Monje Imperial

(Es probable que existan errores de tiempo, número y persona)

viernes, 9 de septiembre de 2011

La Lagartija sin fin y el Esqueleto principiante


Busquemos palabras para dimensionar la extraordinaria angustia que atravesaba un murciélago. Este murciélago vivía en el Chaco. Salía de noche a tragar algo de sangre y de día simplemente dormía. Pero esos eran buenos días, días que ya se fueron, pues en los últimos tiempos, de noche, ya ningún ser con algo de sangre se divisaba, por lo cual, haciendo un esfuerzo supremo, el murciélago se aventuraba de día en busca de la tan anhelada sangre. Era cierto, créanlo, volaba de día.

Sus amigos, los demás murciélagos, que también vivían días de estrechez, le decían que era un loco, un suicida, un anormal. Él les trataba de explicar que sí, era cierto, que no era normal, pero que de día también se podía chupar sangre, solo era cuestión de acostumbrarse al brillo del sol y de poner empeño en reconocer a los bichos diurnos que se arrastraban por el suelo. Igual, ellos, sus amigos, no salieron nunca de día, creyendo que era mejor probar suerte de noche, aunque nunca pescasen nada. Fue de esa manera en que todos perecieron, irremediablemente, sumidos en un profundo sueño. Se fueron convirtiendo en bolsas colgadas que poco a poco, a medida que transcurría el tiempo, se volvieron duras y se confundían con los auténticos frutos del árbol que en vida les prestó sus ramas para descansar.

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Un murciélago iba volando mientras miraba abajo, a una lagartija. ¿Qué hacía la lagartija? La lagartija puliendo huesos estaba. El murciélago pensó que alguna oportunidad tendría, que sería presa fácil. Y fue por ello que sin vacilar en picada bajó directo a la lagartija, y cuando ya a punto de atraparla estaba, cuando su terrible boca temblaba de impaciencia y emoción, fue abruptamente asido por un despojo de mano humana, más huesuda que cartilaginosa. Sorprendido se encontraba en poder de la mano, misteriosa mano, pues nunca reparó en su presencia. La lagartija sonreía sin dejar de comer pedacitos de carne dura y rancia. Poco a poco el murciélago reparó en su entorno, y estupefacto descubrió que se trataba de un esqueleto que aún poseía en zonas algo de carne. Trato de hacerse la dormida, y con ello quizá ganar algo de tiempo. La mano aún la poseía; era la mano del esqueleto, esqueleto que estaba siendo despojado de sus ya poquísimas carnes putrefactas, la lagartija era la que lo estaba limpiando. ¿Y qué hacemos con éste? – preguntó el esqueleto. Y la lagartija, sin dejar de comer, aún sonriendo, le respondió – creo que tenés que matarlo - . Y la mano de huesos apretó al murciélago hasta que este dejó de respirar, hecho lo cual dejó caer a su lado el inerte cuerpo. – Tenés que apurarte, quizá la próxima no tenga tantos reflejos... vas a ser presa fácil sin mí – dijo el esqueleto a la lagartija, pero ésta solo se limitó a sonreír como siempre y continuó comiendo los pocos pedazos de carne que le quedaban al esqueleto.

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El indígena nadaba tratando de cruzar el río. Estaba huyendo. Estaba cansado. Había llegado tan lejos que no podría concebir volver a las mazmorras. Su indómito espíritu era el que nadaba, el que huía. Mientras que su cuerpo era el débil, el que deseaba descansar. Apenas llegó a la orilla del río sintió que ya muy cerca se encontraban sus captores, sintió miedo, incluso pensó volver al agua y sumergirse para que no lo vieran. Pero eso era un absurdo, pensó, así que salió del río con todas las pocas energías que le restaban y se metió en la espesura del bosque, y al hacerlo escuchó el ladrido de algunos perros y el trotar de algunos caballos, los escuchó por detrás de él, del otro lado del río. Asumió que la ventaja que llevaba no era mucha, y que su cuerpo no aguantaría un largo periplo, por lo cual, observando lo oscuro de las copas de los árboles, decidió trepar a uno de ellos y quedarse quieto... y aguardar. Así lo hizo, y una vez arriba quieto, muy quieto permaneció. Se percató de que su respirar era muy acelerado y ruidoso, trató de normalizar el ritmo y eso le produjo mareos. Esos mareos lo sumieron en una especie de letargo, droga soñolienta, que al fin lo hizo dormir. Cuando despertó, algunos segundos después, notó con espanto y desesperación que abajo, en el suelo, se encontraban como quince españoles montados en sus respectivos caballos, y muy cerca de ellos una ingente jauría de furiosos perros, que trataban inútilmente trepar el árbol dónde él estaba. Los españoles hablaban entre ellos, mirando al indígena, se encontraban tranquilos, casi alegres, calculando muy lentamente qué hacer con el desafortunado nativo. Uno de ellos resueltamente le apuntó con su carabina, otro rió y luego siguió su ejemplo, hasta que por fin todos, muertos de risa, apuntaron con sus respectivas armas al indígena. El indígena tenía más miedo a los perros que a las carabinas, porque sabía que esas armas mataban rápidamente, sin embargo los perros jugarían con él, y poco a poco llegaría a morir, pero sólo después de sufrir espantosamente. Él quería que le disparasen, ya estaba decidido. Los perros ladrando, los españoles riendo, todo continuó así hasta que una explosión rompió la escena. El indígena cayó al suelo, y aún vivo sintió la envestida de los perros. Él no se resistió, se entregó por completo, cerró los ojos y dejó que los animales le desgarrasen las carnes. Después durmió.

Cuatro meses después despertó. Sin ojos podía ver, sin piel podía sentir...y sin nariz podía oler. Olió y vio mágicamente, se asombró por un momento, pero no se detuvo a pensar en los extraordinarios motivos. Trató de moverse y se movió, y al hacerlo una nube de moscas negras se dispersó. Al notar agarrotado el cuerpo decidió no moverse más. El olor era insoportable, su cuerpo tenía ya cuatro meses de descomposición, y los gusanos rebosaban en su panza y en su cara.

Los españoles decidieron dejar el cuerpo en el mismo sitio donde los perros lo habían acabado. En el lapso de cuatro meses los pájaros, los gusanos, las moscas, las lluvias y el sol casi hicieron desaparecer lo que quedaba del cuerpo del indígena. Ahora era un esqueleto forrado con podredumbre. Esqueleto que ya apenas de alimento servía.

Transcurrió como una hora del despertar del esqueleto. ¿Y qué hizo durante esa hora? Pensar, sólo eso, y después de extraordinarias elucubraciones decidió vivir hasta dónde se le permitiese; reponerse era imposible pero quedarse allí, embotado, aún era peor. Se veía a sí mismo y mucho se deprimía, era tan asqueroso que ya no quería ni mirarse, y de esa manera, aunque sin ojos, con la mirada fija al cielo quedó, pensando y calculando nuevamente.

Un movimiento en los arbustos rompió la monotonía. Era una lagartija. Miró a la lagartija y ésta sonrío. Eso también sorprendió al esqueleto, pues vio que la boca del lagarto era flexible como la boca humana, tan flexible que sin problemas divisó su sonrisa. Vio que el animal se acercaba lentamente, escudriñando a cada paso la novedad. El esqueleto sintió vergüenza de que la lagartija lo vea en ese estado, por lo cual volvió nuevamente la mirada al cielo, y muy triste quedó. – No tengas vergüenza de mí – le dijo la lagartija – A mí me parece que no estas tan mal – Y con eso rápidamente volvió la vista a la lagartija y también le habló, pero después comprendió que no articulaba palabra, que todo era puro pensamiento. Miró nuevamente el cielo hasta que la lagartija le dijo: - Hablá, yo te escucho, yo te entiendo, el sonido no es necesario – En ese momento el esqueleto comprendió que su pensamiento servia para comunicarse con el animal, y sin pensarlo más dijo muchas cosas, le dijo que para él todo eso era algo nuevo, algo extraordinario, le dijo que los españoles lo habían perseguido, y que al fin lo alcanzaron, y que los perros... le dijo que despertó con un nuevo sentir, extraña sensación, en fin, le puso al tanto de todas esas sorprendentes cosas. También le preguntó al lagarto si él podía explicarle lo que estaba aconteciendo, si eso era la muerte, si todos pasaban por eso. Pero la lagartija se limitó a sonreír y le dijo que estaba tan confundido como él, que jamás pensó pasar por eso. Después de algún tiempo, cuando ya absorbieron mejor la realidad, decidieron no separarse, decidieron quedarse juntos y ayudarse mutuamente, sintieron que eso era necesario.

El esqueleto, muy acalambrado aún,  le pidió a la lagartija que le limpiase los huesos, pues de esa manera de seguro más cómodo estaría. Y la lagartija, que ya se había encariñado demasiado con el esqueleto, accedió sin problemas.

La limpieza total fue cuestión de días, pues aunque la lagartija consumió en el pasado de tanto en tanto carne podrida, esa cantidad era demasiado, considerando el tamaño del animal. Pero al fin el esqueleto quedó limpio, lustroso, brillante, muy blanco. – Ya estás listo, sin nada feo encima – le dijo la lagartija apenas terminó de engullir el último resto de carne. Y el esqueleto, que no había amagado movimiento alguno en el proceso, respiró profundo y con una invisible energía trató de levantarse. Lentamente, no sin algo de torpeza, consiguió levantar el tronco, luego, después de meditar algo, pudo al fin pararse y sostenerse. Temblaba y el riesgo de caer era grande. Se sujetó del árbol que hace tiempo atrás le había servido de escondrijo. Poco a poco sus movimientos fueron mejorando, y ya casi era como antes, como en vida, cuando era un indígena. La lagartija, más gorda que nunca, veía con sincera alegría como su nuevo amigo se acostumbraba a su nueva movilidad.

Chaco Boreal, 17 de agosto de 1611.

El esqueleto corría por el bosque teniendo en sus manos a la lagartija. La lagartija como siempre alegre, miraba altiva a las demás criaturas. Sabía que era especial, y que su amigo también lo era. El esqueleto de vez en cuando tropezaba y caía ruidosamente al suelo, asustando con ello a la lagartija, que con un mordiscón le hacía saber su enojo momentáneo. – No corras tanto, que podrías caer sobre una roca y romperte los huesos – le decía la lagartija. Pero el esqueleto era terco, terco y juguetón. Adoraba correr, trepar en los árboles y hacer travesuras. A veces también la lagartija simulaba morir, y cuando el esqueleto lloraba a su lado se despertaba enérgicamente, espantando al esqueleto, que luego le seguía y le gritaba que en verdad la iba a matar. Pero al final siempre los dos quedaban tendidos en el suelo, muertos de risa, abrazados. La vida era perfecta para los dos amigos. Sentían que ya más felices no podían ser.

Chaco Boreal, 6 de junio de 1616.

El esqueleto no dormía nunca, pero como su amigo sí lo hacia, inventó algo parecido al sueño, para acompañarlo y no sentirse sólo. Cuando la lagartija despertaba y se despabilaba, él también lo hacia. Pero llegó un día en que la lagartija no despertó, y como el esqueleto sabía el horario de él, hizo a propósito unos ruidos para despertarlo, pero éste no despertó. Estaba muerto. Cuando lo alzó en sus huesudas manos se dio cuenta por primera vez que la lagartija estaba vieja y marchita. Enterró a la lagartija a lado del árbol dónde él había muerto, dónde él había nacido. Después de enterrarlo subió a la copa del árbol y se acomodó y se durmió.

Pasan los años y de tanto en tanto el esqueleto mira la tumba de su amigo, esperando suceda algo extraordinario.-

ESTO TERMINÓ EL 4 DE JULIO DEL AÑO 2006, SIENDO LAS 02:14 DE LA MADRUGADA.

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