Monje Imperial

(Es probable que existan errores de tiempo, número y persona)

lunes, 29 de agosto de 2011

Emboscada y el perro cortado.

Creo que aún pocos son los recuerdos que se comparan con éste. Son recuerdos dentro de otros recuerdos los que ahora me motivan a escribir. No fue a propósito, y lo juro por Dios, pero se dio entre mis alumnos de ética. Y en esa clase, en dónde con los chicos analizábamos la maldad del hombre, descubrí que yo también tenía historias que contar, experiencias que relatar.

Todos tenían esa tarde abierta la posibilidad de referir experiencias que complementen y refuercen nuestro tema en cuestión. Y, debo admitirlo, mis alumnos no eran nada tímidos, y con grandes elocuencias se adentraban a las más inverosímiles vivencias.

El tiempo transcurría sin que yo pudiera percatarme de ello, por lo cual, sin advertirlo, todos los chicos ya habían terminado de contar sus respectivas historias. – A ver profesor, porqué usted no nos cuenta ahora una historia – escuché que desde el fondo alguien me decía. – Yo estoy aquí simplemente para ayudarlos a encontrar el significado de sus propias experiencias – les decía yo – y no creo que sea pertinente ser juez y parte – concluí. Vi en los ojos de ellos cierta desazón, cierta injusticia, qué sé yo, algo que me dijo que yo también debía contar mi historia. Pero cuando decidí hacerlo, cuando ya presto a iniciar mi alocución me encontraba descubrí, con cierta angustia, que por más que lo intentaba, no encontraba ninguna historia, ninguna anécdota, ninguna vivencia digna de ser comentada en esa tribuna. Me sentí algo miserable, algo despreciable. Ante esa inesperada sensación, no tuve otra alternativa que prometer a mis chicos que la próxima vez, en la próxima clase, seria mi oportunidad, mi turno.

No, no, no. No puedo seguir mintiendo. Yo tenía mil historias que contar, tenía mil anécdotas; tristes, cómicas, misteriosas, románticas, ¡Un mundo de recuerdos! Sólo que yo... quería contarles una historia, la más aleccionadora historia de toda mi existencia, la que más fuerte caló en mi ser. Sólo que, sólo que no me animaba. Y yo no quería contar cualquier historia, no. Yo quería relatarles esa historia, la mejor de todas.

Yo estaba convencido de que para esos jóvenes yo era un héroe, un ser sublime, excelente ejemplo a seguir y perfecto modelo para ser. No quería que con el relato de esa historia ellos descubrieran las debilidades e imperfecciones con que yo contaba. Pero creo que el sentimiento de tristeza y desencanto que tanto abundó en esas cuatro paredes hicieron que me arriesgue.

Sin más rodeos y ante una enorme expectativa inicié de esta forma mi relato.

Un día de un mes de octubre que era sábado, cuando por la mañana el poco nítido rumor de ladridos de algunos perros me había despertado de un relajante sueño, escuché que alguien tocó a mi puerta, la puerta de mi habitación. Algo adormilado aún la abrí y descubrí detrás de la misma a una gorda señora que me anunció de muy mala gana algo que siempre temí; mi perra se encontraba en celo. La susodicha tenía por nombre Maravilla, a la perra me refiero.

En esa época yo estaba siguiendo la carrera de medicina, carrera que no concluí, dicho sea de paso. Pero lo importante saber es que diariamente practicaba la sutura de piel. En la carnicería conseguí un corazón de cerdo, el cual tenía que cortar con un bisturí para después suturarlo. Toda esta práctica yo generalmente la realizaba dentro de mi habitación. Ese sábado en que me despertó mi madre, el corazón del cerdo yacía en el refrigerador y el bisturí, el que tenía que usar para la práctica, se encontraba en un mueble, en mi habitación.

Mi casa estaba amurallada por todos sus flancos. La parte del frente tenía, a parte del portón principal, una muralla enana que encima permitía se posen unos finos barrotes de metal. Al final de los mencionados barrotes se erguían unas puntas, esas puntas de lanza, que amenazaban con cortar e hincar a todos los incautos que intentasen pasar por ellas. Dichas puntas se encontraban como a 2 metros de altura.

La cuestión del embarazo de Maravilla era un tema vedado en casa. Yo era el encargado de aplicar a Maravilla, en forma sistemática, las oportunas drogas anticonceptivas. Y creo que, en esa ocasión, fallé en el intento, pues de seguro había aplicado la mencionada droga a destiempo. La última vez que Maravilla concibió a su prole, fue el inicio del desequilibrio mental de mi hermana menor Concepción, pues cuando Maravilla dio a luz, a medida que los cachorritos salían de ella, los comía, uno a uno. Hecho que fue presenciado por Concepción. Hecho que la llevó a llorar y la sumió en una profunda confusión. Ella tenía apenas 7 años.

Un año después, cuando Concepción tenía 8 años, Maravilla nuevamente quedó en celo. Yo era el responsable de eso, eso lo comprendieron todos, es por ello que en mí estaba la responsabilidad de impedir el embarazo.

De inmediato, ese sábado, inicié la defensa de Maravilla. Impedir que Maravilla salga era fácil, impedir que los demás perros entren era relativamente fácil. Inculque a los míos cierta precaución al entrar y salir. Los barrotes tenían cierta distancia entre uno y otro que existía la posibilidad de que los perros más pequeños y audaces entren y violen a Maravilla. Es por ello que coloqué unos alambres de manera a que crucen de barrote a barrote y con ello impedir la intrusión de los perros. Realizado eso confiné a Maravilla al fondo de la casa y allí la sujete por intermedio de una gruesa cuerda. Esa nueva forma de vida no duraría más de una semana, lo cual inútilmente traté de explicárselo a Maravilla, pues una vez atada inició una lastimera suplica en pos de su liberación.

En casa sólo estábamos Maravilla y yo, mis padres y mi hermanita fueron a lo de un tío de visita, visita que se prolongaría, por lo que mi madre me dijo, hasta muy entrada la noche.

Todo ese sábado me pasé en sigilo constante, verificando una y otra vez mi infranqueable fortaleza. Los perros, con sus lenguas salidas, se apiñaban en frente de la casa, en la vereda, intentando trepar, brincar y empujar los barrotes y el portón. Yo de tanto en tanto los espantaba con algún que otro juramento pero no, era inútil, el tropel de perros se dispersaba pero después nuevamente se agrupaban en la vereda, cual manifestación de personas lo hace frente al Parlamento Nacional.

Pasadas unas cuantas horas, ya cuando se acercaba la noche, sentí una suerte de murmullo perruno proveniente del fondo. Al fondo me dirigí para encontrar con asombro a pequeños perros que pujaban entre sí para conquistar a Maravilla. El sólo verme los llenó de espanto, espanto que se reflejó en la feroz huida que emprendieron. De tan perplejo que yo estaba sólo atiné a seguirlos, imprecándoles fuertemente. Cuando llegaron al frente de la casa, los cuatro, rápida, desesperadamente, se lanzaron sin pensar y atropellaron los barrotes, pasando entre ellos y los alambres. La suma de raras contorsiones y la pequeñez de sus cuerpos hicieron que se trate sólo de segundos la huida. Para cuando me desperté de la sorpresa, ellos, los cuatro atrevidos perros, se encontraban ya fuera de la casa. Una vez afuera, en la vereda, parecía que se burlaban de mí, de mis estrategias de seguridad, en fin, de mi intelecto. Esto no se repetirá, me decía una y otra vez al tiempo que volvía a tensar los alambres. Yo sentía odio por esos perros.

Cuando por fin volví dentro de la casa ya era de noche. No dejaba de pensar siquiera un momento en lo fructífero que hubiera sido el propinarles un que otro golpe a esos atrevidos perros. Y mientras pensaba en eso, y mientras me inundaba de rabia, iba adquiriendo, poco a poco, cierto deseo de descansar, de dormir algo. Mi plan era dormir como dos horas para después levantarme, bañarme, vestirme y salir, salir a disfrutar de unas ricas cervezas en compañía de unos amigotes. Los sábados generalmente hacíamos esas cosas, y ese sábado no iba a ser la excepción. El día siguiente, al levantarme, tenía pensado practicar sutura con el corazón de cerdo.

Yo estaba convencido que la forma en que estaban dispuestos esos alambres no permitirían nuevamente la entrada a ningún perro, por más pequeño que fuera. Fue por ello que sin ningún tipo de preocupación esa noche dormí.

Súbitamente me despertaron nuevamente algunos ruidos perrunos que provenían del fondo. De un sólo movimiento me puse de pie y quieto, frió, inteligente, pensativo, me quedé. Esa era una oportunidad que no podía desaprovechar. Los perros estaban en el fondo y el sólo verme los haría huir nuevamente. Tenía que actuar rápido, tenía que dar a esos perros un castigo ejemplar, un castigo que los haga desistir para siempre de volver a entrar en mi territorio, si, mi territorio, pues en esos momentos yo era como ellos, era un perro, un perro iracundo, un perro rabioso. Pensé que la mejor estrategia sería esperarlos en el frente de la casa, a lado de los barrotes. Ellos tenían que pasar por esos barrotes, y al pasar, en el momento de las contorsiones, yo actuaría.

Más que enojado, mucho más que enfurecido estaba yo. Pero esos sentimientos no nublaron mi razón, pues yo sabía que esos perros podrían sentirse amenazados y atacarme. No, yo tenía que actuar inteligentemente. Fue esa mesura la que me condujo a la solución. Yo recordé que en el momento de la huida, cuando el cuerpo del perro pasa a través de los barrotes, éste, para atravesarlo, tiene que contorsionarse. Esas contorsiones duran apenas unos segundos, pero yo sabía que ese era el único momento en que mi venganza sería segura y efectiva, pues el perro no podría girar para atacarme.

Yo no sabía como actuar, cómo lastimar a esos perros, pero en el fondo del patio ya los perros se peleaban entre ellos: era el momento de actuar. Encendí la luz de mi habitación y busqué algo, un objeto que me permita castigar a esos animales. Yo, desde un principio, consideré que el mejor castigo sería golpear a esos perros con algún objeto contundente, pero, una vez que mis ojos se posaron encima del buró, sobre el filoso cuerpo de mi bisturí, reconsideré el tipo de castigo.

Es preciso, en estos momentos, que aclare lo siguiente: yo aún estaba algo dormido, también, como dije antes, me encontraba poseído por una poderosa mezcla de sentimientos agresivos y, todo eso en suma, me hicieron olvidar algunas propiedades importantes del bisturí.

Salí de mi dormitorio y sin hacer ruido al frente de la casa me dirigí. Una vez allí agarré con más fuerza el bisturí y empecé a gritar, a silbar, a espantar a los perros. Ellos obviamente no me veían, pero al instante comprendieron que fueron descubiertos y tenían urgentemente que salir de ese lugar, tenían que ganar la calle si o si. Yo tampoco los veía, pero sabía que de un momento a otro ellos aparecerían y tratarían de salir, de pasar por los barrotes, de contorsionarse.

000Poco, muy poco tiempo transcurrió para que yo comenzara a escuchar que los perros se dirigían en dirección a mí. Sentía que ellos se dirigían a mí, venían todos por el costado de la casa ladrando, ladrando amenazadoramente, rugiendo. Sabía que lo hacían para atemorizarme, ellos querían que yo les dejase libre el paso. Estaba tan nervioso y con tanto miedo que a un costado me coloqué y allí los esperé. Cuando llegaron a verme se volvieron como locos. Eran cuatro pequeños perros, los cuatro ladraban, rugían y dudaban. Yo les gritaba y también dudaba, estaba muerto de miedo y temblaba muchísimo. Tenía tanto miedo que no atinaba a hacer algo, únicamente me quedé allí, gritándoles, apuntándoles con el bisturí, esperando que ellos intenten cruzar por los barrotes. Ninguno dejaba de ladrar, todos estaban aterrados, aguardando. Cuando uno, el que parecía más bravo, sin dejar de ladrar, se lanzó entre los barrotes, los demás hicieron lo mismo. Ya los cuatro perros tenían sus cabezas en la vereda, fuera de los barrotes. Seguían ladrando amenazadoramente, pero yo sabía que era el momento, pues se encontraban en plena contorsión de sus cuerpos. Me armé de valor y bisturí en mano rápidamente me dirigí al perro más próximo. Noté que dos perros ya ganaron la calle mientras que otro estaba a punto de hacerlo. El mío, el que más cerca de mí se encontraba, quizá por la desesperación se había trancado, pues se contorsionaba y no avanzaba nada. Sin pensarlo más y de dos rapidísimos movimientos le inflingí dos largos cortes en la espalda. La acción fue tan rápida pero a la vez tan nítida que puedo llegar a describir hasta los más pequeños detalles. El primer corte fue tan rápido que ni bien terminó, el segundo ya comenzaba su trayecto. Pero cuando terminé de herir al perro por primera vez, noté que su espalda se habría como un bolso, y en su interior existía un color gris azulado. El segundo corte fue transversal al primero, y cuando terminé de herirlo por segunda vez ya brotaba algo de sangre por el primero. Yo sabía que las heridas, en especial la primera, eran gigantescas. Lo supe en el momento mismo de hacérselas. Repito que las dos veces que herí al perro, los dos cortes en la espalda que le ocasioné, fueron tan rápidos que parece que lo hice en un solo movimiento. El perro seguía ladrando, más aterrado que antes, con un ladrido más desesperante, más desafinado, casi chirriante. El sentimiento que en ese momento experimenté fue nuevo. Jamás antes lo había sentido. Sentimiento que se apoderó de mí y me hizo retroceder velozmente para dirigirme dentro de la casa, en mi habitación. Mientras retrocedí vi que el perro por fin se zafó y salió a la calle. Ya no ladraba.

Fue a los 8 años que tuve a mi primer perro; se llamaba Ovni. Era un mestizo marrón, mediano como de 30 kilos, adicto a las peleas con otros perros, insurrecto en ocasiones si se quiere. A todas sus debilidades yo las conocía, sus defectos eran pocos pero yo los conocía, yo los detectaba y siempre, siempre aconsejaba a las demás personas el correcto trato que, en función a su humor, tenían que tener con Ovni. Creo que recién después de tener a mi primer perro comenzó mi mente a volar y mi personalidad a definirse, inició con Ovni la verdadera educación de mi vida, la más básica y la más importante. Siempre estuve convencido de que gracias al carácter amable de ese perro es que yo también soy amable con las personas. Quizá sea una aberración o una coincidencia, o simplemente es mi imaginación, no lo sé, no importa. Pero es justicia admitir que soy lo que soy por esa poderosa influencia que ejerció en mí ese noble animal.

Ovni fue mi norte durante catorce años y medio, después, al dejarme, ya todo en mí estaba definido, casi como preparado. Cuando Maravilla llegó a mi casa era apenas una cachorrita. Ella es completamente distinta a Ovni, aunque el afecto que siento por ella también es muy grande.

Cuando herí brutalmente a aquel perro, cuando le corté con el bisturí y al instante me escondí, me refugié dentro de mi habitación y allí me quedé, Ovni, Ovni, solo Ovni estaba en mi mente. No fue queriendo, pero al instante, como deliberadamente, Ovni ocupó mi mente. El sentimiento nuevo e indescriptible aún persistía. Estaba tan asustado, tan arrepentido, tan triste y con una carga fuerte de adrenalina que sentía desfallecer. Mi habitación cuenta con una ventana, por esa ventana me asomé y escudriñé, casi como un secreto, el frente de la casa. Buscaba al perro, quería verlo, quería saber qué pasó de él. No lo vi, no pude verlo. Cerré nuevamente la ventana y traté de tranquilizarme, pensar claro tal vez disipe ese nuevo, extraño sentimiento, pensé. Apagué la luz y nuevamente a la cama me tiré. Estando ya en la cama el sentimiento de culpa se ensanchó y no me permitió siquiera mantener los ojos cerrados. Ovni, ovni, ese perro pudo haber sido Ovni. Estaba claro, en ese momento lo comprendí. Lo que tanto daño me causaba era el ponerme en el lugar del dueño del perro. Ese dueño pude haber sido yo, ese perro; Ovni. En ese instante me imaginé a mi Ovni todo cortado, todo desangrado, revolcándose de dolor, dolor producido por unas espantosas heridas infligidas por algún demente, por algún ser sin corazón. Ho, venganza, venganza, eso calmaría mi dolor, eso calmaría a mi perro.

Esa noche todo se volvió muy confuso. Traté de odiar a ese pobre perro y acaso con ello mitigar mi culpa pero no, no era posible. Estaba convencido de que ese perro, en esos momentos, si es que aún vivía, no me guardaba rencor. Porque yo sabía que los perros son infinitamente más humanos que los humanos en ese sentido. Y saber eso sólo empeoró lo que yo sentía.

Yo jamás había hecho algo tan malo en mi vida, no en esta por lo menos, y así, en esos momentos y con esos razonamientos, comprendí que si existía el paraíso, yo jamás lo pisaría.

Estaba tan confundido y pensé, pensé tanto, tanto que me sentía ya algo enfermo. Me imaginaba el nuevo aspecto del perro al que herí, me imaginaba lo repugnante que a la vista se presentaría sus heridas. Él, dada la ubicación de las mismas, no podía lamérselas, es por eso que yo estaba convencido de que la sangre que emanaba de sus cortes caía por sus costados maximizando con ello la apariencia de las mismas. El perro era marrón, marrón como mi Ovni, quizá algo más claro que él, como que más rubio. Ahora él vagaba por las calles exhibiendo sus heridas, mostrando al mundo lo que la mano del hombre es capaz de hacer, y decía: “Miren, miren todos, en mi espalda llevo la marca de vosotros, la marca que nos diferencia de vosotros, el signo irrefutable que os caracteriza, ¡Ho!, humanos, humanos, humanos, prefiero morir mil veces antes que ser como vosotros”.

Con esa pavorosa tormenta que se cernía en mi techo, admití que me sería imposible recuperar la calma y por ello me levanté y encendí la luz, y al hacerlo, encuentro, veo, precisamente en el momento que se hizo la luz, el instrumento favorito de la señora desgracia: el bisturí. Era la primera vez que volvía a tener contacto con él. Recordé que al entrar en mi habitación lo lancé a un costado. Y allí yacía el bisturí tirado en el piso. Parecía un borracho que, después de violar y matar a una niña, se refugiaba en su escondrijo, volviendo poco a poco en sí, volviendo a la realidad y analizando sus acciones. Pero ese pensamiento incoherente no duró mucho, no, era demasiado increíble: querer volcar la culpa a lo inerte, era demasiado.

Me agaché y cogí el bisturí, lo hice muy lentamente, como temiendo a la rapidez, como desconfiando de mí mismo. Cuando lo tuve en mi mano pude notar que la hoja no contaba con sangre, aunque si había vestigios de pelo, pelo rubio. Cuando me encontraba en pleno análisis sonó el timbre de la casa. El tin-ton me asustó tanto que solté en el acto el bisturí y éste cayó justo encima en mi pie derecho, produciéndome al instante un pequeño corte. Ni sentí el dolor, casi no me importó. Nerviosamente me asomé a la ventana para ver quién tocó el timbre. Eran dos amigos que venían, era la hora que tenían que venir, sólo que yo no los esperaba, la coyuntura no me permitió acordarme de eso. Desde mi habitación les grité que me esperasen un momento y sin importarme la herida que tenía en el pie, me calcé unas medias, me puse un jeans y me coloqué velozmente unos calzados. De esa manera salí de mi habitación y me dirigí a ellos. Los encontré muy alegres y eso me tranquilizó algo. Traté de disimular mi estado y los saludé como de costumbre, mirando de soslayo el lugar del incidente. Noté que no había perros y, cuando abrí el portón, mi amigo, Benito Robles, exclamó: – Hay sangre en tu vereda –.

Sin palabras estaba, fue como confirmar la gravedad del asunto, confirmar que no estaba soñando. La vereda que es gris, estaba salpicada con grandes charcos de sangre, también la muralla lo estaba. El rastro sanguinolento continuaba y se perdía en el negro empedrado. No sabía qué decir, qué hacer, miraba la sangre y miraba a mis amigos, tratando de disfrazar la verdad que temía se filtre por mis gestos. – Lo que pasa es que Maravilla está en celo, – dije – me imagino que... algunos perros... se habrán peleado... ¡Pasen!, ¡Pasen pues! – y de esa manera, sin más comentarios, los tres entramos a la casa.

Los que vinieron esa noche a casa eran Claudelino Melastaca y Benito Robles, amigos míos desde hace ya mucho tiempo, amigos y vecinos. Claudelino Melastaca tenía 20 años, era flaco pero muy alto, la tez blanca mortecina, cabello negro tan largo como para colocarse algunos mechones detrás de las orejas pero no tanto como para atárselos. El peinado de Melastaca siempre estaba embadurnado con gel, lo cual permitía creer que estaba mojado. De Melastaca se decía muchas cosas, por ejemplo, que era un alcohólico, un fumador de marihuana, una persona de mal carácter y sin escrúpulos, ateo y medio comunista. Pero eso no es cierto, él no es medio comunista, es medio anarquista. Y de lo demás, de lo demás me abstengo a emitir comentarios. Yo a él lo llamo por su apellido, pues odia que se lo llame por su nombre; Claudelino. El otro, Benito Robles, es un ser sumamente ilustrado en temas tales como filosofía, derecho, política, religión, etc. Su cabeza rapada permite se vea en ella vestigios de un gran accidente que tuvo cuando niño. Benito era de salir mucho con nosotros, aunque él nunca bebía ni fumaba, antes sí, pero ya no más. Melastaca y yo éramos sus únicos amigos.

Una vez dentro de mi habitación, mis amigos comenzaron a mofarse de mí, pues consideraban gracioso el estado en que se encontraba mi perra, y no les faltó imaginación ni creatividad para involucrarme a mí en todo eso. Yo sólo reía. Reír, eso era lo que exteriormente hacia, pero por dentro mi cabeza harto trabajaba, pues no podía dejar de pensar en las manchas que hallamos en la vereda, en la mucha sangre que ese perro había perdido y también en la posibilidad de que ya esté muerto. – ¿Puedo fumar? – fue la pregunta que me hizo Melastaca mientras sacaba una arrugada cajetilla de cigarrillos de su bolsillo. – Sí, claro que sí, dame uno – le dije, recordando lo relajante que suelen ser. – ¿Vos acaso no habías abandonado ese vicio? – dijo Benito mientras veía que Melastaca me pasaba un cigarrillo y después encendía el que tenía en la boca – Sí, pero ahora estoy algo tensionado, – repuse – aparte que uno no hace ningún daño. Inmediatamente a mi comentario Melastaca, con un tono irónico y jocoso a la vez, repuso – Ja, ja, claro, claro, saber que vas a ser padre te pone así, ja, ja. – No, no, no es eso, lo que pasa es que hoy tuve muchísimo trabajo tratando de impedir que esos perros pasen, aparte de que mi madre me reprochó y me responsabilizó por lo que le pasa a Maravilla – dije mientras trataba de hacer pasar una gruesa bocanada de humo por mi desacostumbrada garganta. Benito, que, a diferencia de Melastaca, no era muy adepto a jugar con cuestiones zoofílicas, dijo a su vez: ¿Y qué pasó?, ¿acaso no le aplicaste la vacuna anticelo? – Y así, entre las preguntas de carácter científicas por parte de Benito, y las consiguientes burlas pergeñadas por la pueril mente de Melastaca, surgió en mí una alternativa de solución a todas mis preocupaciones: mi hermano mayor Robustiano.

Robustiano, como yo le llamaba, pues su nombre era Hugo, tenía 34 años, era guardia cárcel de la penitenciaria de alta seguridad de Emboscada. Desde pequeño yo consideraba a Robustiano como la solución a todos mis problemas, pues siempre tuvo una gran personalidad, era recto, serio, bondadoso y muy comprensivo. Consideré que referir a mi hermano lo acontecido con el perro sería lo más sensato que podía hacer, pues de seguro Robustiano sabría como proceder.

Sin pensar ni un segundo más, con una actitud puramente resuelta, dije: – Tenemos que irnos a Emboscada, tengo que hablar con Robustiano – y los dos, que no esperaban eso, casi al unísono me dijeron: – ¿Robustiano? – Les dije que sí, les dije que era importante irnos a Emboscada, pues allí yo tenía que comunicar algo urgente a mi hermano, algo urgente y muy personal. Cuando mencioné la palabra personal lo hice con demasiado énfasis, por lo cual ya nada más me preguntaron al respecto. Aunque después de la propuesta comenzaron a brotar espontáneamente algunos obstáculos de incierta resolución. Como ya era muy entrada la noche, y los ómnibus que viajaban a Emboscada no trabajaban tan tarde… (Continuará)

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