LA MADRE VOLVÍA, ya muy tarde, ya muy cansada, a su casa, después de partirse el lomo por casi nada. Y ya se encontraba no pensando qué comer, no pensando en descansar, sino en el día siguiente, programando sus actividades, calculando sus minutos de trabajo, buscando ventajas, productividad.
Pero qué triste historia la que me propongo a contar, que vileza de la vida, que pedacito de historia tan ruin, tan despreciable. Se trata pues de una madre soltera que vive con su hijito. Ellos viven en la más ancha pobreza, aunque hubieron tiempos buenos en los que eran simplemente pobres. Las circunstancias les llevó a vivir en una casa de madera, pequeña, sin ningún tipo de lujo, sin agua ni luz, dónde la suciedad reina no por desidia, sino por naturaleza, porque en ningún otro lugar la mugre se encuentra más a gusto. La madre trabajaba desde antes que el sol salga hasta ya muy entrada la noche, y cuando lo hacia inexorablemente su hijito se quedaba en la casa, solito, sin nada que hacer.
Llegó un día en que entró en su pocilga, porque era eso, una pocilga, y se dirigió, como siempre lo hacia, al dormitorio de su hijito, y si era dormitorio era porque simplemente él dormía allí, en ese sitio, un sitio casi sin nombre. Abrió la puerta y dijo lo siguiente: – Hola mi hijito, cómo estás... pero... qué te pasa? – Preguntó. Su hijito se encontraba sumergido en la oscuridad, llorando, temblando, con la respiración cortada por el llanto. El hijito quiso disimular, en serio, trató por lo menos de no parecer tan triste, tan angustiado, pero fue inútil, y, al percatarse de que sería imposible disimular su temblorosa voz, no le quedó más remedio que contestarle a la madre así, lloroso, con la voz lastimera – Mi colchón mamita, es demasiado duro, hay pulgas... demasiado pobres ya somos – Y la madre, que antes de escuchar a su hijo ya se encontraba también llorando, se dirigió rápidamente a él, medio a tientas, pisando cartones y moviendo latas vacías, sin más orientación que el respirar de su hijito, y cuando sintió más fuerte el respirar del niño lo abrazó y le dijo: – Ya sé mi hijito, ya sé – y los dos permanecieron así por un rato, llorando, abrazados.
Mal calculo, mala administración, negligencia o descuido, cualquier cosa pudo haber sido, lo cierto era que la plata ya no alcanzaba para nada, y la madre lo sabía.
Pero ella se comportaba como si no se diese cuenta, como si todo fuese normal. Pensaba quizá, porque no tengo otra respuesta, que el sólo transcurrir del tiempo ya era buena señal, que simplemente con dejar pasar el tiempo todo al fin se solucionaría, que el porvenir inexorablemente debía ser mejor, algo mejor. Y el hijito, que era demasiado noble, tampoco decía nada, casi como si disfrutara el momento.
Llegó la madre una noche y como de costumbre al cuarto de su niño se dirigió. Abrió la endeble puerta de chapa, notó la oscuridad de siempre, olió el característico olor a viejo y sintió como todos los días la presencia de las pulgas, después dijo: – Hola mi hijito, cómo estás, ya vine del trabajo. – El niño no decía nada – ¿Qué te pasa mi hijo, estás durmiendo? – No, él se encontraba lejos de estar durmiendo, él se tapaba fuertemente la cara con su sucia almohada, para que la madre no se dé cuenta de la desesperación que lo atormentaba. Andáte ya mamá, salí, no me veas así, pensaba el niño, pero la madre sospechaba algo, por lo cual, sin decir palabra buscó entre la oscuridad y entre las pulgas y entre tanta inmundicia el pequeño cuerpecito de su hijo, y al encontrarlo comprendió que estaba llorando – ¿Qué te pasa mi hijito, decíme, por qué estás así? – le preguntó mientras le quitaba la almohada de la cara y le abrazaba. – Nada mamita, estoy bien – le dijo esforzándose mucho para que no le tiemble la voz, pero fue inútil, pues antes de terminar la frase la voz se le rompió y ya sólo un descorazonado y terrible llanto lastimero brotó en la oscuridad. – Decíme mi hijito lo que te pasa, decíle a mamá – y el niño, casi gritando, con el alma partida, le dijo: – Tengo demasiada hambre mamá, así no puedo dormir – El niño estaba sufriendo, no tanto por la insoportable ganas de comer algo, cualquier cosa, sino más bien por la angustia y el dolor que le producía a su madre. Hubiera preferido que la madre entre directo a la casa, sin pasar por su dormitorio. Hubiera querido también poder disimular, hacerse el dormido, quizá fingir algún placido ronquido, pero no, fue imposible, ahora la madre sabía que su hijito se estaba muriendo de hambre, y el hijo sabía que su madre sufría más que él. La madre, que era más fuerte, que era tan fuerte, contuvo el llanto y con voz firme y natural le dijo que no se preocupe, que ella trajo carne, que en pocos minutos habría algo para comer. Eso era mentira. Le dijo que no se levante, que ella le llamaría cuando la comida esté lista.
Ella sabía que hacer, pues en el fondo comprendió que ya habían llegado al limite de pobreza. Salió de la habitación del niño, que ya no dijo más nada pero continuó sollozando, y se dirigió a la cocina, sí, en efecto, tenían cocina. Allí tomó un cuchillo y salió al patio.
Llamó al perro por su nombre, Coronel, y cuando éste le salió al paso ella, sin derramar una sola lagrima, como haciendo algo rutinario, le agarró fuertemente del hocico y le asestó varias puñaladas en el costado. El perro no era chico ni viejo, pero sí muy flaco y débil, por lo cual poca resistencia ofreció. Con sangre fría, sangre de madre, le quitó a Coronel una de sus piernas. Luego agarró el cuerpo y lo colocó debajo de una mesa, en el patio. La pierna, ya sin piel ni huesos, después de ser golpeada varias veces con una piedra, fue lavada y embadurnada con algo de sal. La cocción era cuestión de minutos.
Los minutos pasaron y la pierna, bien asada, fue a parar en un plato de aluminio e inmediatamente lo colocó en la mesa, tras lo cual llamó a su hijo. El hijo, aún lloroso, algo callado, vio la comida y se le iluminó el mundo, y fue la mirada de un niño que en su cumpleaños recibe el regalo que tanto anhelaba. Se sentó en la mesa y comió alegre, sin preguntar sí había pan, sin preguntar si había ensalada, sin preguntar por su perro, sin preguntar absolutamente nada.
Mientras el niño comía, la madre salió al patio, metió el cuerpo del perro en una bolsa y lo dejó nuevamente debajo de la mesa. Pensó que sería fácil arrojar al perro en el fondo del pozo, pozo que se hallaba en el patio, pero después de analizarlo mejor, decidió que no, pues, como el pozo ya no contenía agua, de seguro que el olor a podrido a los pocos días se sentiría. Esa madrugada, cuando su hijito durmiera, lo iba a enterrar, después de todo, Coronel merecía el tributo.
Llegó un día, el día, ¡que día ese!, en que la madre regresó del trabajo, regresó a sabiendas de que su hijito no había comido nada durante todo el día. Pero ella bloqueó ese aspecto de su mente, y sin pasar por la habitación de su hijito entró directamente a la casa. Ella era demasiado fuerte, tan fuerte que se obligó a no pensar en el sufrimiento que en esos momentos su hijito estaría pasando. Evitó todos esos pensamientos y trató de dormir, mintiéndose a sí misma. Pero el sueño nunca llegó, lo que llegó fue la necesidad de ver a su hijito, sin importar las consecuencias. Se dirigió a la habitación de él, entró en ella y sintió silencio, cosa rara, pero algo contenta se puso, pues asumió que éste se encontraba dormido. Volvió a salir y ya menos triste al fin pudo dormir, pues el que duerme no sufre, y su hijito estaba durmiendo.
Al día siguiente, muy temprano, cuando apenas el sol remontaba, ella se disponía nuevamente ir al trabajo. Antes de salir decidió ver como su niñito dormía. Entró en su habitación y no lo encontró, lo llamó quedamente pero nada. Cuando se disponía a hacer algo desesperado, vio, en la mesita que se encontraba cerca del mugroso colchón, un papel. Agarró el papel y notó que las letras de su hijito se encontraban en él, formando las siguientes palabras: “Mamá, soy muy feliz, el niño más feliz del mundo. Hoy, cuando vos estabas trabajando, vino en casa un matrimonio. Ellos son extranjeros de mucho dinero, gente muy buena, me dijeron que querían adoptarme, porque ellos no podían tener hijos, y querían uno para poderle querer y darle cosas, y comprarle cosas y quererle. Yo mamita me fui con ellos a Suiza, pero voy a volver, no sé cuando, pero voy a volver, para ayudarte en los gastos. No te preocupes por mí, soy muy feliz, demasiado feliz. Siempre, todos los días voy a acordarme de vos, y te prometo que voy a volver para hacerte feliz y ayudarte en los gastos” La madre lloraba, lloraba de alegría, ella no pensaba en lo poco creíble que era la nota, ella se convencía a sí misma que era cierto lo que su hijito decía. Se forzaba a creer que su hijo estaba ahora con personas que lo querían y que le daban de todo. Ella era demasiado fuerte, tanto que ni siquiera pensaba en cómo se fue su hijo, sin ropas ni documentos a otro país. Ella no pensaba en esas cosas. Y al final, cuando del pozo del fondo de su casa, algunos días después, empezó a emanar un olor a podrido, que conforme pasaban los días se acentuaba más y más, ella sólo pensaba en lo feliz que era su hijito, en lo contento que se encontraba, en el mucho cariño que esa pareja de suizos le daban. No, ella ni siquiera notaba el olor que despedía el pozo. Ella bloqueaba su mente cada vez que el espantoso olor le penetraba las narices. Ella era fuerte, ella era madre.
04/08/06 04:05 a.m.
No hay comentarios:
Publicar un comentario