hijo, aún lloroso, algo callado, vio la comida y se le iluminó el mundo, y fue la mirada de un niño que en su cumpleaños recibe el regalo que tanto anhelaba. Se sentó en la mesa y comió alegre, sin preguntar sí había pan, sin preguntar si había ensalada, sin preguntar por su perro, sin preguntar absolutamente nada.

Mientras el niño comía, la madre salió al patio, metió el cuerpo del perro en una bolsa y lo dejó nuevamente debajo de la mesa. Pensó que sería fácil arrojar al perro en el fondo del pozo, pozo que se hallaba en el patio, pero después de analizarlo mejor, decidió que no, pues, como el pozo ya no contenía agua, de seguro que el olor a podrido a los pocos días se sentiría. Esa madrugada, cuando su hijito durmiera, lo iba a enterrar, después de todo, Coronel merecía el tributo.

Llegó un día, el día, ¡que día ese!, en que la madre regresó del trabajo, regresó a sabiendas de que su hijito no había comido nada durante todo el día. Pero ella bloqueó ese aspecto de su mente, y sin pasar por la habitación de su hijito entró directamente a la casa. Ella era demasiado fuerte, tan fuerte que se obligó a no pensar en el sufrimiento que en esos momentos su hijito estaría pasando. Evitó todos esos pensamientos y trató de dormir, mintiéndose a sí misma. Pero el sueño nunca llegó, lo que llegó fue la necesidad de ver a su hijito, sin importar las consecuencias. Se dirigió a la habitación de él, entró en ella y sintió silencio, cosa rara, pero algo contenta se puso, pues asumió que éste se encontraba dormido. Volvió a salir y ya menos triste al fin pudo dormir, pues el que duerme no sufre, y su hijito estaba durmiendo.

Al día siguiente, muy temprano, cuando apenas el sol remontaba, ella se disponía nuevamente ir al trabajo. Antes de salir decidió ver como su niñito dormía. Entró en su habitación y no lo encontró, lo llamó quedamente pero nada. Cuando se disponía a hacer algo desesperado, vio, en la mesita que se encontraba cerca del mugroso colchón, un papel. Agarró el papel y notó que las letras de su hijito se encontraban en él, formando las siguientes palabras: “Mamá, soy muy feliz, el niño más feliz del mundo. Hoy, cuando vos estabas trabajando, vino en casa un matrimonio. Ellos son extranjeros de mucho dinero, gente muy buena, me dijeron que querían adoptarme, porque ellos no podían tener hijos, y querían uno para poderle querer y darle cosas, y comprarle cosas y quererle. Yo mamita me fui con ellos a Suiza, pero voy a volver, no sé cuando, pero voy a volver, para ayudarte en los gastos. No te preocupes por mí, soy muy feliz, demasiado feliz. Siempre, todos los días voy a acordarme de vos, y te prometo que voy a volver para hacerte feliz y ayudarte en los gastos” La madre lloraba, lloraba de alegría, ella no pensaba en lo poco creíble que era la nota, ella se convencía a sí misma que era cierto lo que su hijito decía. Se forzaba a creer que su hijo estaba ahora con personas que lo querían y que le daban de todo. Ella era demasiado fuerte, tanto que ni siquiera pensaba en cómo se fue su hijo, sin ropas ni documentos a otro país. Ella no pensaba en esas cosas. Y al final, cuando del pozo del fondo de su casa, algunos días después, empezó a emanar un olor a podrido, que conforme pasaban los días se acentuaba más y más, ella sólo pensaba en lo feliz que era su hijito, en lo contento que se encontraba, en el mucho cariño que esa pareja de suizos le daban. No, ella ni siquiera notaba el olor que despedía el pozo. Ella bloqueaba su mente cada vez que el espantoso olor le penetraba las narices. Ella era fuerte, ella era madre.

04/08/06 04:05 a.m.