“¡Dame libertad!, ¡Dame libertad!” fue todo lo que dijo al despertar, dame libertad. Pero que extraña conducta la del Doctor, dijo el Filosofo Cat, que rareza de expresión proyecta, comentó el Ateo Sposa, y porqué tan aturdido despertó, a su vez fue el cuestionamiento que indicó la única mujer que allí estaba presente; Doña Aurita. Aquí, justo aquí, a lado mío ella se encuentra. Me mira y no puede disimular; está nerviosa. No me dice nada pero yo sé, que si ella tiene la posibilidad de relatar la historia, ella lo haría. Sigue nerviosa y yo sé que teme mucho yo omita algunos detalles, o que tergiverse algo, o simplemente no sepa interpretar los actos de los protagonistas. Pero yo le digo y no dejo de repetírselo que se relaje, que se tranquilice, pues yo me veo apto para relatar los hechos tal y como sucedieron.
Cat, Sposa y Doña Aurita estaban estupefactos, no sabían bien que decir, o que hacer, todo lo practicaron pero en ese momento, cuando por fin el Doctor despertó, estaban simplemente... confundidos. Esa confusión quizá, porqué no decirlo, fue a consecuencia del insólito despertar del Doctor, pues todos esperaban... qué se yo, que se despierte y empiece a realizar preguntas, preguntas para ubicarse... pero no, se despertó y dijo agarrando de los brazos a Cat: ¡Dame libertad!.
Usted Doña Aurita me supera. Es imposible soportar esos gestos, esas muecas. Usted desconfía de mi talento y no sabe como decírmelo, y por ello prefiere desconcentrarme con esa actitud, actitud que no está a su nivel, no, usted no debe rebajarse haciendo esas cosas, acudiendo a esas artimañas, usted tiene que soportar mi relato, pues yo fui electo para hacerlo.. y no usted. O se pone sería o se va. Esa es la coyuntura.
El despertar del Doctor se produjo en la casa del filosofo Cat, en su propia habitación, habitación que tantas veces lo vio a él soñando, lo vio insomne, nervioso y también cavilante; estados que mantenía el filosofo y que tenían como única mecha la posibilidad de una entrevista, anheladísima entrevista con el Doctor. Acaso fue el día más excitante para este poco excitable filosofo, pues emulaba los ojos de un niño feliz. Es cierto que estaba feliz, pero también es cierto que la confusión dominaba su accionar, pues lo que tenía que decirle al Doctor, cuando éste se despertase, no se lo dijo, se limito a sonreír y a mirar con esos ojos de niño feliz a sus compañeros presentes.
Si lo que digo no es fiel a los acontecimientos en cuestión, le agradecería me lo dijera, ¡Pero hablando!, no suspirando como lo esta haciendo ahora, no balbuceando, no suspirando... ¡Hay!, tengo ganas de ahorcarla con el cable de este mouse. Pero el tonto soy yo. Ahora comprendo que estoy siendo incoherente. No debo pelearme con usted. Tengo que mostrarme comprensivo y tolerante. Así que... venga, si, si, usted, venga y siéntese, le cedo mi lugar, escriba todo lo que quiera, yo le doy esa oportunidad. Ahora salgo un momentito, voy a fumar un cigarrillo. A mi regreso veremos que tan bien sabe escribir. Hasta luego Doña.
Había una vez..., no, no. Hubo una vez..., no, tampoco. En un pueblo, hace mucho tiempo... no, hace poco tiempo, no. ¡Diantre!, esto de narrar cosas es más complicado de lo que parece. Pero... bueno, supongo que la gente sabrá comprender mis faltas de gerundio, de tiempo y también de persona. Pero ese muchachito sí que es prepotente, es prepotente y no supo entenderme, yo no quería escribir, no, no, ¡Claro que no! Lo único que pretendía de su parte era que vaya más rápido, no al grano como se dice, sino que sea más concreto, más preciso, y no tan ambiguo y desordenado. Esotérica y espiritista, eso soy, no una escritora. Pero..., pero, sí, escucho pasos, seguro que es el muchachito escritor, ya fumó todo y, bueno, me imagino que se habrá dado cuenta de sus defectos como escritor. ¡Señor Sposa!, ¡Pero qué sorpresa!; yo pensé que era el muchachito escritor, pero pase, pase, adelante, venga, siéntese, escriba, tiene que escribir, pues nuestro escritor está fumando afuera y me cedió su puesto, y, usted comprenderá, yo no soy muy ducha en esto de las escrituras, usted tiene que continuar Sposa, hágalo, pruebe, pruebe suerte haber que sale.
No, no, señora, por favor, usted me está comprometiendo, para eso está el escritor, es él y nadie más que él el responsable de escribir los acontecimientos, yo, usted, nosotros no somos más que los protagonistas, y eso nos coarta la posibilidad de escribir objetivamente, pues de seguro seremos, de alguna forma, parcialistas, y bueno, el resultante de ese error sería una historia distorsionada. Afuera estaba el escritor, yo lo vi y parecía muy nervioso, ni siquiera me vio, estaba fumando desenfrenadamente y se lo veía bastante nervioso y furioso. Le voy a llamar para que nos explique porqué... allí viene. ¡Cat!; ¡Mi queridísimo primo y caro amigo!, yo pensé, pensamos mejor dicho, aquí con la señora Aurita, que vos eras el escritor, pero, de seguro, ya te topaste con él afuera. No, no, no, momentito señor filosofo, primero siéntese aquí.
Gracias, ¡Qué cómodo!, yo solo quería preguntarles la razón de que nuestro escritor esté allí afuera como loco. Cuando me vio se puso a llorar como un bebé y me dijo que así no se podía trabajar, que él era un profesional de las letras pero la presión ya era demasiada. Al final me dijo que o le creamos espacios de libertad o él simplemente se retira del proyecto. Yo le dije que por favor no se apure, que sea mesurado en sus actos, y que me deje hablar con ustedes, y que juntos les daríamos ese espacio de libertad que tanta falta le hace. Sí, sí, por favor, adelante joven, pase usted. Estuvimos hablando y sí, en efecto, usted tiene la razón, para los artistas es imposible crear arte sin espacios de libertad. Nos comprometemos a no hablar, ni siquiera notará nuestra presencia, solo permítanos quedarnos aquí, calladitos, seremos fantasmas sin boca. Aquí joven, siéntese, éste es su trono, usted es el Rey, nosotros; simples plebeyos. ¡Adelante! Y que el arte fluya.
Ja, ja, ja, bueno, no era para tanto señor Cat, pero... ahora que lo pienso, que disparate, me estoy imaginando a mí mismo vestido de Rey, con la corona y todo, sentado frente a una computadora, escribiendo, en presencia de mis esclavos... no, no, no quise decir esclavos, plebeyos, sí, mis plebeyos. Ja, ja, ja, que interesante. En fin, cambiemos de tema, vamos a lo que nos interesa; entre los tres me relataron, paso a paso, esa tan increíble como maravillosa historia. Yo, a medida que escuchaba sus relatos, fui imaginándome todo, fui hilando los hechos, agregándoles adornos, detalles estéticos que de seguro darán realce a la historia. Ahora todo lo tengo en mi cabeza, falta que lo traspase a mi computadora. Es muy probable que me equivoque en algo y lo sé, suele pasar, pero no se preocupen, pues al final yo les presentaré el documento en sucio y juntos lo arreglaremos. Sí les digo todo esto es porque no me gustaría que me anden interrumpiendo a cada instante, pues es harto más fácil arreglarlo todo de una vez, al final. Entonces bien, empecemos...
El filosofo Cat y el ateo Sposa no solo eran primos, sino que también compartían una entrañable amistad. Desde jóvenes se pasaban horas y horas hablando, discutiendo; de religión, de historia, de política, de filosofía. Los dos eran brillantes, aunque en muchas cosas pensaban distinto. Y justamente era ese nivel cultural en conjunción con esa disparidad de pensamiento lo que tornaba interesantísima a la reunión. Doña Aurita era la única que con desdeñosa actitud contrastaba enormemente en ese gran derroche de intelectualidad. Esta señora era empleada del filosofo Cat, ella se encargaba de todo lo que a higiene y orden se trataba, también se proyectaba con denuedo en el ámbito de la cocina, sirviendo platos que al filosofo encantaban y que al ateo embelesaban.
Doña Aurita no comprendía porqué su filosofo patrón sufría los inviernos tomando baños fríos, porqué madrugaba los domingos teniendo la posibilidad de quedarse en su cama por más tiempo, porqué prefería sufrir en vez de disfrutar, eran cosas que ella no comprendía. Sposa, sólo Sposa lo sabía, él lo sabía pues él también era tan brillante como su primo, y sólo las mentes brillantes se comprenden, sólo ellos saben cual es la diferencia entre una persona común y una que sobresale del grueso de la gente; la diferencia entre los que nacieron para dejar huellas y los que nacieron para morir sin dejar ningún legado verdaderamente tangible en este mundo. Sí, Sposa lo sabía, pues él también hacia cualquier cosa por el simple hecho de no querer hacerlo, sólo por eso..., por no querer hacerlo. Pero este escritor se parece más a doña Aurita que a los dos eruditos mencionados, por lo cual, reconociendo sus limitaciones, prefiere no ahondar más en ese punto.
Eran las seis en punto de un domingo cuando el timbre de la casa del filosofo Cat sonó. Cat sabía que era su primo ateo el que venía a visitarlo, doña Aurita sólo lo presentía. En efecto, era Sposa que con su acostumbrado termo de café en los brazos venía a pasar la mañana en compañía de su querido primo. – Hola Cat, cómo amaneció, hola doña Aurita, cómo amaneció usted, espero que muy bien, yo estaba por estos lares y quise pasar a saludar – fue el saludo que casi de memoria se lo sabía doña Aurita – Pero adelante Sposa, por favor, no se quede allí afuera, con este frío y con esta llovizna, adentro estaremos mucho mejor – muy entusiasmado Cat propuso. Pero ya dentro se gestó este nuevo parlamento: – Este día tan gris y tan frío y esta genial llovizna me anima a visitar el Cementerio – dijo Sposa sin titubear. Doña Aurita no podía creerlo, pensó por un momento que Sposa estaba bromeando, y al instante escuchó atónita de la propia boca de su patrón: – Usted y yo Sposa pensamos igual, es una excelente idea la que me acaba de proponer, voy por un abrigo y nos vamos al Cementerio – Sí, sí, claro que sí, al Cementerio, todo muy normal, claro que sí, Doña Aurita se decía para sus adentros, creyendo aún en la remota posibilidad de que esos señores simplemente se estén regodeando con ella. Pero no, en el fondo ella sabía que hablaban en serio. Lo que no sabía era que el filosofo Cat tenía intenciones de llevársela con ellos. – Vamos señora, abríguese bien, usted será nuestra guía – profirió muy alegremente Cat – ¿Por qué Guía? – cuestionó Sposa, – Lo que pasa es que mi difunto marido – dijo doña Aurita – se encuentra en el Cementerio, y no pasa un día sin que yo lo visite, y creo que para el filosofo eso es motivo suficiente para nombrarme guía oficial de cementerio – Y aunque no fuese motivo suficiente ellos igual querían que ella vaya, pues verdaderamente disfrutaban de la presencia de esa adorable señora.
Las elucubraciones que brotaban espontáneamente de los diálogos mantenidos por los primos, si no fueran por las esporádicas intervenciones de doña Aurita, llegarían al cielo y se confundirían con los astros. Doña Aurita era el necesario e importante cable a tierra que mantenía a los dos amigos en la tierra de los mortales. Aconteció una vez, solo por citar un ejemplo, que los mismos se encontraban hablando de las diferencias en el marco sociológico que presentaban los grandes lideres orientales y occidentales. En un punto Sposa citó al Emperador Chino Sung, dijo que la bondad de su espíritu, a su parecer, fue la que le permitió a China vivir en una armonía poco vista hasta entonces. Pero antes de que el filosofo Cat dijera algo, doña Aurita, que se encontraba haciendo sus quehaceres en las inmediaciones, dijo solemnemente: – Yo creo que los chinos no son nada bondadosos, pues hay un tal Kyto que vive a la vuelta y es un gran maldito, pues nunca colabora con la Capilla del barrio – y como sí nada continuó sus labores sin esperar ninguna respuesta. Pues esas eran las intervenciones que doña Aurita aportaba y que abruptamente hacían descender a los dos primos hacia varios niveles de conversación.
Ese domingo hacia mucho frío, el cielo parecía ceniza y olía a incendio, la garúa era discontinua, tanto como el fuerte viento. Ni vehículos ni peatones, solo la figura de los tres se veía por las calles. Al llegar al cementerio, en la entrada principal, divisaron a varios gatos, mezclados todos entre ellos, inquietos, moviéndose de un lado a otro, con las colas apuntando al cielo. – Válgame Dios – apuntó doña Aurita, – estos gatos parecen que están tramando algo maligno – Y Sposa, que no perdía oportunidad para ser irónico, a su vez dijo – Pero doña Aurita, no se aflija tanto, estos gatos son amigos de nuestros muertos, sólo quieren saber quién viene a visitarlos – Cat sonrió al escuchar hablar de esa forma a su primo, pensó también que faltaba ser un poco más irónico, por lo cual, mirando violentamente a la señora, le dijo: – Es muy probable doña que su marido se encuentre entre esos gatos, pues la teoría de la reencarnación incluye también a los felinos, si yo era usted me mostraría más cortés con los mismos, por cierto, ¿no nota usted alguna similitud entre alguno de esos gatos con su marido muerto? – No, no, ¡válgame Dios!, – ofuscada dijo doña Aurita – aparte que Sebastián odiaba a los gatos – Pero cuando se acercaron demasiado a los gatos, estos salieron disparados por todos lados. – ¡Qué lástima! – exclamó Sposa – y yo que quería conocer a don Sebastián –
Una vez adentro, siguieron marchando por el camino principal, mirando los panteones, hablando. El tiempo había cambiado abruptamente sin que ellos lo advirtieran; todo se torno aún más negro, el viento los golpeaba con rudeza, y cuando se propusieron a caminar más rápido, para buscar algún refugio, se iluminó el cielo, después se escuchó un fortísimo relámpago y a continuación cayó una estrepitosa lluvia. Corrieron los tres, sí, corrieron, pero Cat y Sposa reían como niños, mientras que doña Aurita maldecía y al mismo tiempo los empujaba, para ver si alguno tropezaba y caía. Al final del camino se encontraba erguida una colosal cruz, y al costado de ésta una especie de galpón que servía de orador. Ese era el objetivo a alcanzar de los tres. Llegaron allí exhaustos, sin aliento y empapados. Doña Aurita aún tenía algo de aliento, pues continuaba maldiciendo a los dos señores, mientras que estos la miraban jocosamente, en silencio, respirando con dificultad.
Sposa tenía 55 años, era Doctor en Abogacía especializado en Criminología, también era Licenciado en Antropología, Licenciado en Filosofía y ateo por convicción propia. Enseñaba por filantropía en la universidad, allí se desempeñaba como profesor de Lógica Jurídica y Derecho Romano. Medía como 1,65 mts y pesaba como 100 kls., su barriga era prominente. En la cabeza tenía muy pocos cabellos, y los pocos que le quedaban en la mayoría eran todos blancos, los demás: grises. Su nariz fina y puntiaguda, sus ojos pequeños y sus orejas enormes lo hacían un hombre poco atractivo. Usaba siempre unos lentes que tampoco ayudaban mucho a su estética. De entre los tres, Sposa era el que contaba con mejor humor, aunque cuando se enojaba, que era muy poco frecuente, se ponía colorado y tembloroso, escupía maldiciones en varios idiomas y harto trabajo y tiempo se necesitaba para volverlo a poner bien.
Ya recuperados los alientos, se acomodaron lo mejor que pudieron, se quitaron de encima toda el agua que pudieron y a continuación bebieron del café de Sposa. El tiempo seguía igual, el golpear de las gotas por el suelo solo eran acallados por los estruendos que tanto miedo y angustia le procuraban a doña Aurita, mientras que el viento, agresivo como siempre, empujaba finas gotas al escondrijo. Quizá doña Aurita no se hubiera enojando tanto si el clima era cálido, el disgusto de ella era más bien a consecuencia del espantoso frío que reinaba. Esas gotas finas que ingresaban empujadas por el viento se clavaban en el rostro de los tres... continuará.
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