Monje Imperial

(Es probable que existan errores de tiempo, número y persona)

lunes, 29 de agosto de 2011

Emboscada y el perro cortado.

Creo que aún pocos son los recuerdos que se comparan con éste. Son recuerdos dentro de otros recuerdos los que ahora me motivan a escribir. No fue a propósito, y lo juro por Dios, pero se dio entre mis alumnos de ética. Y en esa clase, en dónde con los chicos analizábamos la maldad del hombre, descubrí que yo también tenía historias que contar, experiencias que relatar.

Todos tenían esa tarde abierta la posibilidad de referir experiencias que complementen y refuercen nuestro tema en cuestión. Y, debo admitirlo, mis alumnos no eran nada tímidos, y con grandes elocuencias se adentraban a las más inverosímiles vivencias.

El tiempo transcurría sin que yo pudiera percatarme de ello, por lo cual, sin advertirlo, todos los chicos ya habían terminado de contar sus respectivas historias. – A ver profesor, porqué usted no nos cuenta ahora una historia – escuché que desde el fondo alguien me decía. – Yo estoy aquí simplemente para ayudarlos a encontrar el significado de sus propias experiencias – les decía yo – y no creo que sea pertinente ser juez y parte – concluí. Vi en los ojos de ellos cierta desazón, cierta injusticia, qué sé yo, algo que me dijo que yo también debía contar mi historia. Pero cuando decidí hacerlo, cuando ya presto a iniciar mi alocución me encontraba descubrí, con cierta angustia, que por más que lo intentaba, no encontraba ninguna historia, ninguna anécdota, ninguna vivencia digna de ser comentada en esa tribuna. Me sentí algo miserable, algo despreciable. Ante esa inesperada sensación, no tuve otra alternativa que prometer a mis chicos que la próxima vez, en la próxima clase, seria mi oportunidad, mi turno.

No, no, no. No puedo seguir mintiendo. Yo tenía mil historias que contar, tenía mil anécdotas; tristes, cómicas, misteriosas, románticas, ¡Un mundo de recuerdos! Sólo que yo... quería contarles una historia, la más aleccionadora historia de toda mi existencia, la que más fuerte caló en mi ser. Sólo que, sólo que no me animaba. Y yo no quería contar cualquier historia, no. Yo quería relatarles esa historia, la mejor de todas.

Yo estaba convencido de que para esos jóvenes yo era un héroe, un ser sublime, excelente ejemplo a seguir y perfecto modelo para ser. No quería que con el relato de esa historia ellos descubrieran las debilidades e imperfecciones con que yo contaba. Pero creo que el sentimiento de tristeza y desencanto que tanto abundó en esas cuatro paredes hicieron que me arriesgue.

Sin más rodeos y ante una enorme expectativa inicié de esta forma mi relato.

Un día de un mes de octubre que era sábado, cuando por la mañana el poco nítido rumor de ladridos de algunos perros me había despertado de un relajante sueño, escuché que alguien tocó a mi puerta, la puerta de mi habitación. Algo adormilado aún la abrí y descubrí detrás de la misma a una gorda señora que me anunció de muy mala gana algo que siempre temí; mi perra se encontraba en celo. La susodicha tenía por nombre Maravilla, a la perra me refiero.

En esa época yo estaba siguiendo la carrera de medicina, carrera que no concluí, dicho sea de paso. Pero lo importante saber es que diariamente practicaba la sutura de piel. En la carnicería conseguí un corazón de cerdo, el cual tenía que cortar con un bisturí para después suturarlo. Toda esta práctica yo generalmente la realizaba dentro de mi habitación. Ese sábado en que me despertó mi madre, el corazón del cerdo yacía en el refrigerador y el bisturí, el que tenía que usar para la práctica, se encontraba en un mueble, en mi habitación.

Mi casa estaba amurallada por todos sus flancos. La parte del frente tenía, a parte del portón principal, una muralla enana que encima permitía se posen unos finos barrotes de metal. Al final de los mencionados barrotes se erguían unas puntas, esas puntas de lanza, que amenazaban con cortar e hincar a todos los incautos que intentasen pasar por ellas. Dichas puntas se encontraban como a 2 metros de altura.

La cuestión del embarazo de Maravilla era un tema vedado en casa. Yo era el encargado de aplicar a Maravilla, en forma sistemática, las oportunas drogas anticonceptivas. Y creo que, en esa ocasión, fallé en el intento, pues de seguro había aplicado la mencionada droga a destiempo. La última vez que Maravilla concibió a su prole, fue el inicio del desequilibrio mental de mi hermana menor Concepción, pues cuando Maravilla dio a luz, a medida que los cachorritos salían de ella, los comía, uno a uno. Hecho que fue presenciado por Concepción. Hecho que la llevó a llorar y la sumió en una profunda confusión. Ella tenía apenas 7 años.

Un año después, cuando Concepción tenía 8 años, Maravilla nuevamente quedó en celo. Yo era el responsable de eso, eso lo comprendieron todos, es por ello que en mí estaba la responsabilidad de impedir el embarazo.

De inmediato, ese sábado, inicié la defensa de Maravilla. Impedir que Maravilla salga era fácil, impedir que los demás perros entren era relativamente fácil. Inculque a los míos cierta precaución al entrar y salir. Los barrotes tenían cierta distancia entre uno y otro que existía la posibilidad de que los perros más pequeños y audaces entren y violen a Maravilla. Es por ello que coloqué unos alambres de manera a que crucen de barrote a barrote y con ello impedir la intrusión de los perros. Realizado eso confiné a Maravilla al fondo de la casa y allí la sujete por intermedio de una gruesa cuerda. Esa nueva forma de vida no duraría más de una semana, lo cual inútilmente traté de explicárselo a Maravilla, pues una vez atada inició una lastimera suplica en pos de su liberación.

En casa sólo estábamos Maravilla y yo, mis padres y mi hermanita fueron a lo de un tío de visita, visita que se prolongaría, por lo que mi madre me dijo, hasta muy entrada la noche.

Todo ese sábado me pasé en sigilo constante, verificando una y otra vez mi infranqueable fortaleza. Los perros, con sus lenguas salidas, se apiñaban en frente de la casa, en la vereda, intentando trepar, brincar y empujar los barrotes y el portón. Yo de tanto en tanto los espantaba con algún que otro juramento pero no, era inútil, el tropel de perros se dispersaba pero después nuevamente se agrupaban en la vereda, cual manifestación de personas lo hace frente al Parlamento Nacional.

Pasadas unas cuantas horas, ya cuando se acercaba la noche, sentí una suerte de murmullo perruno proveniente del fondo. Al fondo me dirigí para encontrar con asombro a pequeños perros que pujaban entre sí para conquistar a Maravilla. El sólo verme los llenó de espanto, espanto que se reflejó en la feroz huida que emprendieron. De tan perplejo que yo estaba sólo atiné a seguirlos, imprecándoles fuertemente. Cuando llegaron al frente de la casa, los cuatro, rápida, desesperadamente, se lanzaron sin pensar y atropellaron los barrotes, pasando entre ellos y los alambres. La suma de raras contorsiones y la pequeñez de sus cuerpos hicieron que se trate sólo de segundos la huida. Para cuando me desperté de la sorpresa, ellos, los cuatro atrevidos perros, se encontraban ya fuera de la casa. Una vez afuera, en la vereda, parecía que se burlaban de mí, de mis estrategias de seguridad, en fin, de mi intelecto. Esto no se repetirá, me decía una y otra vez al tiempo que volvía a tensar los alambres. Yo sentía odio por esos perros.

Cuando por fin volví dentro de la casa ya era de noche. No dejaba de pensar siquiera un momento en lo fructífero que hubiera sido el propinarles un que otro golpe a esos atrevidos perros. Y mientras pensaba en eso, y mientras me inundaba de rabia, iba adquiriendo, poco a poco, cierto deseo de descansar, de dormir algo. Mi plan era dormir como dos horas para después levantarme, bañarme, vestirme y salir, salir a disfrutar de unas ricas cervezas en compañía de unos amigotes. Los sábados generalmente hacíamos esas cosas, y ese sábado no iba a ser la excepción. El día siguiente, al levantarme, tenía pensado practicar sutura con el corazón de cerdo.

Yo estaba convencido que la forma en que estaban dispuestos esos alambres no permitirían nuevamente la entrada a ningún perro, por más pequeño que fuera. Fue por ello que sin ningún tipo de preocupación esa noche dormí.

Súbitamente me despertaron nuevamente algunos ruidos perrunos que provenían del fondo. De un sólo movimiento me puse de pie y quieto, frió, inteligente, pensativo, me quedé. Esa era una oportunidad que no podía desaprovechar. Los perros estaban en el fondo y el sólo verme los haría huir nuevamente. Tenía que actuar rápido, tenía que dar a esos perros un castigo ejemplar, un castigo que los haga desistir para siempre de volver a entrar en mi territorio, si, mi territorio, pues en esos momentos yo era como ellos, era un perro, un perro iracundo, un perro rabioso. Pensé que la mejor estrategia sería esperarlos en el frente de la casa, a lado de los barrotes. Ellos tenían que pasar por esos barrotes, y al pasar, en el momento de las contorsiones, yo actuaría.

Más que enojado, mucho más que enfurecido estaba yo. Pero esos sentimientos no nublaron mi razón, pues yo sabía que esos perros podrían sentirse amenazados y atacarme. No, yo tenía que actuar inteligentemente. Fue esa mesura la que me condujo a la solución. Yo recordé que en el momento de la huida, cuando el cuerpo del perro pasa a través de los barrotes, éste, para atravesarlo, tiene que contorsionarse. Esas contorsiones duran apenas unos segundos, pero yo sabía que ese era el único momento en que mi venganza sería segura y efectiva, pues el perro no podría girar para atacarme.

Yo no sabía como actuar, cómo lastimar a esos perros, pero en el fondo del patio ya los perros se peleaban entre ellos: era el momento de actuar. Encendí la luz de mi habitación y busqué algo, un objeto que me permita castigar a esos animales. Yo, desde un principio, consideré que el mejor castigo sería golpear a esos perros con algún objeto contundente, pero, una vez que mis ojos se posaron encima del buró, sobre el filoso cuerpo de mi bisturí, reconsideré el tipo de castigo.

Es preciso, en estos momentos, que aclare lo siguiente: yo aún estaba algo dormido, también, como dije antes, me encontraba poseído por una poderosa mezcla de sentimientos agresivos y, todo eso en suma, me hicieron olvidar algunas propiedades importantes del bisturí.

Salí de mi dormitorio y sin hacer ruido al frente de la casa me dirigí. Una vez allí agarré con más fuerza el bisturí y empecé a gritar, a silbar, a espantar a los perros. Ellos obviamente no me veían, pero al instante comprendieron que fueron descubiertos y tenían urgentemente que salir de ese lugar, tenían que ganar la calle si o si. Yo tampoco los veía, pero sabía que de un momento a otro ellos aparecerían y tratarían de salir, de pasar por los barrotes, de contorsionarse.

000Poco, muy poco tiempo transcurrió para que yo comenzara a escuchar que los perros se dirigían en dirección a mí. Sentía que ellos se dirigían a mí, venían todos por el costado de la casa ladrando, ladrando amenazadoramente, rugiendo. Sabía que lo hacían para atemorizarme, ellos querían que yo les dejase libre el paso. Estaba tan nervioso y con tanto miedo que a un costado me coloqué y allí los esperé. Cuando llegaron a verme se volvieron como locos. Eran cuatro pequeños perros, los cuatro ladraban, rugían y dudaban. Yo les gritaba y también dudaba, estaba muerto de miedo y temblaba muchísimo. Tenía tanto miedo que no atinaba a hacer algo, únicamente me quedé allí, gritándoles, apuntándoles con el bisturí, esperando que ellos intenten cruzar por los barrotes. Ninguno dejaba de ladrar, todos estaban aterrados, aguardando. Cuando uno, el que parecía más bravo, sin dejar de ladrar, se lanzó entre los barrotes, los demás hicieron lo mismo. Ya los cuatro perros tenían sus cabezas en la vereda, fuera de los barrotes. Seguían ladrando amenazadoramente, pero yo sabía que era el momento, pues se encontraban en plena contorsión de sus cuerpos. Me armé de valor y bisturí en mano rápidamente me dirigí al perro más próximo. Noté que dos perros ya ganaron la calle mientras que otro estaba a punto de hacerlo. El mío, el que más cerca de mí se encontraba, quizá por la desesperación se había trancado, pues se contorsionaba y no avanzaba nada. Sin pensarlo más y de dos rapidísimos movimientos le inflingí dos largos cortes en la espalda. La acción fue tan rápida pero a la vez tan nítida que puedo llegar a describir hasta los más pequeños detalles. El primer corte fue tan rápido que ni bien terminó, el segundo ya comenzaba su trayecto. Pero cuando terminé de herir al perro por primera vez, noté que su espalda se habría como un bolso, y en su interior existía un color gris azulado. El segundo corte fue transversal al primero, y cuando terminé de herirlo por segunda vez ya brotaba algo de sangre por el primero. Yo sabía que las heridas, en especial la primera, eran gigantescas. Lo supe en el momento mismo de hacérselas. Repito que las dos veces que herí al perro, los dos cortes en la espalda que le ocasioné, fueron tan rápidos que parece que lo hice en un solo movimiento. El perro seguía ladrando, más aterrado que antes, con un ladrido más desesperante, más desafinado, casi chirriante. El sentimiento que en ese momento experimenté fue nuevo. Jamás antes lo había sentido. Sentimiento que se apoderó de mí y me hizo retroceder velozmente para dirigirme dentro de la casa, en mi habitación. Mientras retrocedí vi que el perro por fin se zafó y salió a la calle. Ya no ladraba.

Fue a los 8 años que tuve a mi primer perro; se llamaba Ovni. Era un mestizo marrón, mediano como de 30 kilos, adicto a las peleas con otros perros, insurrecto en ocasiones si se quiere. A todas sus debilidades yo las conocía, sus defectos eran pocos pero yo los conocía, yo los detectaba y siempre, siempre aconsejaba a las demás personas el correcto trato que, en función a su humor, tenían que tener con Ovni. Creo que recién después de tener a mi primer perro comenzó mi mente a volar y mi personalidad a definirse, inició con Ovni la verdadera educación de mi vida, la más básica y la más importante. Siempre estuve convencido de que gracias al carácter amable de ese perro es que yo también soy amable con las personas. Quizá sea una aberración o una coincidencia, o simplemente es mi imaginación, no lo sé, no importa. Pero es justicia admitir que soy lo que soy por esa poderosa influencia que ejerció en mí ese noble animal.

Ovni fue mi norte durante catorce años y medio, después, al dejarme, ya todo en mí estaba definido, casi como preparado. Cuando Maravilla llegó a mi casa era apenas una cachorrita. Ella es completamente distinta a Ovni, aunque el afecto que siento por ella también es muy grande.

Cuando herí brutalmente a aquel perro, cuando le corté con el bisturí y al instante me escondí, me refugié dentro de mi habitación y allí me quedé, Ovni, Ovni, solo Ovni estaba en mi mente. No fue queriendo, pero al instante, como deliberadamente, Ovni ocupó mi mente. El sentimiento nuevo e indescriptible aún persistía. Estaba tan asustado, tan arrepentido, tan triste y con una carga fuerte de adrenalina que sentía desfallecer. Mi habitación cuenta con una ventana, por esa ventana me asomé y escudriñé, casi como un secreto, el frente de la casa. Buscaba al perro, quería verlo, quería saber qué pasó de él. No lo vi, no pude verlo. Cerré nuevamente la ventana y traté de tranquilizarme, pensar claro tal vez disipe ese nuevo, extraño sentimiento, pensé. Apagué la luz y nuevamente a la cama me tiré. Estando ya en la cama el sentimiento de culpa se ensanchó y no me permitió siquiera mantener los ojos cerrados. Ovni, ovni, ese perro pudo haber sido Ovni. Estaba claro, en ese momento lo comprendí. Lo que tanto daño me causaba era el ponerme en el lugar del dueño del perro. Ese dueño pude haber sido yo, ese perro; Ovni. En ese instante me imaginé a mi Ovni todo cortado, todo desangrado, revolcándose de dolor, dolor producido por unas espantosas heridas infligidas por algún demente, por algún ser sin corazón. Ho, venganza, venganza, eso calmaría mi dolor, eso calmaría a mi perro.

Esa noche todo se volvió muy confuso. Traté de odiar a ese pobre perro y acaso con ello mitigar mi culpa pero no, no era posible. Estaba convencido de que ese perro, en esos momentos, si es que aún vivía, no me guardaba rencor. Porque yo sabía que los perros son infinitamente más humanos que los humanos en ese sentido. Y saber eso sólo empeoró lo que yo sentía.

Yo jamás había hecho algo tan malo en mi vida, no en esta por lo menos, y así, en esos momentos y con esos razonamientos, comprendí que si existía el paraíso, yo jamás lo pisaría.

Estaba tan confundido y pensé, pensé tanto, tanto que me sentía ya algo enfermo. Me imaginaba el nuevo aspecto del perro al que herí, me imaginaba lo repugnante que a la vista se presentaría sus heridas. Él, dada la ubicación de las mismas, no podía lamérselas, es por eso que yo estaba convencido de que la sangre que emanaba de sus cortes caía por sus costados maximizando con ello la apariencia de las mismas. El perro era marrón, marrón como mi Ovni, quizá algo más claro que él, como que más rubio. Ahora él vagaba por las calles exhibiendo sus heridas, mostrando al mundo lo que la mano del hombre es capaz de hacer, y decía: “Miren, miren todos, en mi espalda llevo la marca de vosotros, la marca que nos diferencia de vosotros, el signo irrefutable que os caracteriza, ¡Ho!, humanos, humanos, humanos, prefiero morir mil veces antes que ser como vosotros”.

Con esa pavorosa tormenta que se cernía en mi techo, admití que me sería imposible recuperar la calma y por ello me levanté y encendí la luz, y al hacerlo, encuentro, veo, precisamente en el momento que se hizo la luz, el instrumento favorito de la señora desgracia: el bisturí. Era la primera vez que volvía a tener contacto con él. Recordé que al entrar en mi habitación lo lancé a un costado. Y allí yacía el bisturí tirado en el piso. Parecía un borracho que, después de violar y matar a una niña, se refugiaba en su escondrijo, volviendo poco a poco en sí, volviendo a la realidad y analizando sus acciones. Pero ese pensamiento incoherente no duró mucho, no, era demasiado increíble: querer volcar la culpa a lo inerte, era demasiado.

Me agaché y cogí el bisturí, lo hice muy lentamente, como temiendo a la rapidez, como desconfiando de mí mismo. Cuando lo tuve en mi mano pude notar que la hoja no contaba con sangre, aunque si había vestigios de pelo, pelo rubio. Cuando me encontraba en pleno análisis sonó el timbre de la casa. El tin-ton me asustó tanto que solté en el acto el bisturí y éste cayó justo encima en mi pie derecho, produciéndome al instante un pequeño corte. Ni sentí el dolor, casi no me importó. Nerviosamente me asomé a la ventana para ver quién tocó el timbre. Eran dos amigos que venían, era la hora que tenían que venir, sólo que yo no los esperaba, la coyuntura no me permitió acordarme de eso. Desde mi habitación les grité que me esperasen un momento y sin importarme la herida que tenía en el pie, me calcé unas medias, me puse un jeans y me coloqué velozmente unos calzados. De esa manera salí de mi habitación y me dirigí a ellos. Los encontré muy alegres y eso me tranquilizó algo. Traté de disimular mi estado y los saludé como de costumbre, mirando de soslayo el lugar del incidente. Noté que no había perros y, cuando abrí el portón, mi amigo, Benito Robles, exclamó: – Hay sangre en tu vereda –.

Sin palabras estaba, fue como confirmar la gravedad del asunto, confirmar que no estaba soñando. La vereda que es gris, estaba salpicada con grandes charcos de sangre, también la muralla lo estaba. El rastro sanguinolento continuaba y se perdía en el negro empedrado. No sabía qué decir, qué hacer, miraba la sangre y miraba a mis amigos, tratando de disfrazar la verdad que temía se filtre por mis gestos. – Lo que pasa es que Maravilla está en celo, – dije – me imagino que... algunos perros... se habrán peleado... ¡Pasen!, ¡Pasen pues! – y de esa manera, sin más comentarios, los tres entramos a la casa.

Los que vinieron esa noche a casa eran Claudelino Melastaca y Benito Robles, amigos míos desde hace ya mucho tiempo, amigos y vecinos. Claudelino Melastaca tenía 20 años, era flaco pero muy alto, la tez blanca mortecina, cabello negro tan largo como para colocarse algunos mechones detrás de las orejas pero no tanto como para atárselos. El peinado de Melastaca siempre estaba embadurnado con gel, lo cual permitía creer que estaba mojado. De Melastaca se decía muchas cosas, por ejemplo, que era un alcohólico, un fumador de marihuana, una persona de mal carácter y sin escrúpulos, ateo y medio comunista. Pero eso no es cierto, él no es medio comunista, es medio anarquista. Y de lo demás, de lo demás me abstengo a emitir comentarios. Yo a él lo llamo por su apellido, pues odia que se lo llame por su nombre; Claudelino. El otro, Benito Robles, es un ser sumamente ilustrado en temas tales como filosofía, derecho, política, religión, etc. Su cabeza rapada permite se vea en ella vestigios de un gran accidente que tuvo cuando niño. Benito era de salir mucho con nosotros, aunque él nunca bebía ni fumaba, antes sí, pero ya no más. Melastaca y yo éramos sus únicos amigos.

Una vez dentro de mi habitación, mis amigos comenzaron a mofarse de mí, pues consideraban gracioso el estado en que se encontraba mi perra, y no les faltó imaginación ni creatividad para involucrarme a mí en todo eso. Yo sólo reía. Reír, eso era lo que exteriormente hacia, pero por dentro mi cabeza harto trabajaba, pues no podía dejar de pensar en las manchas que hallamos en la vereda, en la mucha sangre que ese perro había perdido y también en la posibilidad de que ya esté muerto. – ¿Puedo fumar? – fue la pregunta que me hizo Melastaca mientras sacaba una arrugada cajetilla de cigarrillos de su bolsillo. – Sí, claro que sí, dame uno – le dije, recordando lo relajante que suelen ser. – ¿Vos acaso no habías abandonado ese vicio? – dijo Benito mientras veía que Melastaca me pasaba un cigarrillo y después encendía el que tenía en la boca – Sí, pero ahora estoy algo tensionado, – repuse – aparte que uno no hace ningún daño. Inmediatamente a mi comentario Melastaca, con un tono irónico y jocoso a la vez, repuso – Ja, ja, claro, claro, saber que vas a ser padre te pone así, ja, ja. – No, no, no es eso, lo que pasa es que hoy tuve muchísimo trabajo tratando de impedir que esos perros pasen, aparte de que mi madre me reprochó y me responsabilizó por lo que le pasa a Maravilla – dije mientras trataba de hacer pasar una gruesa bocanada de humo por mi desacostumbrada garganta. Benito, que, a diferencia de Melastaca, no era muy adepto a jugar con cuestiones zoofílicas, dijo a su vez: ¿Y qué pasó?, ¿acaso no le aplicaste la vacuna anticelo? – Y así, entre las preguntas de carácter científicas por parte de Benito, y las consiguientes burlas pergeñadas por la pueril mente de Melastaca, surgió en mí una alternativa de solución a todas mis preocupaciones: mi hermano mayor Robustiano.

Robustiano, como yo le llamaba, pues su nombre era Hugo, tenía 34 años, era guardia cárcel de la penitenciaria de alta seguridad de Emboscada. Desde pequeño yo consideraba a Robustiano como la solución a todos mis problemas, pues siempre tuvo una gran personalidad, era recto, serio, bondadoso y muy comprensivo. Consideré que referir a mi hermano lo acontecido con el perro sería lo más sensato que podía hacer, pues de seguro Robustiano sabría como proceder.

Sin pensar ni un segundo más, con una actitud puramente resuelta, dije: – Tenemos que irnos a Emboscada, tengo que hablar con Robustiano – y los dos, que no esperaban eso, casi al unísono me dijeron: – ¿Robustiano? – Les dije que sí, les dije que era importante irnos a Emboscada, pues allí yo tenía que comunicar algo urgente a mi hermano, algo urgente y muy personal. Cuando mencioné la palabra personal lo hice con demasiado énfasis, por lo cual ya nada más me preguntaron al respecto. Aunque después de la propuesta comenzaron a brotar espontáneamente algunos obstáculos de incierta resolución. Como ya era muy entrada la noche, y los ómnibus que viajaban a Emboscada no trabajaban tan tarde… (Continuará)

viernes, 26 de agosto de 2011

La resurrección del Doctor Francia

“¡Dame libertad!, ¡Dame libertad!” fue todo lo que dijo al despertar, dame libertad. Pero que extraña conducta la del Doctor, dijo el Filosofo Cat, que rareza de expresión proyecta, comentó el Ateo Sposa, y porqué tan aturdido despertó, a su vez fue el cuestionamiento que indicó la única mujer que allí estaba presente; Doña Aurita. Aquí, justo aquí, a lado mío ella se encuentra. Me mira y no puede disimular; está nerviosa. No me dice nada pero yo sé, que si ella tiene la posibilidad de relatar la historia, ella lo haría. Sigue nerviosa y yo sé que teme mucho yo omita algunos detalles, o que tergiverse algo, o simplemente no sepa interpretar los actos de los protagonistas. Pero yo le digo y no dejo de repetírselo que se relaje, que se tranquilice, pues yo me veo apto para relatar los hechos tal y como sucedieron.

Cat, Sposa y Doña Aurita estaban estupefactos, no sabían bien que decir, o que hacer, todo lo practicaron pero en ese momento, cuando por fin el Doctor despertó, estaban simplemente...  confundidos. Esa confusión quizá, porqué no decirlo, fue a consecuencia del insólito despertar del Doctor, pues todos esperaban... qué se yo, que se despierte y empiece a realizar preguntas, preguntas para ubicarse... pero no, se despertó y dijo agarrando de los brazos a Cat: ¡Dame libertad!.

Usted Doña Aurita me supera. Es imposible soportar esos gestos, esas muecas. Usted desconfía de mi talento y no sabe como decírmelo, y por ello prefiere desconcentrarme con esa actitud, actitud que no está a su nivel, no, usted no debe rebajarse haciendo esas cosas, acudiendo a esas artimañas, usted tiene que soportar mi relato, pues yo fui electo para hacerlo.. y no usted. O se pone sería o se va. Esa es la coyuntura.

El despertar del Doctor se produjo en la casa del filosofo Cat, en su propia habitación, habitación que tantas veces lo vio a él soñando, lo vio insomne, nervioso y también cavilante; estados que mantenía el filosofo y que tenían como única mecha la posibilidad de una entrevista, anheladísima entrevista con el Doctor. Acaso fue el día más excitante para este poco excitable filosofo, pues emulaba los ojos de un niño feliz. Es cierto que estaba feliz, pero también es cierto que la confusión dominaba su accionar, pues lo que tenía que decirle al Doctor, cuando éste se despertase, no se lo dijo, se limito a sonreír y a mirar con esos ojos de niño feliz a sus compañeros presentes.

Si lo que digo no es fiel a los acontecimientos en cuestión, le agradecería me lo dijera, ¡Pero hablando!, no suspirando como lo esta haciendo ahora, no balbuceando, no suspirando... ¡Hay!, tengo ganas de ahorcarla con el cable de este mouse. Pero el tonto soy yo. Ahora comprendo que estoy siendo incoherente. No debo pelearme con usted. Tengo que mostrarme comprensivo y tolerante. Así que... venga, si, si, usted, venga y siéntese, le cedo mi lugar, escriba todo lo que quiera, yo le doy esa oportunidad. Ahora salgo un momentito, voy a fumar un cigarrillo. A mi regreso veremos que tan bien sabe escribir. Hasta luego Doña.

Había una vez..., no, no. Hubo una vez..., no, tampoco. En un pueblo, hace mucho tiempo... no, hace poco tiempo, no. ¡Diantre!, esto de narrar cosas es más complicado de lo que parece. Pero... bueno, supongo que la gente sabrá comprender mis faltas de gerundio, de tiempo y también de persona. Pero ese muchachito sí que es prepotente, es prepotente y no supo entenderme, yo no quería escribir, no, no, ¡Claro que no! Lo único que pretendía de su parte era que vaya más rápido, no al grano como se dice, sino que sea más concreto, más preciso, y no tan ambiguo y desordenado. Esotérica y espiritista, eso soy, no una escritora. Pero..., pero, sí, escucho pasos, seguro que es el muchachito escritor, ya fumó todo y, bueno, me imagino que se habrá dado cuenta de sus defectos como escritor. ¡Señor Sposa!, ¡Pero qué sorpresa!; yo pensé que era el muchachito escritor, pero pase, pase, adelante, venga, siéntese, escriba, tiene que escribir, pues nuestro escritor está fumando afuera y me cedió su puesto, y, usted comprenderá, yo no soy muy ducha en esto de las escrituras, usted tiene que continuar Sposa, hágalo, pruebe, pruebe suerte haber que sale.

No, no, señora, por favor, usted me está comprometiendo, para eso está el escritor, es él y nadie más que él el responsable de escribir los acontecimientos, yo, usted, nosotros no somos más que los protagonistas, y eso nos coarta la posibilidad de escribir objetivamente, pues de seguro seremos, de alguna forma, parcialistas, y bueno, el resultante de ese error sería una historia distorsionada. Afuera estaba el escritor, yo lo vi y parecía muy nervioso, ni siquiera me vio, estaba fumando desenfrenadamente y se lo veía bastante nervioso y furioso. Le voy a llamar para que nos explique porqué... allí viene. ¡Cat!; ¡Mi queridísimo primo y caro amigo!, yo pensé, pensamos mejor dicho, aquí con la señora Aurita, que vos eras el escritor, pero, de seguro, ya te topaste con él afuera. No, no, no, momentito señor filosofo, primero siéntese aquí.

Gracias, ¡Qué cómodo!, yo solo quería preguntarles la razón de que nuestro escritor esté allí afuera como loco. Cuando me vio se puso a llorar como un bebé y me dijo que así no se podía trabajar, que él era un profesional de las letras pero la presión ya era demasiada. Al final me dijo que o le creamos espacios de libertad o él simplemente se retira del proyecto. Yo le dije que por favor no se apure, que sea mesurado en sus actos, y que me deje hablar con ustedes, y que juntos les daríamos ese espacio de libertad que tanta falta le hace. Sí, sí, por favor, adelante joven, pase usted. Estuvimos hablando y sí, en efecto, usted tiene la razón, para los artistas es imposible crear arte sin espacios de libertad. Nos comprometemos a no hablar, ni siquiera notará nuestra presencia, solo permítanos quedarnos aquí, calladitos, seremos fantasmas sin boca. Aquí joven, siéntese, éste es su trono, usted es el Rey, nosotros; simples plebeyos. ¡Adelante! Y que el arte fluya.

Ja, ja, ja, bueno, no era para tanto señor Cat, pero... ahora que lo pienso, que disparate, me estoy imaginando a mí mismo vestido de Rey, con la corona y todo, sentado frente a una computadora, escribiendo, en presencia de mis esclavos... no, no, no quise decir esclavos, plebeyos, sí, mis plebeyos. Ja, ja, ja, que interesante. En fin, cambiemos de tema, vamos a lo que nos interesa; entre los tres me relataron, paso a paso, esa tan increíble como maravillosa historia. Yo, a medida que escuchaba sus relatos, fui imaginándome todo, fui hilando los hechos, agregándoles adornos, detalles estéticos que de seguro darán realce a la historia. Ahora todo lo tengo en mi cabeza, falta que lo traspase a mi computadora. Es muy probable que me equivoque en algo y lo sé, suele pasar, pero no se preocupen, pues al final yo les presentaré el documento en sucio y juntos lo arreglaremos. Sí les digo todo esto es porque no me gustaría que me anden interrumpiendo a cada instante, pues es harto más fácil arreglarlo todo de una vez, al final. Entonces bien, empecemos...

El filosofo Cat y el ateo Sposa no solo eran primos, sino que también compartían una entrañable amistad. Desde jóvenes se pasaban horas y horas hablando, discutiendo; de religión, de historia, de política, de filosofía. Los dos eran brillantes, aunque en muchas cosas pensaban distinto. Y justamente era ese nivel cultural en conjunción con esa disparidad de pensamiento lo que tornaba interesantísima a la reunión. Doña Aurita era la única que con desdeñosa actitud contrastaba enormemente en ese gran derroche de intelectualidad. Esta señora era empleada del filosofo Cat, ella se encargaba de todo lo que a higiene y orden se trataba, también se proyectaba con denuedo en el ámbito de la cocina, sirviendo platos que al filosofo encantaban y que al ateo embelesaban.

Doña Aurita no comprendía porqué su filosofo patrón sufría los inviernos tomando baños fríos, porqué madrugaba los domingos teniendo la posibilidad de quedarse en su cama por más tiempo, porqué prefería sufrir en vez de disfrutar, eran cosas que ella no comprendía. Sposa, sólo Sposa lo sabía, él lo sabía pues él también era tan brillante como su primo, y sólo las mentes brillantes se comprenden, sólo ellos saben cual es la diferencia entre una persona común y una que sobresale del grueso de la gente; la diferencia entre los que nacieron para dejar huellas y los que nacieron para morir sin dejar ningún legado verdaderamente tangible en este mundo. Sí, Sposa lo sabía, pues él también hacia cualquier cosa por el simple hecho de no querer hacerlo, sólo por eso..., por no querer hacerlo. Pero este escritor se parece más a doña Aurita que a los dos eruditos mencionados, por lo cual, reconociendo sus limitaciones, prefiere no ahondar más en ese punto.

Eran las seis en punto de un domingo cuando el timbre de la casa del filosofo Cat sonó. Cat sabía que era su primo ateo el que venía a visitarlo, doña Aurita sólo lo presentía. En efecto, era Sposa que con su acostumbrado termo de café en los brazos venía a pasar la mañana en compañía de su querido primo. – Hola Cat, cómo amaneció, hola doña Aurita, cómo amaneció usted, espero que muy bien, yo estaba por estos lares y quise pasar a saludar – fue el saludo que casi de memoria se lo sabía doña Aurita – Pero adelante Sposa, por favor, no se quede allí afuera, con este frío y con esta llovizna, adentro estaremos mucho mejor – muy entusiasmado Cat propuso. Pero ya dentro se gestó este nuevo parlamento: – Este día tan gris y tan frío y esta genial llovizna me anima a visitar el Cementerio – dijo Sposa sin titubear. Doña Aurita no podía creerlo, pensó por un momento que Sposa estaba bromeando, y al instante escuchó atónita de la propia boca de su patrón: – Usted y yo Sposa pensamos igual, es una excelente idea la que me acaba de proponer, voy por un abrigo y nos vamos al Cementerio – Sí, sí, claro que sí, al Cementerio, todo muy normal, claro que sí, Doña Aurita se decía para sus adentros, creyendo aún en la remota posibilidad de que esos señores simplemente se estén regodeando con ella. Pero no, en el fondo ella sabía que hablaban en serio. Lo que no sabía era que el filosofo Cat tenía intenciones de llevársela con ellos. – Vamos señora, abríguese bien, usted será nuestra guía – profirió muy alegremente Cat  ¿Por qué Guía? – cuestionó Sposa, – Lo que pasa es que mi difunto marido – dijo doña Aurita – se encuentra en el Cementerio, y no pasa un día sin que yo lo visite, y creo que para el filosofo eso es motivo suficiente para nombrarme guía oficial de cementerio – Y aunque no fuese motivo suficiente ellos igual querían que ella vaya, pues verdaderamente disfrutaban de la presencia de esa adorable señora.

Las elucubraciones que brotaban espontáneamente de los diálogos mantenidos por los primos, si no fueran por las esporádicas intervenciones de doña Aurita, llegarían al cielo y se confundirían con los astros. Doña Aurita era el necesario e importante cable a tierra que mantenía a los dos amigos en la tierra de los mortales. Aconteció una vez, solo por citar un ejemplo, que los mismos se encontraban hablando de las diferencias en el marco sociológico que presentaban los grandes lideres orientales y occidentales. En un punto Sposa citó al Emperador Chino Sung, dijo que la bondad de su espíritu, a su parecer, fue la que le permitió a China vivir en una armonía poco vista hasta entonces. Pero antes de que el filosofo Cat dijera algo, doña Aurita, que se encontraba haciendo sus quehaceres en las inmediaciones, dijo solemnemente: –  Yo creo que los chinos no son nada bondadosos, pues hay un tal Kyto que vive a la vuelta y es un gran maldito, pues nunca colabora con la Capilla del barrio – y como sí nada continuó sus labores sin esperar ninguna respuesta. Pues esas eran las intervenciones que doña Aurita aportaba y que abruptamente hacían descender a los dos primos hacia varios niveles de conversación.

Ese domingo hacia mucho frío, el cielo parecía ceniza y olía a incendio, la garúa era discontinua, tanto como el fuerte viento. Ni vehículos ni peatones, solo la figura de los tres se veía por las calles. Al llegar al cementerio, en la entrada principal, divisaron a varios gatos, mezclados todos entre ellos, inquietos, moviéndose de un lado a otro, con las colas apuntando al cielo. – Válgame Dios – apuntó doña Aurita, – estos gatos parecen que están tramando algo maligno – Y Sposa, que no perdía oportunidad para ser irónico, a su vez dijo – Pero doña Aurita, no se aflija tanto, estos gatos son amigos de nuestros muertos, sólo quieren saber quién viene a visitarlos – Cat sonrió al escuchar hablar de esa forma a su primo, pensó también que faltaba ser un poco más irónico, por lo cual, mirando violentamente a la señora, le dijo: – Es muy probable doña que su marido se encuentre entre esos gatos, pues la teoría de la reencarnación incluye también a los felinos, si yo era usted me mostraría más cortés con los mismos, por cierto, ¿no nota usted alguna similitud entre alguno de esos gatos con su marido muerto?No, no, ¡válgame Dios!, – ofuscada dijo doña Aurita – aparte que Sebastián odiaba a los gatos – Pero cuando se acercaron demasiado a los gatos, estos salieron disparados por todos lados. – ¡Qué lástima! – exclamó Sposa – y yo que quería conocer a don Sebastián –

Una vez adentro, siguieron marchando por el camino principal, mirando los panteones, hablando. El tiempo había cambiado abruptamente sin que ellos lo advirtieran; todo se torno aún más negro, el viento los golpeaba con rudeza, y cuando se propusieron a caminar más rápido, para buscar algún refugio, se iluminó el cielo, después se escuchó un fortísimo relámpago y a continuación cayó una estrepitosa lluvia. Corrieron los tres, sí, corrieron, pero Cat y Sposa reían como niños, mientras que doña Aurita maldecía y al mismo tiempo los empujaba, para ver si alguno tropezaba y caía. Al final del camino se encontraba erguida una colosal cruz, y al costado de ésta una especie de galpón que servía de orador. Ese era el objetivo a alcanzar de los tres. Llegaron allí exhaustos, sin aliento y empapados. Doña Aurita aún tenía algo de aliento, pues continuaba maldiciendo a los dos señores, mientras que estos la miraban jocosamente, en silencio, respirando con dificultad.

Sposa tenía 55 años, era Doctor en Abogacía especializado en Criminología, también era Licenciado en Antropología, Licenciado en Filosofía y ateo por convicción propia. Enseñaba por filantropía en la universidad, allí se desempeñaba como profesor de Lógica Jurídica y Derecho Romano. Medía como 1,65 mts y pesaba como 100 kls., su barriga era prominente. En la cabeza tenía muy pocos cabellos, y los pocos que le quedaban en la mayoría eran todos blancos, los demás: grises. Su nariz fina y puntiaguda, sus ojos pequeños y sus orejas enormes lo hacían un hombre poco atractivo. Usaba siempre unos lentes que tampoco ayudaban mucho a su estética. De entre los tres, Sposa era el que contaba con mejor humor, aunque cuando se enojaba, que era muy poco frecuente, se ponía colorado y tembloroso, escupía maldiciones en varios idiomas y harto trabajo y tiempo se necesitaba para volverlo a poner bien.


Ya recuperados los alientos, se acomodaron lo mejor que pudieron, se quitaron de encima toda el agua que pudieron y a continuación bebieron del café de Sposa. El tiempo seguía igual, el golpear de las gotas por el suelo solo eran acallados por los estruendos que tanto miedo y angustia le procuraban a doña Aurita, mientras que el viento, agresivo como siempre, empujaba finas gotas al escondrijo. Quizá doña Aurita no se hubiera enojando tanto si el clima era cálido, el disgusto de ella era más bien a consecuencia del espantoso frío que reinaba. Esas gotas finas que ingresaban empujadas por el viento se clavaban en el rostro de los tres... continuará.

Los Suicidios

Metérse un tiro en la cabeza. Cómo no sentirse tentado, cómo no querer metérse un tiro en la cabeza y terminar con todo; en un segundo, acabar en un segundo con todos esos años, terminar la historia, morir en un solo sonido, en una sola explosión, sintiendo por ultima vez un ligero y efímero escozor en la cabeza, y después sumirse en ese letargo, unirse al otro paisaje, ser ya parte de otra etapa, de otro mundo. Cómo no querer metérse un tiro en la cabeza; y saber qué hay después, y vivir ese después, y ya no importa el después, si bueno si malo, lo importante es saber, saber por fin, confirmar cosas, descartar otras.

Con esos argumentos Alexander Estragó trataba de convencer a su amigo, Lectorcito Ruiz, de que se suicide. Alexander quería con toda el alma que su amigo Lectorcito se suicide, no que muera simplemente, sino que él mismo se mate.

Lectorcito no dejaba de escuchar a su buen amigo, viéndolo de tanto en tanto, asintiendo con la cabeza, escuchando, comprendiendo las razones del buen Alexander. Alexander tenía tan buenos argumentos, Alexander sabía convencer a la gente, y lo que decía Alexander tenía que ser cierto, era Alexander, por Dios.

El alma no muere amigo, el alma perdura, y lo que verdaderamente somos es alma, y no tanto carne. Automáticamente después de apretar el gatillo tu alma abandona la prisión de tu cuerpo y se prepara para nacer de nuevo, en un bebé, en cualquier parte del mundo. Y quién te dice que después de apretar el gatillo no nazcas en los Estados Unidos, y seas el hijo del Presidente de la Nación. Eso es amigo, así de fácil, gatillo y luego ser hijo del Presidente de los Estados Unidos; chicas, autos, una vida de comodidad. Podés llegar a ser el soltero más codiciado de los Estados Unidos. Cómo no metérse un tiro en la cabeza entonces. Qué envidia te tengo amigo, si yo pudiera matarme, que envidia.

Lectorcito estaba entusiasmado, la idea de las chicas, de los autos y de una vida de pura comodidad le estaba gustando. Quería como loco ser hijo del Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Alexander notó de reojo cómo su amigo se entusiasmaba, pero no se detuvo en la relación de sus argumentos, sino todo lo contrario; empezó con otros aún más convincentes.

Algunos creen que matarse con un disparo es doloroso. Pero yo te digo amigo que una bala el la cabeza produce una especie de orgasmo, y es sin duda una de las mejores maneras de morirse. Qué suerte tenés vos Lectorcito, y pensar que ni te vas a acordar de mi cuando seas hijo del Presidente de los Estados Unidos, cómo quiero estar en tu lugar...

Alexander estaba contento, feliz porque su amigo se iba a quitar la vida. Se estrecharon entonces las manos y Alexander, quitando un pañuelo que envolvía una pistola Beretta de 9 milímetros, le dijo: Ahora me voy querido amigo, vos ya sabés lo que tenés que hacer, ahora todo depende de vos; dentro del pañuelo está el arma, chau suertudo. Y Alexander amagó salir.

Lectorcito, que adoraba a su amigo Alexander, le dijo que no, que no se vaya todavía, que se quede un ratito más con él, porque ya nunca más se verían. Alexander le dijo que no se podía quedar porque tenía cosas que hacer, asuntos que atender. Lectorcito quitó la pistola y sonriendo comenzó a estudiarlo, a sopesarlo. Alexander, que también por un momento vio el arma, le volvió a reiterar a Lectorcito la insalvable necesidad que tenia de retirarse. No te podés ir Alexander, le dijo Lectorcito, tenés que quedarte, estoy por pasar a otra vida, quiero que te quedes. Pero Alexander, ya medio nervioso, temiendo que en cualquier momento su amigo se meta un tiro en su presencia, y sabiendo que eso lo podría perjudicar a él, y lo podría involucrar de alguna manera, insistió nuevamente en la ya mentada imposibilidad de permanecer más tiempo allí.

Lectorcito entonces le preguntó qué tenía que hacer en su oficina, porqué no podía dejar eso y quedarse con él. Entonces Alexander le dijo que su jefe era un negrero, un hombre cruel y despiadado que lo explotaba, y que si no acudía a la oficina, a resolver un asunto, su jefe lo iba a despedir, y él quedaría en la calle, con muchísimas cuentas que pagar, con muchísimos problemas. Una gran sonrisa se le dibujo en la cara a Lectorcito; como si se le hubiese ocurrido una brillante idea. Alexander, ante esa sonrisa, tembló.

Lectorcito, más entusiasmado que nunca, todo agitado, le dijo a Alexander que se siente, que no se apure, que él tenía una idea. Alexander no dejaba de ver la pistola en las manos de su amigo, brillando en el aire, moviéndose a la par de sus gestos entusiastas. Se sentó. Trató de calmarse, de serenarse, no dijo nada, esperó a que Lectorcito hable. Lectorcito habló. Dijo: Alexander, porqué no te metés vos también un tiro en la cabeza, y terminás con todos tus problemas; porqué no nos matamos juntos? Podemos ser hermanos en la otra vida, gemelos, hijos del Presidente de los Estados Unidos. Los dos solteros más codiciados en Estados Unidos. Chicas, autos, una vida llena de comodidad, acompañando a papá en sus giras por el mundo, visitando países ricos y pobres, y mientras papá está en sus reuniones con los lideres del mundo nosotros recorreremos las plazas, los shoopings, los lugares históricos. Siempre vamos a andar juntos, por las calles de Washinton, recorriendo la Gran Manzana, Wall Street y Berbely Hills, comprando ropa, sacándonos fotos; cómo no matarnos juntos, cómo no terminar con todos nuestros problemas, cómo no nacer de nuevo. Vamos a matarnos Alexander.

Alexander estaba aterrado. No articuló palabra. Sabía que era un momento demasiado delicado, y que las cosas que a continuación se dirían serían determinantes. Trató de calmarse y de encontrar las palabras precisas que necesitaba en ese momento. Lectorcito lo miraba, expectante, con ojos brillantes, sonriendo, con cara de maníaco.

Alexander dejó de mirar la pistola, suspiró, posó la mirada en los ojos de su amigo, suspiró, y dijo: Qué no daría yo por meterme un tiro en la cabeza amigo mío. Es lo que más quiero en este mundo, pienso en eso todo el tiempo, pero no, yo no puedo suicidarme, lastimosamente no puedo acompañarte, vas a tener que recorrer las calles de Berbely Hills sin mi. Te harán compañía las chicas más lindas de los Estados Unidos, pero yo no podré estar allí. Tenés que irte sin mi Lectorcito, vos ya estás preparado, yo todavía. Y poniéndose en pie se dirigió hacia Lectorcito, que a la sazón se mantuvo sentado, mirándolo desconfiado. Lectorcito no se paró; Alexander, agachándose, lo abrazó y le dijo con una voz algo paternal lo que sigue: Ahora debo irme, y vos tenés que empezar tu nueva vida, no pienses más en otras cosas, solamente pensá en vos, en lo feliz que vas a ser. Y dándole un beso en la frente se alejó de él, de manera solemne y compungida.

Lectorcito, con una expresión que ya denotaba desconfianza, sonriendo algo irónico, y siempre con la pistola en la mano, también se paró y le dijo a su vez: Alexander, pará un ratito, no estoy entendiendo bien. Sentáte vamos a hablar. No hay apuro. Alexander llegó a la puerta cuando Lectorcito había concluido su no hay apuro. Se quedó frente a la puerta. Quieto, dándole la espalda a Lectorcito. Luego, después de varios segundos (*), Alexander volvió tras de sí con una sonrisa supuestamente sincera y dijo esto: Tenés razón querido amigo, ya estoy preparado para irme contigo, para dejar atrás este mundo de mierda. Tenés razón, tenemos que matarnos. Y sentándose nuevamente en el lugar que le correspondía, continuó: Cómo aguantar las ganas de ser libre, de no tener que trabajar. Ya no veo la hora de apretar el gatillo, de volarme la cabeza, de sentir ese larguísimo orgasmo y despertar siendo el hijo menor del Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, qué lujo!, tenemos que matarnos Lectorcito. Ya no hay que perder más tiempo.

(*) En los segundos que permaneció frente a la puerta, dando la espalda a Lectorcito, Alexander decidió el siguiente plan: Le voy a decir que también quiero suicidarme, y que quiero ser su hermano, pero su hermano menor, y para que sea así él tiene que suicidarse primero, y después, según los principios de la reencarnación, inmediatamente después me suicidaría yo.

Lectorcito, satisfecho por la coyuntura actual de las cosas, manipulando la Beretta, revisando las balas y esas cosas, le dijo sonriendo, pero sin mirarlo: Que gusto que te hayas decidido; pero qué es eso de querer ser el hermano menor, a que te referís.  A que te referís le dijo ya mirándolo.

Alexander, siempre alegre, le dijo que como muestra de aprecio él cedía esa primogenitura en favor de él, y que él se conformaba con ser el menor; le explicó que ser el hermano mayor era algo muy bueno, y más si iban a ser hijos del Presidente de los Estados Unidos. Formaba parte de la línea inmediata de sucesión prácticamente.

El peor de los miedos de Alexander se hizo realidad cuando Lectorcito, muy tajantemente le dijo: De ninguna manera voy a permitir que una persona como vos, tan buena, tan inteligente, con tantas virtudes sea el hermano menor. Tu alma corresponde al alma de un hermano mayor, la mía de hermano menor. Yo se que vos sos demasiado bueno y pensás sólo en mi, y querés lo mejor para mí; pero yo te prometo que no me importa ser el hermano menor, y que prácticamente no tiene importancia porque vamos a ser gemelos, sólo que vos vas a salir primero de la matriz de nuestra madre.

En esos momentos Alexander comprendió que había que parar la pelota, que había que ganar tiempo; era menester ensanchar el preámbulo del suicidio a dúo. Entonces Alexander, comprendiendo esa necesidad real, al instante, mirando entrañablemente a su amigo, con lagrimas en los ojos, le dijo: Muchísimas gracias querido amigo, voy a ser el mejor de los hermanos mayores, te voy a cuidar y, aunque prácticamente seamos de la misma edad, me voy a sentir muy responsable por vos, por tus cosas, y con papá y con mamá, es decir; con el Presidente y con la Primera Dama cuidaremos que no falte nada en tu vida de pura comodidad, de lujo, de autos, de chicas; las chicas más lindas de los Estados Unidos de Norteamérica van a querer salir con vos, y yo, como voy a ser el mayor, medio que voy a ser celoso de vos, y no voy a querer que salgas con cualquiera, y vos vas a querer salir con las modelos y las actrices de Hollywood y yo voy a hablar con papá para que te convenza de que no salgas. De esas cosas nuestra vida va a estar llena, de ese tipo de discusiones. Pero al final tendremos una gran vida. Ya no veo el momento de que pase.

Lectorcito escuchaba placido, magnánimo a su entrañable amigo, estaba contentísimo. Y Alexander, temiendo que su compañero propusiera iniciar ya la matanza, se paró y dijo, alzando los brazos, alegre; Esto tenemos que celebrar, decíme por favor que tenés todavía esa botella de whisky importado, ese que la otra vez estábamos tomando. Lectorcito, ingenuo, entusiasmado con la idea de tomar por última vez con su amigo, le dijo que si, que la botella la tenía en el cuarto contiguo, y metiendo la pistola en la cintura de su jeans fue a traer la mentada botella. Alexander no sabía que hacer, y tenía que ganar tiempo, pero también pensó en escapar, en aprovechar que Lectorcito no estaba y salir corriendo por la puerta. Pero en esas dudas se quedó cuando Lectorcito llegó nuevamente, con la botella de whisky y un vaso en las manos. Siempre con la pistola en la cintura, y sin dejar de reír y mostrarse alegre y complacido por todo, Lectorcito escanció el whisky en el vaso.

Viendo que otra oportunidad yacía emergente, le dijo que mejor aún estaría el whisky con un par de cubos de hielo. Pero al instante Lectorcito que le dijo que no, que no era posible, que no tenía hielo en su heladera, pero que igual así estaba bueno. Y le pasó el vaso a Alexander y este resignado lo tomó, bebiendo despacio, muy lentamente, mirado de reojo, buscando oportunidades, hilando fino. Alexander notó que su amigo se encontraba ansioso, listo, y eso le preocupo enormemente. Lectorcito no hablaba, solo sonreía, y miraba la Beretta, y miraba a Alexander, y sonreía y parecía que ya quería ver como su amigo se volaba los sesos.

Alexander tomaba el whisky aparentemente tranquilo, pero en su fuero interno se desataba el peor alboroto de ideas que jamás tuvo, de situaciones, de estratagemas. La tensión y preocupación que experimentaba en esos momentos no le ayudaban a pensar bien... y el whisky se estaba acabando, poco a poco. Lectorcito le estaba obligando a suicidarse. Qué paradoja.

Bueno, Alexander, el momento a llegado. Y Alexander, lamiendo el vaso, trató de que esa expresión no le afecte; tenía que parecer tranquilo, decidido. Entonces le dijo, dejando a un lado el vaso ya sin nada de whisky: Totalmente de acuerdo Lectorcito. Pero antes de hacerlo es preciso que sepas algo. Hay posibilidades de que no reencarnemos en los hijos del Presidente de los Estados Unidos. Puede ser, claro que si, pero también es posible que nazcamos en Somalia, en una familia bien pobre, y tengamos una vida de puro sufrimiento y tormento. A Lectorcito no le importó eso, a Lectorcito ya no le importaba nada, lo único que Lectorcito quería era que Alexander se dispare en la cabeza. Lectorcito entonces dijo: Ninguna vida futura puede ser tan mala si estamos juntos, por eso tenemos que matarnos juntos. Al pobre de Alexander se le estaban terminando las pocas ideas que en su desesperada mente podía crear.

Pero seguía tranquilo, sin demostrar el menor miedo; él creía que en eso radicaba la posibilidad de escapar ileso. Fue así entonces que de manera imperturbable y natural le dijo a Lectorcito que se dispare, que luego él haría lo mismo. Lectorcito le dijo que no, que él tenía que matarse primero, él tenía que ser el hermano mayor. Alexander rió todo alborotado, diciéndole a su amigo que no, que no funcionaba así. Lectorcito, insistió Alexander, vos tenés que matarte primero si querés ser el hermano menor, tené en cuenta que vamos a ser gemelos, y el alma que llega primero es el que se mete dentro del último bebé, del más chico. Pero si querés voy a ser yo el hermano mayor, y vos el menor, o yo el menor y vos el mayor, yo no tengo problema, lo que vos quieras. Lectorcito se tomó de la cabeza; señal inequívoca de que no entendía nada, o por lo menos le costaba mucho trabajo hacerlo. Aprovechó esa situación Alexander para proponerle a su confundido amigo cuanto sigue: Si vos querés podemos dejar para mañana el tema del suicidio, total, un día más, un día menos, da exactamente lo mismo. Pero Lectorcito estaba ansioso, demasiado ya quería ser hijo del Presidente de los Estados Unidos, o ser otro niño pobre en Somalia; ya no importaba eso, lo fundamental era que Alexander esté con él en esa vida. Lectorcito colocó el arma en su propia sien y luego cerró los ojos. Alexander contemplaba aliviado, Lectorcito estaba por matarse.

Pero Lectorcito no se mató. En vez de eso abrió nuevamente sus ojos, sonrió, miró a su amigo, le apuntó, le apuntó con la Beretta 9 milímetros que él mismo le había dado, con un brillo exótico en los ojos; la otrora cara de ingenuo de Lectorcito había cambiado radicalmente, y sus facciones adquirieron una apariencia misteriosa, astuta, sanguinaria. Alexander, que se encontraba demasiado asustado, quemó su último barco, diciendo: No, por favor Lectorcito, no te preocupes, dejá que yo mismo me mate, dame el arma, dame. Lectorcito seguía apuntando, Alexander esperaba. Lectorcito no se decidía, Alexander esperaba, esperaba que Lectorcito le de el arma para que él se mate, pero él no se mataría, él mataría a Lectorcito, él no se mataría. Parece que esa verdad saltó en algo que hizo o intentó hacer, lo cierto es que Lectorcito se dio cuenta de ello  y disparó 3 balas a la cabeza de Alexander, que instantáneamente cayó muerto al suelo.

Lectorcito, lo más natural y tranquilo posible, apuntó el arma a su cabeza, y cuando se encontraba a medio segundo de apretar el gatillo, de sentir ese orgasmo final, de terminar con todo, de terminar con la historia, de morir en un solo sonido, en una sola explosión, vio algo que le llamó la atención. Alexander yacía tirado en el suelo, la sangre brotaba de su cabeza a torrentes. Lectorcito vio que Alexander traía algo en el bolsillo del saco, pues al caer éste en el suelo, lo que traía en el bolsillo, que parecía un sobre, salió medio cuerpo de lugar donde estaba. Entonces bajó el arma y tomó lo que parecía un sobre y si, en efecto, se trataba de un sobre. El sobre estaba cerrado y no llevaba nada escrito en él. Dejó el arma sobre un buró y cuidadosamente empezó a abrir el sobre. Casi perdió el conocimiento, todo se le nubló, trastrabilló; el sobre contenía exactamente 60 mil dólares.

Lectorcito se olvidó de la promesa, de la vida después de la vida. Lectorcito cambió de opinión, Lectorcito ya no se suicidaría, aún no estaba preparado.

Sonó el timbre de la casa; era su vecina, preguntando por los disparos. Lectorcito le pidió disculpas y le dijo que él había disparado, que estaba probando un arma y no se aguantó las ganas de disparar. La vecina sonrió satisfecha. Lectorcito también. No me pregunten qué pasó con el cadáver de Alexander; lo cierto es que Lectorcito se deshizo de él sin muchos problemas.

El día siguiente Lectorcito se fue de compras. Compró una computadora, compró muebles, ropa, una heladera, zapatos, una cocina, se compró un perro de raza, se compró también una televisión pantalla gigante. Ese mismo día llamó a la empresa de televisión por cable y solicitó el servicio, pidiendo venga lo más rápido posible un técnico a instalarle el servicio. Mientras ordenaba sus nuevas pertenencias sonó el timbre de la casa; era el técnico del servicio de televisión por cable. Mientras el técnico le instalaba el servicio, Lectorcito leía el contrato que tenía que firmar. Lectorcito firmó y pagó por adelantado varios meses, dando luego una jugosa propina al técnico.

Lectorcito se acomodó en su nuevo sofá de cuero, tenia el control remoto de la televisión en la mano. A lado del sofá colocó otra nueva adquisición; una pequeña heladera, que a la sazón tenía dentro latas de cerveza, botellas de vino, quesos, chocolates, y otras muchas cosas más. Se inclinó entonces, abrió su pequeña heladera y sacó una fría lata de cerveza. Abrió la lata y tomó un trago. Esa era la nueva vida de Lectorcito: perro de raza y televisión por cable.

Encendió la televisión y comenzó a visitar todos los canales. Tomaba su fría cerveza al tiempo que cambiaba de canal. Dejó de cambiar y se quedó en CNN, una cadena internacional de noticias. Mientras tomaba su cerveza veía las noticias. De repente la presentadora informó del nacimiento del tercer hijo del Presidente de los Estados Unidos. CNN trasmitía las imágenes en vivo y en directo del niño recién nacido, aún en el hospital. Entonces la presentadora dijo: El niño nació con 4 kilos y goza de muy buena salud. El niño y la primera Dama de la Nación ya fueron dados de alta y a partir del día de hoy, continuaba el cable, el niño vivirá en Washington, en la Casa Blanca.

Lectorcito, con los ojos llenos de lágrimas, alzó su lata de cerveza y dijo, solemne, magnánimo, mirando la televisión; Salud, querido amigo.

OBS: los suicidios son malos, por favor, no intente suicidarse.

Tito el cobarde


Analizando la situación no sería tan extraño lo acontecido, es más, quizá sería natural y continuo, algo continuo, sí, esa es la palabra, algo que siempre nos pasa, algo continuo. En cada situación nos topamos con anécdotas, la vida esta llena de situaciones y las situaciones a su vez llenas de anécdotas. Claro, algunas anécdotas no son dignas ni siquiera de ocupar un espacio en nuestra memoria. Pero ahora que lo pienso bien, ahora que reconozco la intrínseca importancia de esta anécdota, puedo decir que es loable mentarla.

Aconteció un 10 de septiembre del año 2005, fue un sábado, un sábado que se caracterizó por el abrupto cambio de clima. Toda esa semana fue un suplicio. Los paraguayers estamos muy acostumbrados al calor, a las altas temperaturas, y fue precisamente por ello que Dios nos dotó de una piel especial, más gruesa, más resistente al sol. No obstante lo cual esa semana en cuestión fue un suplicio, y me explico por qué. Nuestro invierno, como de costumbre, duró muy poco. Pero siempre, los paraguayers, abrigamos alguna que otra esperanza de que dure, por lo menos un poquito más. Pero no, una vez más no duro lo que establece el calendario. Lo verdadero y puntual, por no decir lo cierto y concreto, es que el calor arremetió con toda su furia y ya del invierno nos, definitivamente, habíamos despedido. Dije que los paraguayers estamos acostumbrados al calor, y también dije que toda esa semana fue un suplicio, suplicio porque hacía ya demasiado calor, y si fue un suplicio fue porque todos necesitamos que, si llega el calor, llegue lentamente, o sea, que la temperatura, después del frío, aumente por días, aumente por semanas si es posible. Después de nuestro ultimo frío, que fue muy frío, llegó el calor que tanto tememos. Y no llego tímidamente, como nosotros queremos, llegó de repente, con mucha furia, como reprimido por ya mucho tiempo y con hartas ganas de quemarnos. Fue una semana de suplicio simplemente porque no lo esperábamos así, no así por lo menos. Yo no sé si se me entiende, pero lo que quiero dar a entender, en este punto, y no sé si valdrá la pena, es que el calor, para nosotros los paraguayers, no es un suplicio, o si, quizá si lo sea, pero estamos acostumbrados a ello, y sí nos golpeó muy fuerte esa semana que les comentaba, era porque nos llegó de sorpresa, abruptamente, simplemente por eso.

Que lastima, queridos amigos, que no heredé de mis padres ese tan preciado gen de la simpleza. Mucho expliqué y me temo que fue en vano, pues el hecho del cambio brusco del clima no se relaciona con la anécdota, no tan directamente por lo menos. Pues bien, en busca de un talento faltante, me dirijo al inicio puntual de la anécdota, si puedo, claro está.

Ese sábado 10, encontrábame en casa con una amiga, amiga que hace no mucho tiempo que la conocía; aproximadamente un par de semanas y nada más. Ella se llama Bebyrka, nombre que proviene del ruso “bräw birht kärssi”, que a su vez significa “Mujer que a nada le teme”. Bueno, esa es la historia que ella me refirió de su nombre, yo sólo cumplo en repetirla. No hay garantías de que eso sea cierto, habría que preguntarle a un ruso.

Por eso de la puntualidad, huelga comentarles qué hacíamos yo y Bebyrka esa tarde en mi casa.

Siendo aproximadamente las 16 horas, Bebyrka hizome la proposición de irme con ella a su ciudad natal, dónde en la actualidad vivían sus abuelos. Mucha fue mi sorpresa al enterarme de que su ciudad natal, al cual ella tenía que dirigirse al rato, era un lugar que hacia antaño yo quería conocer. Ni un minuto, fueron segundos los que me llevaron decidir si iba o no. Al final decidí ir, no tanto por ella, sino más bien por lo interesante que pintaba ser el viaje. La ciudad era Atyrá. Quedaba a una hora y media aproximadamente de viaje. Nada me impedía ir, aunque, claro, tuve que hacer unas cuantas llamadas y mentir a un par de personas. Habiendo hecho todo eso ya nada nos impedía emprender el viaje.

Cuando Bebyrka llegó esa tarde a casa, en el cielo, cielo sin nubes, estallaba un sol acuciante y nunca sus rayos encontraron obstáculos debilitadores, pues ni una pizca de viento existía. Pero, un par de horas después, cuando ya prestos a emprender el viaje nos encontrábamos, el clima ya había evolucionado tanto, tanto, que de gris brillante el cielo mucho adquirió. Los vientos también se asociaron con el cielo y juntos produjeron un clásico clima de invierno, eso sin mencionar la inminente amenaza de lluvia. – Vamos rápido nene, ganémosle a la lluvia – me dijo muy entusiasmada Bebyrka. Rauda fue la salida de casa, sin rodeos, sin despedidas. Rauda pero no irresponsable, pues dado el cambio de temperatura, cuide muy bien de llevar un grueso abrigo conmigo.

Aquí, en estos siguientes puntos, marcho rápido, fíjense bien.

Nos dirigimos a la parada del ómnibus que tenía que llevarnos a Atyra. Llegó el ómnibus y a él nos subimos. Ya dentro del transporte nos percatamos, Bebyrka y yo, que el techo del ómnibus parecía romperse, parecía ser acribillado por un pelotón de infantería. Era la lluvia que arremetía con pasmosa violencia por la estructura metálica del ómnibus. Al principio fue sumamente distractor el mencionado fenómeno, aunque, poco tiempo después, ya acostumbrados nuestros sentidos a él, pudimos adornar el periplo con abundante parlamento.

Bebyrka me advirtió que no esperase mucho lujo en la casa de sus abuelos, pues la casa, me dijo ella, era muy modesta. Eso no hizo mella en mis entusiasmados ánimos, al contrario, creo que lo volvió más interesante. – Cuando lleguemos a Atyra – prosiguió ella – tendremos que bajarnos en la parada del ómnibus y allí, avanzar por un camino de tierra unos 20 minutos. – Todo, era notable. Todo lo que Bebyrka me anunciaba producía que en mi corazón se avive más y más el fuego que nació con la espontánea idea de viajar a un lugar totalmente desconocido por mí.

Durante todo el viaje el agua siempre estuvo presente; a veces con mucha fuerza, a veces muy débil. Cuando llegamos al lugar en el cual teníamos que bajarnos, el agua apenas era una llovizna. Pero esa llovizna estaba manipulada por un fortísimo viento. Y todo eso en conjunción con un ya poderoso frío. Todo eso percibimos en el momento de bajarnos del ómnibus, eran las ocho de la noche. No sólo oscuro se nos presentó el panorama, sino también inhóspito, desabitado. – Bueno, aquel es el camino del que te hablé. – me dijo Bebyrka, señalándome el camino que nos conduciría a la casa de sus abuelos. Tenebroso y fascinante, así se presentaba para mí el ambiente.

Al adentrarnos en el bosque, porque era eso; un bosque, a través de ese camino, encendí un cigarrillo e invité otro a mi compañera que con gusto lo aceptó. Fumando, hablando, riéndonos estábamos. El viento soplaba fuerte, la llovizna no mermaba y la oscuridad era tal que, sin exagerar, apenas si podía ver el rostro de Bebyrka. Todo ello me condujo a usufructuar una pequeña linterna que llevaba en carácter de llavero. Pero lo encendía y lo apagaba a cada rato, pues, aunque muy oscuro era todo, la travesía podía ser realizada sin ningún tipo de auxilio gracias a la condición suave de nuestro camino.

De tanto en tanto, a medida que avanzábamos, divisábamos casas aisladas, algunas iluminadas, otras no tanto. – Por estos lados ya se tiene electricidad – habíame dicho Bebyrka. – ¡Qué bueno! – le repuse – ¿y aquélla casa tan oscura y misteriosa? – le pregunté al divisar una que gran impresión me había causado. Y si me causo extrañeza no fue precisamente por lo oscuro de la casa, sino más bien por lo misterioso que se mostraba. El viento soplaba muy fuerte, los árboles que se balanceaban parecían elásticos, flexibles, la llovizna era muy irregular pero el frío, el frío era penetrante. El haz de luz que desprendía mi pequeña linterna, al alumbrar en dirección a la mencionada casa, sólo había empeorado su reputación, pues ésta se volvió más tenebrosa, más terrorífica. Muero de ganas por hablar de truenos y relámpagos pero no, no había nada de eso, no por el momento. La casa, a la cual yo me refería, era pequeña y tal vez en sus mejores tiempos hasta bonita, pero los años y la falta de cuidado la sumieron en una profunda decadencia, pues las paredes, que otrora se encontraban con revoque, ya habían perdido gran parte de éstos, y eso a su vez permitía se vean los ladrillos que la conformaban. No tenía puertas y el techo estaba caído en algunas zonas. Los arbustos habían crecido tanto, que prácticamente envolvían toda la casa. Pero aquí me detengo, pues descubrí que por más que intente no sabré como transmitir lo que aquella noche vi y sentí al pasar por frente de esa casa – huf, esa casa, esa casa tiene una gran historia – fue lo que dijo Bebyrka mientras fumaba su cigarrillo – Mis abuelos me contaron muchas cosas sobre esa casa – y como queriendo cambiar de tema, repuso; – ¡Qué cambio de clima he!, Esto no estaba en los planes – Es muy probable que no haya estado en nuestros planes, lo admito, pero lo que era a mí... a mí simplemente me fascinaba. – Pero, dale, a ver, cuéntame niña lo que tus abuelos te contaron de esa casa – Dije sin querer parecer desesperado empero, sinceramente, aquí entre nosotros, moría por saber la historia. Empezaron de esa manera una sarta de evasivas y subterfugios por parte de Bebyrka. Me dijo que ella no creía nada de lo que se decía de aquella casa, me dijo que ni valía la pena relatar la historia, en fin, definitivamente ella no quería contármela y bueno, todo eso simplemente amplificó mis ganas de saber. Al final el gen de la terquedad que heredé de mis padres pudo más. Queridos amigos; esta es la historia de la casa embrujada, contada por Bebyrka, presten mucha atención:

LA CASA EMBRUJADA

          Cuando estalló la guerra del Chaco, en esta casa vivía la familia Qrunzisky, familia compuesta por tres miembros, Don Gilberto, Doña Bautista y el hijo de éstos, Tito. Don Gilberto era hijo de un inmigrante Ruso, señor, dicen, muy lindo, alto él, con cabellos rubios y ojos azules, piel blanca, a veces rosada. Doña Bautista era más bien bajita, algo gordita y con cabellos negros, negros y blancos. El joven Tito, joven porque cuando aconteció el hecho tenía 20 años, salió al padre, era igual, según dicen. Una mañana, ya en plena guerra, llegó la inesperada y temida noticia. Se solicitaba la presencia de Tito en el Chaco para luchar por la Patria. Nadie se hubiese imaginado que Tito contaba ya con 20 años, pues su comportamiento, al enterarse de la noticia, fue la de un niño cobarde de 10, pues comenzó a llorar desesperadamente, se tiraba en el suelo y allí se enroscaba en las piernas de su madre, pidiendo a gritos que se le esconda, que se le salve de ir a la guerra. La madre sólo lloraba. Don Gilberto, enfurecido por la vergonzosa actitud de su retoño, no tuvo otra alternativa que molerlo a golpes y obligarlo a que vaya. Doña Bautista estaba inconsolable, buscaba por todos los medios excusar a su hijo de ir al Chaco. Al día siguiente, después de haber recibido la noticia, a Tito y a otros tantos jóvenes de la zona, incluyendo a mi abuelo, debía venir a buscarlos un camión para llevarlos al lugar del combate. Esa tarde Don Gilberto fue a la ciudad a traer el uniforme verde olivo que tenía que usar su hijo. Aprovechando la ausencia del su marido, Doña Bautista fue a casa de unos vecinos a preguntar la forma en que su hijo se podría salvar de ir a la guerra. Frustrada y llorosa esa tarde volvió a su casa. Allí le esperaba ansiosamente Tito, ansioso por escuchar buenas noticias. Ciertamente no fueron buenas las noticias. La madre, muy tristemente, le comunicó que inexorablemente debía irse al Chaco, pues los únicos que no iban a la guerra eran los minusválidos y los jóvenes que no tenían padre ni hermanos, pues ellos tenían que quedarse a cuidar de la madre. Repentinamente el ánimo de Tito cambió. Era otro hombre. Parecía como ansioso por ir a la guerra. Doña Bautista pensó que a su hijo le dominaba un espíritu más valeroso, más gallardo, más patriota. Tito le dijo a su madre que duerma un poco, ya que desde que recibieron la noticia no lo hacía. Le dijo que no se preocupe, le dijo que él iba a esperar al padre. La madre, quizá un poco contagiada por la nueva fortaleza y temple de su hijo, se sintió un tanto más tranquila y accedió a dormir. Ya era muy entrada la noche cuando Don Gilberto llegó a la casa, con el uniforme verde olivo en las manos. Tito lo recibió de muy buena gana, diciéndole a su vez que había reflexionado mucho y que estaba ansioso por defender al Paraguay. Le quitó al padre el uniforme y comenzó a probárselo, frente a él, siempre sonriendo, informándole también que la madre estaba descansando un poco y que no sería bueno despertarla. Un orgullo que jamás había sentido le embargaba a Don Gilberto; su hijo por primera vez demostraba valor. Tito se quitó el uniforme y le dijo al padre que quería bañarse. El padre, demasiado contento con su hijo, le dijo a su vez que no se preocupe, que él mismo iba a quitar agua del pozo para que se bañara el. Fue entonces al patio y se dirigió al pozo, que se encontraba en el fondo del patio. Tito lo siguió, con un gran pedazo de madera en las manos. Cuando Don Gilberto se encontraba tirando de la soga que alzaba el balde con agua sintió, inesperadamente, que alguien estaba detrás de él, en medio de la oscuridad. Sin soltar la soga giró la cabeza y encontró a Tito. Antes de que Don Gilberto diga algo, Tito le asestó un fortísimo golpe en la cabeza con el pedazo de madera que llevaba en las manos. Dado el golpe el señor soltó la soga y se tomó de la cabeza, al mismo tiempo que su hijo le agarraba a él de las piernas y lo tiraba dentro del pozo. El pozo era muy profundo, aunque Tito escuchó cuando el cuerpo de su padre llegó al agua. Sin perdida de tiempo Tito tomó una gran roca que se encontraba cerca y lo tiró dentro del pozo. Cogió otra gran piedra e hizo lo mismo. En total tiró cerca de ocho enormes piedras. Hecho todo eso, volvió a la casa, tomó el uniforme, volvió al pozo y lo tiró dentro. Ejecutada su macabra ocurrencia, entró en la casa, cerró la puerta y se acostó junto a su madre. Esa noche durmió profundamente, y soñó. Soñó con perros, perros blancos. A la mañana siguiente Doña Bautista encontró a su hijo durmiendo junto a ella. Lo miró y dedujo que su marido decidió, en virtud a las circunstancias, que el niño durmiera esa noche con ella. Ella pensaba que Don Gilberto estaba durmiendo en el dormitorio del niñito. Por ello, y en vista a que estaba amaneciendo, calentó agua para preparar el desayuno. Sería el último desayuno con su hijo, pensó. Doña Bautista no tuvo necesidad de sacar agua del pozo, pues la familia contaba con un gran cántaro de barro dentro de la cocina que guardaba en su interior abundante reserva de agua. Puesto el agua en el fuego, decidió ir a despertar a su marido. Grande fue su sorpresa al descubrir que Don Gilberto no estaba allí. Su sorpresa se confundió con desesperación al pensar en que ni siquiera había llegado a dormir. Desesperadamente despertó a Tito. Le comunicó que su padre no había llegado y que estaba muy preocupada. Dicho todo eso, Tito comenzó a llorar profusamente. La madre no entendía, o mejor, no justificaba el llanto de su hijo, por lo cual le preguntó porqué lloraba así, sí cuál era el motivo por el cual lo hacia. Al instante Tito le dijo que todo estaba muy claro para el: su padre decidió ir en su lugar. Doña Bautista inició un llanto lastimero con verdadero y sombrío sentimiento, y Tito, el cobarde, simulo también llorar pero no le salieron lagrimas, y temiendo que su madre se percatase de ello, la abrazo por conveniencia, solo por conveniencia, para que no lo vea llorar sin lagrimas. Doña Bautista y Tito se mantuvieron abrazados por algún tiempo más, hasta que escucharon llegar al camión que llevaba a las personas a la guerra. Tito se estremeció al escuchar el ruido del motor del camión. Le dijo a su madre que vaya afuera y les comente lo que aconteció, pues él no estaba en condiciones de hacerlo. Doña Bautista se secó las lagrimas y salió fuera de la casa. El camión verde del ejercito, un ford 1930, se estacionó a pocos metros de la casa de los Qrunzisky. En él habían dos oficiales militares y algunos soldados que ayudaban a subir a los nuevos futuros combatientes en la carrocería del camión. La señora se había quedado en el portón de la casa, en espera de que vengan a preguntar por su hijo. Un oficial, con algunos papeles en la mano, se acercó a Doña Bautista y preguntó por la persona de apellido Qrunzisky que debía irse con ellos al Chaco. La señora le respondió explicándole la teoría de Tito, de que su marido había tomado su lugar. Tito, muy nervioso él, temblando, miraba desde la casa todo lo que ocurría por un pequeño agujero. Miraba y temblaba, miraba y temblaba hasta que escuchó un sonido inentendible. El sonido le llamo la atención y le produjo cierto escalofrío. Él no sabía de donde provenía. Agudizó más sus oídos y pudo escuchar mejor el sonido: eran los gritos de su padre que provenían del fondo del pozo. Miró una vez más por el agujero y divisó a su madre hablando con el Oficial. Rápidamente se dirigió al patio. Antes de llegar al pozo advirtió que de la cocina salía algo de humo y sin perdida de tiempo a ella se dirigió. Ya en la cocina vio una olla con agua hirviente, la vio y la tomó con mucho cuidado. Esa olla que se encontraba hirviendo era la que Doña Bautista había puesto al fuego al despertarse, con la intención de preparar desayuno. De la olla salían vapores calientes que a cada movimiento le quemaban el pecho, pues Tito se encontraba con el torso desnudo. Se dirigió al pozo con la olla en las manos y una vez allí, con mucho cuidado, lo tiró dentro del pozo. Adentro, de lo profundo del pozo, a medida que caía el agua hirviendo, se escuchaba un susurro, un largo susurro que parecía el suspiro de una persona muy triste, o muy enferma. Afuera, en el portón de la casa, no creyendo el Oficial lo que Doña Bautista le refería, no tuvo más remedio que entrar en la casa para corroborar lo acontecido. El Oficial, como conociendo de memoria la casa, iba adelante, detrás iba Doña Bautista, que le seguía dando explicaciones al mismo. Cuando entraron en la habitación encontraron a un Tito un tanto agitado, acostado en la cama, con el cuerpo tapado y mirándolos con ojos grandes y saltados. El Oficial le miró y le preguntó dónde estaba su padre. Tito, con voz temblorosa, cansada y a la vez queda, le dijo que se había ido al Chaco, en su reemplazo. El Oficial, después de mirarlo por unos segundos a los ojos, giró y se dirigió nuevamente afuera. Doña Bautista se sentó en la cama, miró a Tito y lloró, lloró como nunca había llorado. Segundos después, cuando Tito notó que el camión se alejaba, se colocó a lado de su madre y la abrazó por largo tiempo. Pasó algún tiempo en la casa de los Qrunzisky, ya Doña Bautista se había acostumbrado a la idea de tener a su marido en la guerra. Trató de vivir con su hijo lo mejor posible, trató de ser madre y padre a la vez. Ella pensaba que el más afectado por los acontecimientos era su hijo Tito. Por ello endureció su espíritu y se guardó todo tipo de sentimiento débil. Ella tenía que ser el sustento de su hijo. En cuanto al pozo de agua, Tito dijo a su madre que allí había caído una gallina por accidente, razón por la cual ya ese pozo no se debía utilizar, pues de seguro el agua estaba corrompida. Bien la madre pudo notar que el agua que puso a hervir, la mañana que vinieron a buscar a su hijo, desapareció misteriosamente. Bien la madre pudo contar sus gallinas y notar que no faltaba ninguna. Pero lo del agua no le llamó la atención y contar las gallinas no se justificaba. ¿Para qué? Sí su hijo Tito lo decía, era cierto y punto. Tito iba todos los días a un arroyo cercano a traer agua. (Por lo menos eso verdad) Así transcurrieron los tres meses siguientes. Llegó una época de sequía general. Una tarde Tito había ido a traer agua de un arroyo más distante, pues el primero se había secado. Doña Bautista, al ver sus plantas ya casi marchitas, decidió quitar agua de su pozo para regarlas. Ella pensó que aunque espuria esté el agua, por lo menos serviría para refrescar algo a sus plantas. Se dirigió al fondo del patio y notó que el pozo se encontraba tapado con un gran pedazo de madera que tenía encima unas cuantas rocas. Por un momento quiso esperar a su hijo para que le ayudase a quitar las rocas y la madera que tapaban al pozo, pero sólo fue por un momento, pues después decidió hacerlo ella misma. No con poco esfuerzo logro quitar todos los obstáculos. Una vez que terminó su ardua empresa, una vez que ya el pozo abierto se encontraba, sintió con estupor y escalofrío un fétido olor a podredumbre, después miró por dentro del pozo y vio una masa amorfa y confusa. El asco y la turbación que le produjo la escena no le impidieron sacar el agua. Tiró el balde como de costumbre y esperó a que se hunda. Cuando se propuso a jalar de la cuerda sintió que algo se lo impedía, parecía como si se hubiera enganchado el balde por algo. Ejerció un poco más de fuerza y por fin sintió que el balde, al desengancharse de ese algo, comenzaba a subir sin problemas. Todo lo hacia sin mirar dentro del pozo, pues cuando lo hacia el olor a podrido era más poderoso. Jalaba y jalaba, y cuando lo hacia sentía que el nauseabundo olor se acrecentaba más y más. Cuando vio que el balde ya se encontraba a la vista, notó que dentro traía algo. Se dijo a sí misma que era la gallina muerta. No la miró. Cogió el balde por su empuñadura sin mirar y lo colocó al borde del pozo. Doña Bautista no sabía cómo proceder, pues aunque sabía que se trataba solo de una gallina, tenía mucho miedo de que le impresione el estado en que se encontraba. Al final opto por mirar y notó que no era una gallina, que no era un animal. Con desgarrador asombro descubrió que se trataba de una mano humana. Estaba muy asustada y temblaba. Aunque tenía demasiado miedo miró con más detenimiento la mano putrefacta. Y al hacerlo descubrió que en uno de los dedos de la mano se encontraba un anillo, un anillo de oro, era el anillo de compromiso de su marido, de Don Gilberto Qrunzisky, el mismo que ella le había regalado hacía 20 años atrás. Cuando su cuerpo amenazaba con desplomarse, cuando ya su corazón no latía en ella, sintió que alguien estaba detrás de ella, a sus espaldas, mirándola. Giró y encontró a su Tito, mirándola, sonriendo ligeramente, con un gran pedazo de madera en las manos. Doña Bautista miró a Tito, miró el pedazo de madera y antes de que lo vuelva a mirar a él sintió un fuerte golpe en la cabeza, golpe que la sumió en una profunda oscuridad. Mientras se llevaba las manos a la cabeza, sintió que Tito la cogía de las piernas. Tito la tiró también al pozo. Después de tirar dentro del pozo todas las piedras que encontró, se dirigió a la cocina y puso al fuego, en varias ollas, toda el agua que del arroyo había traído. Una vez que hirvió el agua, se dedicó a derramarla dentro del pozo. Después de eso ya no puso ninguna clase de tapa encima del pozo. Pasaron los días, pasaron las semanas, pasaron los meses y a los vecinos les extrañaba no ver a Don Gilberto ni a Doña Bautista, sólo a Tito veían. La guerra que se lidiaba en el Chaco era un tema que mantenía a todos concentrados en las noticias, razón por la cual no se evidenciaba tanto lo que acontecía en la familia Qrunzisky. Cuando los vecinos que encontraban a Tito le preguntaban por sus padres, a lo que él respondía siempre que se fueron al Chaco, a la guerra. Tu padre si, sabemos que te reemplazó, le decían los vecinos, pero tu madre, cómo se va a ir a la guerra si ella es mujer. Lo que pasa es que mi madre es muy patriota, decía él. Tito tiraba cada día una gallina viva en el pozo. Cuando sus gallinas terminaron, comenzó a tirar a los cerdos. Tiró como seis cerdos grandes en el pozo. Los vecinos ya no sabían que pensar. No sólo era el viciado y pestilente aire que hacía tiempo salía del pozo, sino que Tito había desaparecido por completo. Ya no se lo veía por la casa. Los vecinos ya estaban asustados. Una tarde, los vecinos se reunieron y decidieron ir a ver qué pasaba. Cuando estaban todos en el portón de la familia Qrunzisky, vieron con pasmo que del interior de la casa salía Tito, vestido con el uniforme verde olivo. Tito estaba como ido, ensimismado en sus cavilaciones, ni siquiera se había percatado de la presencia del conglomerado de vecinos que yacían frente a su casa. Y tus papas dónde están Tito, le preguntó uno de los vecinos, uno que se había adelantado un poco más que los demás, recibiendo de respuesta: Se fueron al Chaco, a la guerra, son muy patriotas, me dejaron solito. Sólo un par de metros estaba el joven de los vecinos, por lo que ellos pudieron percatarse de que la ropa, el uniforme verde olivo que llevaba puesto Tito, tenía el característico olor a podrido. Todo eso produjo un miedo colectivo en esas personas, miedo que no les permitió acercarse más a esa casa, y el que se había adelantado retrocedió. Esa fue la última vez que se le vio a Tito. Nunca más, desde 1932, se volvió a entrar en esa casa. Algunos creen que se tiró dentro del pozo, otros creen que aún vive dentro de la casa. Hay muchas historias, aunque pocos quieren repetirla, por lo menos los más viejos, los que llegaron a conocer a la familia. Lo que es a mí, yo no creo absolutamente nada, ni me importa.

Y fue de esa forma en que Bebyrka concluyó su relato. El clima en nada había cambiado, el viento seguía azotando los árboles, la llovizna siempre irregular, el frío brutal. Bebyrka ya no era la chica alegre que conocí, después de su relato, apenas concluyó, se volvió mas sería, mas fría. – Ya estamos por llegar, aquella es la casa de mis abuelos – Me dijo mostrándome una casa iluminada que se encontraba como a unos 30 metros. – Ha, olvide decirte; ni se te ocurra decir algo referente a lo que te conté – Me advirtió Bebyrka. Yo, por mi parte, no tenía ningún problema en callar. Llegamos a la casa y nos recibieron unos cuantos perros, muy alegres ellos de nuestra presencia. A mí me fascinan los perros, por lo cual no me importó mucho que me ensucien con sus patas al saludarme. Pero obviamente Bebyrka no piensa lo mismo, es más, creo que hasta odia a los perros.

El ladrido de los perros y de Bebyrka habían delatado nuestra presencia allí. Salió una señora ya muy mayor a recibirnos – Hola abuela, él es un amigo, quería conocer el campo y bueno, le traje conmigo – fue lo que dijo Bebyrka a su abuela. – Hola mi hijo, bienvenido seas, pero pasen, pasen, que aquí hace mucho frío – Y con eso entramos dentro de la casa. Nadie esperaba mi presencia allí, eso era evidente. Pero eso sólo daba mejor nota a la experiencia. – ¡Salomón!, ¡Salomón! Despertáte viejo, tenemos visita – Dios mío, que vergüenza sentí en esos momento, me imaginaba que en cualquier momento saldría un anciano de mal humor a preguntarme qué diablos hacía yo allí. – Hola abuelito, que pena, te despertamos, él es un amigo que traje conmigo – El viejo no dejaba de mirarme, de abajo para arriba, una y otra vez, parecía que no podía creer mi presencia allí, todo lo cual me hacia sentir peor. – Hola señor, como está, yo soy amigo de Bebyrka, quería venir hace mucho tiempo ya a conocerlos – fue lo primero que se me ocurrió. Aunque vagas, tenía esperanzas que después de decirlo el también diga algo, pero no, no dijo nada. – No se preocupe joven, él es así, es que está algo dormido todavía – trató de excusarlo su señora. – Sentáte, siéntense, por favor, Bebyrka, prepará algo para comer, o para tomar, no sé, ¿qué desea joven? – la señora me pregunto y yo, aunque moría de hambre, no sabía que decir. El viejo no se movía de su lugar y seguía mirándome. Por un momento pensé que era natural que se comportara así, que siempre lo hacía, y bueno, eso como que me hizo sentir algo mejor. – Hola – dijo de repente el abuelo de Bebyrka – Hola señor, ¿cómo está? – le dije yo pasándole la mano. – Bien, bien, sólo que no esperábamos visitas y menos a estas horas – de una manera seca pero sincera me dijo el señor estrechándome fuertemente la mano. Dicho todo eso empezamos una nueva etapa, la etapa en que nos sentábamos todos y empezábamos a hablar.

La etapa a la que yo me refiero necesita, inexorablemente, a un héroe. Ese héroe es el que encuentra el tema a ser abordado por los circunstantes. Generalmente ese héroe va por lo más sencillo; el clima. De ese tema madre se desprenden temas hijos, y de los temas hijos, temas nietos. Si la conversación se torna amena, el árbol genealógico al final puede resultar enorme. Otras veces el tema madre muere sin tener hijos. Ya todos sentados en un círculo nos encontrábamos.

Segundos se necesitaron para que mis esperanzas de que Bebyrka sea la heroína se esfumaran por completo. Ella, con la cabeza gacha, mirando sus muslos, me había elegido a mí como el héroe de la noche. Si, si, pensé, hablaré del clima, el clima será mi tema madre, luego el tema hijo será el cultivo, después la economía se convertirá en el tema nieto. – ¡Qué frío he!, y pensar que esta tarde hacia un calor insoportable – dije yo friccionando mis brazos como queriendo reforzar mi observación. – Es que era impensable que nuestro invierno durase tan poco – indicó la abuela. Yo prefiero el frío. – fue el pobre comentario que mi amiga aportó. – ¿Y usted Don Salomón, qué prefiere? – Con una sonrisa jovial le pregunté al viejo. – Yo mi hijo prefiero el frió, a mí me da mucha satisfacción dormir con esta clase de clima. – Sentenció Don Salomón, mirándome desagradablemente, como si fuese yo el culpable de algún crimen. Indudablemente no pasaríamos de ese tema, de eso yo estaba seguro. Después de escuchar la irónica respuesta de Don Salomón, el ambiente se torno pesado, tenso, hostil, pero por sobre todo; silente. Sólo se escuchaba el viento golpear por el techo de chapa de la casa. Bebyrka y su abuela miraban sus respectivos muslos. El viejo me miraba a mí y yo, como un niño curioso y feliz que no entiende las indirectas, miraba a un punto imaginario.

Transcurrió así algún tiempo cuando, inesperadamente, luego de escuchar un fuerte relámpago, nos sumimos en una oscuridad inimaginable. La actividad sonora aumentó con el apagón. Llovía a cantaros y el viento adquirió una inusitada rudeza, pues el techo amenazaba con desprenderse de sus clavos. Del otro lado de la puerta, puerta cerrada, parecía que un gigante se encontraba golpeando, queriendo entrar. Obviamente era el viento, pero yo, en ese momento, recordé la historia de la familia Qrunzisky y, como nunca, deseé estar en mi casa.

La oscuridad era completa, ni mis brazos ni mi cuerpo podía ver. Sentí que todos se levantaron de sus asientos pero nadie dijo nada, me imaginé que sabían de memoria cómo proceder en esos momentos. Yo, más por miedo que por el afán a ayudar, saqué mi linterna y alumbré a los presentes. Nadie me lo dijo, pero yo sabía que había aportado muchísimo, pues poco tiempo después ya contábamos en el salón con velas encendidas. Seguía recordando el caso Qrunzisky. Seguían los fuertes golpazos por la puerta. – Bueno, la energía eléctrica se fue por esta noche, todos a dormir – Dijo Don Salomón mientras se retiraba con su señora. ¿Y la comida?, pensé en mis adentros. Bueno, no todo era tan malo, volví a pensar, Bebyrka sabría muy bien suplir ese detalle. – Vos vas a dormir en la habitación de mi primo, él no va a venir esta noche – abruptamente dijo Bebyrka, sin previo aviso, matando ilusiones, esperanzas. – Pero... pero – no, no sabía que decir.

Que tonto fui, pretender que sus abuelos consientan en que durmamos juntos... que tonto fui. Lo peor de todo, lo que verdaderamente me angustió, era que la habitación del primo, en el cual inexorablemente tenía que pernoctar, no quedaba en el interior de la casa; quedaba en el fondo del patio, ¡era una habitación independiente!. Canjee, como quien dice, tripas por corazón y no evidencié el terror que albergaba en mi interior. Pero callé, eso sí, no dije ni una sola palabra más.

Bebyrka me acompañó a la habitación. Atravesamos el largo, larguísimo patio y llegamos a la oscura, oscurísima habitación del primo. Bebyrka se despidió de mí no sin antes dejarme la vela encendida que llevaba consigo. La lluvia amaino un poco, no así el viento, por lo cual, antes de que entre en la habitación, y después de que Bebyrka me abandonó, la vela se apagó.

Considero una empresa imposible describir el sentimiento que en esos momentos albergué. Apelo a la imaginación del lector y solicito tengan presente lo siguiente: yo me encontraba solo, como a treinta metros de la casa principal. Al extinguirse la luz me había quedado otra vez en la oscuridad total. Producto del fuerte viento, se suscitaban ruidos por todos lados, ruidos espantosos. Estaba a punto de entrar a una habitación que desconocía por completo y que, obviamente, no contaba con luz. Cuando Bebyrka me acompañó a ese lugar, los perros nos siguieron, al irse Bebyrka, yo no estaba seguro de que siguiesen allí, a mi lado, aunque sentía presencias. Como nunca, mi mente repasaba una y otra vez la historia de la familia Qrunzisky. Sólo apelo a la imaginación del lector.

En esos momentos ya no me quedaban tripas que canjear, solo un corazón que no me reconocía, que se hacia el desentendido, que se imaginaba estar en otro lugar, un lugar más agradable. Al abrir la puerta de la habitación me quedé en el umbral. No quería cerrar la puerta y encontrarme allí dentro a oscuras. Por eso me quedé en el umbral, con la puerta abierta y, fósforos en mano, traté de encender nuevamente la vela. Era imposible, todo intento por encender la vela fracasaba por culpa del viento, sin mencionar, claro está, lo nervioso y aterrado que estaba. Recodé mi linterna y la busqué. La encontré. La saqué. La encendí. Cerré la puerta... con llave.

La habitación era pequeña o, mejor, parecía pequeña, pues tenía hartos muebles dentro. Una enorme cama, un ropero cerrado con cosas arriba, un sofá pequeño y viejo, un buró grande con libros, papeles y demás adminículos encima y una mesita situada muy cerca de la cama. La habitación olía a insecticida y a viejo.

Con gran alivio divisé sobre la cama gruesas cobijas que habrían de protegerme del frió. Olvide mencionar algo muy importante; encima de la cama, clavado por la pared, se encontraba un Cristo crucificado que, sin exagerar, era prácticamente de tamaño real. Muchas veces a lo largo de mi vida he visto la imagen del Cristo crucificado pero, para desgracia mía, éste era distinto. Obviamente era un trabajo artístico, quizá bello para algunos, pero para mí, y en esas circunstancias, era... bueno, me ahorro el adjetivo. El Cristo tenía la cabeza completamente desproporcionada con relación al cuerpo. La cabeza era enorme y el cuerpo largo y fino. Generalmente el Cristo crucificado se encuentra con los ojos y la boca cerradas, pero éste, tal vez queriendo sobresalir de los demás Cristos, tenia los enormes ojos abiertos y la boca también. Qué ironía, pensé, una imagen que debería transmitirme tranquilidad, paz y sosiego, ahora se había confabulado con los demás factores sólo para enturbiar más mis ya muy enturbiadas cavilaciones.

Aunque no era muy tarde, yo solo deseaba poder dormir profundamente y despertar cuando ya de día sea. Pero no. En esos momentos yo ni me imaginaba lo que estaba por ocurrir. Ya un poco más tranquilo, solo un poco, encendí la vela y la puse en la mesita que se encontraba cerca de la cama. Ya no miré más al Cristo crucificado, no, no lo hice, pues sabía que el efecto que produciría en él la luz de la vela, no ayudaría en nada a mis ánimos. Encendí un cigarrillo, luego me dirigí al interruptor de la luz y tanteé si existía electricidad. No, no existía. Dejé el interruptor en posición de encendido. Allí, en esa habitación, también el techo era de chapa, por lo cual el sonido del viento era muy fuerte. Me quité los zapatos, me acosté y cubrí parte de mi cuerpo con las cobijas. Mi intención era fumar todo aquel cigarrillo y después dormir. Pero mientras fumaba recordaba nuevamente la historia de la familia Qrunzisky. Luego pensé en la distancia que me separaba de esa maldita casa, y aunque no quise, tuve que admitir que no era mucha. El cigarrillo aún no acababa y yo no podía controlar mi mente, me formulaba muchas preguntas, me preguntaba si todo aquello era cierto, no podía evitar pensar en los motivos que llevaron a ese muchacho a proceder así, me preguntaba si existiría aún algún familiar de los Qrunzisky. Fumé todo el cigarrillo y, sin apagar la vela, me tapé completamente con las cobijas.

Afuera el viento seguía soplando violentamente mientras que la lluvia hacía temblar el techo. Debajo de las cobijas, a oscuras nuevamente, me propuse, aunque sin sueño, a dormir. Y al cerrar los ojos llegaron a mi cabeza imágenes, imágenes de la familia Qrunzisky; de Tito, de Don Gilberto y de Doña Bautista. Me transporté 73 años atrás, cuando los Qrunzisky vivían sin problemas, como una familia normal. Repasé nuevamente, lentamente la historia, y las preguntas no me dejaban dormir. ¿Porqué Tito arrojaba animales al pozo?, ¿Cómo los vecinos vieron a Tito con el uniforme verde olivo, si es que él antes lo había arrojado al pozo?, ¿Acaso alguna vez bajó y allí, entre los putrefactos cadáveres de sus padres, buscó el uniforme y encontrado lo subió?. Con esas cavilaciones permanecí hasta que el sueño me envolvió y dormido, profundamente dormido quedé.

Un relámpago, más fuerte que de costumbre, un par de horas después me despertó. Destapé mi cabeza y con beneplácito descubrí que la habitación ya iluminada se encontraba. Sentía aún el viento golpear, pero ya no llovía, por lo menos no muy fuerte. Noté que la vela se había consumido completamente. Con la nueva lumínica pude observar mejor mi entorno. Vi sobre el buró algunos portarretratos, vi también, colgados en la pared, algunos viejos retratos de personas que no conocía. Me encontraba anímicamente mejorado y con el cuerpo contento por el calor que las gruesas cobijas ofrecían. Volví a dormir.

Lo que después de un corto tiempo me volvió a despertar fue una especie de ruido metálico, sí, metálico fue. Destapé mi cabeza y con horror descubrí que nuevamente la electricidad había caído. Fortalecí mis oídos para interpretar mejor el mencionado sonido metálico y, a muy pesar mío, tuve que reconocer la verdad; era la cerradura ¡Alguien estaba abriendo la puerta!. Afanoso, apresurado, desesperado fue la búsqueda de mi linterna. Decidí acabar con la búsqueda cuando la puerta se abrió. Apelo nuevamente a la imaginación del lector. Quieto, muy quieto, congelado me quedé, mirando en dirección a la puerta. No se veía nada, aunque sentí que alguien entró y al hacerlo cerró nuevamente la puerta. – Hola, yo soy el amigo de Bebyrka, ella me dijo que podía dormir aquí – temblando de pánico exclamé presuroso. – Sí, ya sé quién sos, pero no te preocupes, yo aquí en el sofá nomás voy a dormir – me dijo el que entró. El hecho de que poseía la llave de la habitación me hizo deducir que se trataba, para alegría mía, del mismísimo primo de Bebyrka. Seguramente no avisó que venía a dormir, solo es eso, pensé yo. Escuché que se acostó en el sofá y nada más, no escuché nada más. Después de un momento le dije: – No quiero que pienses mal... pero allí hace mucho frío, porqué no venís a dormir aquí... aquí hay muchas cobijas... – Silencio total, no me respondió. Seguramente está muy cansado y durmió al instante pensé. Pero no, él me escuchó y, sin decirme nada, acepto la invitación, pues sentí que se acercaba. Rápidamente me hice a un costado dejándole un lugar. Corrió el borde de la cobija y se sentó en la cama, luego se acostó y se cubrió con la cobija. Todo eso lo sé, no por que lo veía, sino por los movimientos y los sonidos que se producían cuando lo hacía. – ¿Qué tal el tiempo afuera che?, me imagino que hace mucho frío he. Que bárbaro el cambio de clima che. – fueron las palabras amistosas que yo había pronunciado con el fin de hablar un poquito con él y después dormir. Con el silencio como respuesta pensé que, o estaba muy cansado el primo y no quería hablar o se encontraba algo molesto conmigo por haber usurpado su cama. Si era lo primero; estaba bien, si era lo segundo; tenía razón. Pero eso no me molestaba. Yo era dichoso de tener a mi lado a una persona, a un hombre de campo, a alguien. Me sentía más seguro. Y con esa alegría, y después de un largo suspiro, me volví nuevamente a dormir.

A la mañana siguiente, ya cuando el peligro por completo se disipó, fui despertado por algunos tímidos golpes aplicados a la puerta. – ¡Ya!, un momentito – dije fuerte para advertir que en breve abriría la puerta. En ese momento noté que ya solo en la habitación me encontraba. Las personas del campo se despiertan más temprano que las de la ciudad, pensé. El primo se despertó, y sin hacer ruido, para no despertarme seguramente, salió de la habitación. Salió y la volvió a cerrar con llave. Todo tenía sentido. Nada era incoherente. Abro la puerta y encuentro a una alegre Bebyrka que con una enorme sonrisa me dice: – ¡Buenos días dormilón!, ¿Qué tal dormiste?, espero que bien. Ya todos desayunaron, pero yo te esperé. Lávate la cara que te espero para comer algo... ha, quiero presentarte a mi primo también – Y yo, que moría de hambre y moría también por conocer al famoso primo, le contesté – Dale, me lavo la cara y me voy. – Ojalá no se esté enojado conmigo por lo de anoche, pensé. Pero todas las interrogantes que entretejí en mi mente fueron dilucidadas en el momento mismo de conocerlo. (continuará)