Monje Imperial

(Es probable que existan errores de tiempo, número y persona)

viernes, 26 de agosto de 2011

Con La Bandida En La Garganta



Hombre muere atragantado con su teléfono celular.

Paraguay, Fernando de la Mora. Todo el barrio Estanzuela se conmovió con la noticia. Según informes de la policía local, un ciudadano de nombre Ceferino Duarte, paraguayo, soltero, de 28 años de edad, intentó tragar su propio teléfono celular; y no pudo, y cayó entonces inconsciente al suelo, quedando atascado el aparato en su esófago.

Según la hermana del occiso, que a la sazón se encontraba con él en el momento del atragantamiento, Ceferino se encontraba bien, tranquilo, tomando tereré y contándole cosas; hasta que de repente sonó el teléfono y él, en vez de atender, se metió el aparato en la boca, y lo empujó con sus dos manos, y el teléfono seguía sonando, pero ya estaba en la garganta de su hermano; le salía el tono desde adentro.

Ceferino, sin poder respirar, y ya con la cara bermellón, se desplomó en ese mismo sitio, inconsciente. La hermana trató de ayudarlo, pero sus esfuerzos fueron en vano; su hermano estaba muerto. La policía no pudo con certeza, hasta el momento, determinar cuál fue el motivo por el cual el difunto reaccionó de esa manera; los familiares se llamaron al silencio.

Se lo veló en el Salón Velatorio de la Funeraria Santa Clara. Un ataúd de Lapacho (pesadísimo) guardaba los restos mortales del occiso; el occiso estaba con frac, cajón abierto, garganta hinchada, lívida garganta hinchada que nadie notó.

La sala que lo velaba se encontraba repleta de parientes, amigos, compañeros de trabajo, de facultad, de colegio, de la escuela y gente que venía con otra gente. Pero en su derredor inmediato, los que formaban un circulo alrededor de la tumba del joven sólo eran 7 personas; su madre, su hermana, Rodrigo su gran amigo, Diego Pilates compañero de trabajo; estaba también Juana y Lucas, que eran muy cercanos a él. Pero el que abrazaba a Ceferino, el que lloraba a mares, a corazón partido, el que se encontraba tirado encima del difunto, el que prácticamente ya entraba en el ataúd, el que ya se metía en su frac, era Filipo Mesa.

La madre era una señora con mucho cuerpo, de grandes y gruesos flecos de carne colgantes; negra como el asfalto, arrugada, marchita, con ojos amarillo Kodak, ojos saturados con millones de ramificaciones de arterias sanguinolentas, palpitantes, que juntas enrojecen al amarillo original.

La hermana, una señorita muy frágil, escuálida, de color carpincho, respingona, débil, arruinada, a la que nunca se le conoció hombre; inconsolable yacía junto al cadáver de su hermano, abrazada a la madre, enterrada en sus ropas.

Rodrigo, amigo de años de Ceferino, era un hombre marrón de barbas blancas, alto, elegante; estaba con su mejor traje, y se encontraba impertérrito, tieso como una estatua, con los brazos cruzados, observando al difunto.

Diego Pilates demostraba su gran pesar por la perdida de Ceferino, quien en vida era su compañero de trabajo en la fabrica de pegamentos. Quien diga que su amistad no era lo bastante sólida  como para trascender el ámbito laboral estaría muy errado, porque ciertamente los dos no sólo se llevaban muy bien en el trabajo, sino principalmente fuera de él, en donde ambos participaban en actividades varias.

El ambiente era tristísimo, solo se oían sollozos, coro de sollozos entonces. Pero no, ese terrible concierto de sollozos, de gimoteos, de lloriqueos, de suspiros que rasgaban el silencio general, fue interrumpido radicalmente merced al sonido de un teléfono celular. Que mal chiste. El teléfono celular de alguien estaba sonando. Que falta de respeto, que desfachatez, que falta de ubicuidad. Los circunstantes se miraban unos a otros, todos eran sospechosos. En ese momento hubo mucho movimiento, pues varias de las personas que allí estaban comenzaron a chequear sus propios teléfonos, verificando si no eran ellos mismos los responsables de aquel bochorno. Y verdaderamente era un bochorno, porque ya pasaba el tiempo y el teléfono seguía sonando, y el bag ton que se oía era “Me enamoré de una Bandida”, de los Cahiporros.

Todos estaban indignados, pero después de unos instantes la música cesó. Volvieron los sollozos, los suspiros; Filipo, que había quitado la cabeza del ataúd sólo para ver quién era el responsable de ese ultraje, volvió a mirar a su amigo muerto y nuevamente lo abrazó, llorando amargamente.

Transcurrieron unos minutos y nuevamente el silencio rasgado por suspiros se quebró. Pero esta vez no fue una bandida la responsable, fue el sonido de un mensaje de texto. Pero el sonido fue lo suficientemente largo y melódico como para que los presentes vuelvan a indignarse, otra vez.

Filipo, con la cara iracunda, secándose las lagrimas, soltando momentáneamente el cuerpo de su queridísimo amigo muerto, dirigiéndose a todos en general, enérgicamente solicitó al dueño del teléfono en cuestión que salga, que tenga un poco más de respeto por Ceferino, o que por lo menos ponga en librador su teléfono. Todos los circunstantes estuvieron de acuerdo con la solicitud e inmediatamente después todo volvió a ser lo mismo.

Pasaron unos minutos brutales, duros, tristísimos, mar de lagrimas entonces, y cuando el dolor ya no podía ser mayor, como un cruel y estruendoso relámpago volvió a sonar el tema de la bandida. Filipo violentamente se puso de pie, con una mirada asesina; y al hacerlo, por el exceso de energía, movió e hizo temblar el cajón (de pesadísimo Lapacho) donde estaba el cadáver de su amigo muerto, y Filipo, y Rodrigo, y la hermana, y la madre, y Diego Pilates, Juana y Lucas, todos, al mismo tiempo, intentaron impedir que caiga el cajón, y el cajón seguía tambaleando cuando de repente se apagaron las luces, y luego, ya con una oscuridad brutal, se escuchó al pesadísimo ataúd de Lapacho caer al suelo, produciendo un estruendoso y mortal sonido seco.

Gritos de dolor, de socorro, gritos desesperados, de muerte fueron los que se escucharon en ese salón velatorio aquella noche. Pregunto: ¿Podría acaso existir algo peor que eso? Respondo: Depende, mirá que todavía no termino de contar.

La gente comenzaba a evacuar el sitio de manera desordenada, con espanto, chocándose los unos con los otros, muertos de miedo, de pánico, creyendo que en cualquier momento se tropezarían con el frío cadáver de Ceferino. Pero los que aguantaron la situación y se mantuvieron y trataron de ayudar, de volver a restaurar todo, los que no le tenían miedo al difunto; fueron su madre, su hermana, Rodrigo, Diego Pilates, Juana y Lucas; y el atribulado Filipo, que a la sazón se encontraba en cuclillas, tratando de saber qué fue del cuerpo de su amigo.

La oscuridad era brutal. No se sabía si era un apagón general o sólo interno. Y todo se complicó porque el pesado cajón cayó (había sido) encima de la madre y la hermana, que estaban vivas pero atrapadas muy seriamente, y Filipo, a gachas, tanteando el suelo a ciegas, palpando los cuerpos; el de Ceferino, el de su madre y el de su hermana, y no pudiendo determinar con certeza si lo que tocaba era a su amigo, a la madre o a la hermana, alzó entonces la voz y gritó con todas sus fuerzas, desgañitándose; ¡Guarden silencio! ¡Que todos se queden en sus lugares!.

Inmediatamente después cesaron los gritos, la gente se tranquilizó, hubo un instante de puro silencio, silencio mortal, y luego, como un macabro chiste, volvió a sonar la bandida, al tiempo que Filipo, enérgicamente, gritaba: ¡Allí, allí está el teléfono, veo sus luces, titila en verde, ahora en amarillo; agarren al hijo de puta, que no se escape, no pierdan de vista las luces, son las luces de la bandida, agarren al bandido!

Todo se volvió a mover violentamente; los gritos y los empujones crearon un caos total, y por lo bajo se escuchaba el tema de la bandida. Filipo, a duras penas, tropezando con cosas, zanjando dificultades, tratando de pararse, se dirigía a la luz, a la luz, ese era su objetivo, pescar al responsable de todo ese caos, matarlo si es posible. Y cuando tuvo la oportunidad de saltar a la luz, saltó a la luz; extendió todo su largo cuerpo en el aire, y los brazos también, todo con tal de no perder a la luz. Y milagrosamente, en el momento en que las manos en forma de tenazas de Filipo se aferraban a algo, todo volvió a iluminarse. Volvió la luz. Todo se hizo claro, y lo que clareció era una escena indescriptible, medio dantesca.

Coronas de flores destrozadas, sillas caídas, rosas amarillas esparcidas por todo el lugar, gente llorando, el cajón de lapacho a un lado, aplastando a la madre y a la hermana de Ceferino, y a dos metros, desparramado en el suelo, yacía tieso el difunto, con  el frac todo arrugado; Filipo, también desparramado en el suelo, sujetaba del cuello a quien en vida fue Ceferino Duarte. Todos quedaron con la boca abierta de espanto, mientras escuchaban salir del mismísimo Ceferino la canción de la bandida.

No le habían extraído el cuerpo extraño que bloqueó su esófago. A no olvidar que el motivo de la muerte de Ceferino fue atragantamiento con celular; fue un error imperdonable, y de una u otra manera todos se sintieron culpables. Nadie, ninguno se había preguntado que pasó con el teléfono de Ceferino. Quién iba a pensar que permanecía allí. Y sí, la hinchazón del cuello, pero todos saben que a los cadáveres se les suele hinchar partes del cuerpo; no es extraño, no era de extrañar entonces. Pero todos se sintieron terrible.

Luego Filipo, sin decir palabra alguna, fue el primero que amagó movimiento y lo hizo soltando el cuello de su amigo, reincorporándose luego, lentamente, y los demás empezaban ya a murmurar cosas y a moverse también. Mientras algunos rescataban a la madre y a la hermana de Ceferino, otros, entre ellos Filipo, comenzaban a meter nuevamente a Ceferino en su cajón. Las personas que en el apagón habían escapado regresaron, y se unieron a la cuadrilla que trabajaba para recomponer todo.

A la madre y a la hermana del difunto no les pasó gran cosa, empero, por recomendación de la mayoría fueron llevadas a un hospital, sólo por precaución. 10 minutos después y todo se volvía a encontrar en su lugar; las flores en su jarrón, el muerto en su cajón, la gente en derredor al féretro y el vaso de agua debajo del ataúd.

Pero nadie olvidaba lo que pasó, todos, aunque se mantuviesen callados, todos sabían que el difunto, a quien todos estaban mirando, tenía un teléfono celular encendido, metido en la garganta, y sabían que en cualquier momento el aparato volvería a sonar. De ese momento, por lo memorable, podría hacerse una estampa. Y Filipo ya no abrazaba a Ceferino, se mantenía cerca del cajón, pero ya como todos los demás.

Nadie hablaba, todos miraban al muerto, pensativos. Rodrigo, que en vida fue muy amigo del difunto, pensaba en el teléfono que su amigo llevaba en el esófago. Diego Pilates se preguntaba quién era la persona que llamaba a Ceferino, y coligió al instante que se trataba incontrovertiblemente de alguien que no sabía que Ceferino había fallecido. Juana y Lucas contemplaban afligidos el cuerpo de Ceferino; Juana trataba de comprender porqué Ceferino intentó tragar su teléfono, mientras que Lucas pensaba en la maniobra Heimlich, y el lo útil que hubiese sido en ese caso particular.

En esas disquisiciones mentales se encontraban cuando otro apagón lo cegó todo. Pero en esa ocasión la gente no dijo nada, ni siquiera se movió. Todos se quedaron quietos. La oscuridad era total. El silencio continuó y Lucas, que siempre fue muy bromista, no pudo contener sus ganas y metió su mano en el bolsillo de su campera, muy lentamente; abrió la tapa de su teléfono celular y de memoria buscó el numero de Ceferino en su directorio. Lo encontró, llamó; demasiado quería saber si en verdad las luces del teléfono de Ceferino traspasaban su piel. Y Lucas ni siquiera comunicó de sus intenciones a Juana, no se lo dijo por miedo a que ella se niegue a realizar el experimento. Es por ello que rápida pero sigilosamente, aprovechando la oscuridad, llamó al teléfono del difunto, y no se arrepintió de hacerlo, pues unos instantes después escuchó muy audible la música de la bandida, y vio maravillado como de las fosas nasales del difunto salían luces verdes, amarillas, azules, rojas, e iluminaban tenuemente el recinto; Lucas también vio fascinado que la piel del cuello de Ceferino permitía se vea el juego de luces. Nadie habló, todos veían el espectáculo de luces que se producía desde dentro del difunto, era increíble, y la bandida sonaba, y el cuello y las narices y los cachetes de Ceferino brillaban. Volvieron la luces al salón velatorio y también, por supuesto, dejó de sonar el teléfono. Lucas sonrió, nadie se percató de ello.

La madre y la hermana, ya recuperadas totalmente, regresaron al salón velatorio. Se abrieron paso entre la gente y nuevamente se colocaron junto al hombre que en vida fue, a un mismo tiempo, hijo gentil y tierno hermano. Filipo, no obstante la presencia de las damas, mantuvo siempre un  sitio privilegiado junto al féretro de su amigo.

Y así transcurrió toda la noche y la madrugada; sonando de tanto en tanto la bandida, rompiendo cada cierto tiempo el silencio reinante. La gente no tardó mucho en acostumbrarse, es más, ya no sólo Lucas llamaba a Ceferino, sino también todas las personas presentes que tenían su número; nadie se aguantó, fue una vergüenza.

Filipo sabía que todos hacían sonar el teléfono del difunto sólo por diversión, por una especie de morbo, pero no tenía pruebas, todos lo hacían discretamente, sin que nadie se de cuenta. Filipo escrutaba a las demás personas y veía que tenían las manos metidas en los bolsillos, y allí adentro, adentro de los bolsillos, ya no podía saber que diablos pasaba, pero sospechaba firmemente que la gente manipulaba su teléfono con la intención de quebrantar la paz del recinto haciendo sonar el teléfono del difunto, él sospechaba eso. Filipo estaba impresionado por la cantidad de gente cínica que había en ese lugar, todos con caras serias, tristes, pero con los celulares en la mano, molestando al difunto, llenándole de llamadas perdidas, qué vergüenza, qué cinismo.

Filipo no durmió en toda la noche, se la pasó llorando, y esa mañana, muy temprano, antes de que regrese la gente, sin nadie observándolo, y de puro bueno que era, decidió extraer el teléfono de la garganta de su amigo. Intentó abrir la boca del difunto pero fue imposible, tenía durísima la mandíbula, imposible abrir. Fue entonces al patio del salón velatorio, sigilosamente para no despertar a los que dormían en el salón contiguo, en busca de algo que le permita abrir la boca del difunto.

Encontró una barra de metal y convino que era ideal para su empresa. La tomó entonces y volvió adentro. Ya junto al cadáver, sin que nadie lo vea, tomó la barra y colocó una punta entre los dos cerrados labios del difunto, y trató de meter la barra y la barra entró, la barra entró pero la boca aún no estaba abierta. Entonces comenzó a palanquear, y la boca no se abría, y palanqueaba más fuerte, arriba, abajo, por los costados, y nada, la boca no se habría. Entonces, utilizando toda su fuerza, en un ultimo intento, jaló hacia abajo con todo su cuerpo y la mandíbula cedió. Una abertura extraordinariamente grande fue la que encontró Filipo al retirar la barra de metal.

Sin perder tiempo metió su mano en la boca seca de Ceferino, y lo metió más profundo, y estiraba sus dedos, y era difícil. Sacó nuevamente la mano y metió la barra de metal, metió la barra y la punta se topó con algo duro, era el teléfono. Filipo descubrió con eso que el teléfono estaba demasiado profundo, y que sus manos no llegarían a él. Entonces intentó rescatar el teléfono con la misma barra de metal, cuidando mucho de no metérlo más. Después de muchos intentos cayó en la cuenta de la imposibilidad de quitarlo.

Filipo, resignado, vio su reloj y se asustó; era ya muy entrada la mañana, en cualquier momento se despertarían las personas y vendrían llegando otras. Quitó entonces de la boca del cadáver la barra de metal y rápidamente lo fue a colocar en su lugar. Al volver, después de unos segundos, notó que aún todos dormían, y que nadie aún había llegado. Se acercó al cajón y dimensionó por vez primera la forma en que dejó a su amigo; la boca abierta, exageradamente grande, capaz de alojar dentro un puño cerrado. Y los dientes, los dientes todos rotos, hundidos, algunos caídos, caídos sobre la negra y opaca lengua; lleno de marcas los labios, las encías todas raspadas, un desastre total.

Filipo estaba desesperado, porque intentó nuevamente cerrar la boca de Ceferino y no pudo, es decir, si pudo, pero no se quedaba, no se quedaba. Miraba en derredor suyo buscando algo que lo ayude pero no encontraba nada. Entonces, vio la corbata del muerto y decidió desanudarla, la desanudo lo más rápidamente que pudo y se la quitó. Tendió la corbata, cerró la boca al muerto y la sujetó en su lugar liando la corbata por debajo de la mandíbula y encima del cráneo. Dio para una vuelta;  entonces hizo un nudo a la misma y así nuevamente quedó cerrada la boca de Ceferino.

Quedó cerrada justo a tiempo, porque desde muy cerca ya se escuchaban pasos venir. En efecto, Lucas y Juana, que a la sazón habían pasado la noche en el cuarto contiguo, cuarto contiguo acondicionado de tal manera para esos menesteres, iban llegando. (Continuará)

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