Carlo-Carlo, Morky y Stanley tenían una amistad de hace muchísimos años juntos. La dura infancia los llevó por caminos distintos, es decir, Carlo-Carlo y Morky se volvieron delincuentes, compañeros de oficio los dos, y Stanley, que tampoco se alejó mucho de esa línea, se convirtió en abogado. En efecto, cuando los dos compañeros cayeron por primera vez bajo el yugo de la justicia, a Stanley, sólo a Stanley acudieron.
Stanley tenía una peculiaridad que lo caracterizó siempre. Era la forma de comunicarse con los demás, la forma que tenía de hacerse entender. Él no comunicaba las noticias como lo hacía cualquier mortal, él era más sofisticado; él usaba objetos, símbolos, frases, cosas a través de las cuales estaba implícito lo que en el fondo quería decir. Por ejemplo, cuando murió su abuela, y cuando Carlo-Carlo y Morky le preguntaron el estado en que ésta se encontraba, Stanley no hizo otra cosa que agarrar una tijera y cortar una flor que cerca de él se encontraba, lo hizo y callado, muy callado se quedó. Carlo-Carlo y Morky comprendieron el mensaje; la abuela, al igual que esa flor, había muerto. Pero no siempre resultaba tan fácil comprender lo que Stanley quería decir. Había veces en que era necesario decirle que el mensaje no fue entendido y que se necesitaba una aclaración. Al final Stanley, después de intentar con otros métodos indirectos, sólo después de agotar su muy basta imaginación, al final accedía y lo decía directamente. Y terminada la aclaración, todos decían, con marcado acento irónico: ¡Haaa... claro como el agua!.
Aconteció una vez, antes de que Stanley fuese abogado, en que Carlo-Carlo fue sindicado como el principal sospechoso de robar una pequeña estatuilla de yeso de la iglesia del barrio. Stanley, que apreciaba mucho a su amigo y que sentía mucho dolor por verlo involucrado en esas clases de cosas, fue a su casa y le dejó un conejo, un conejo blanco de juguete, y después, sin decir ni una palabra, se retiró. Al instante Carlo-Carlo trató de descifrar lo que Stanley quería decir con aquello. Pasaron los minutos, pasaron las horas, y como no había conseguido descubrir nada verdaderamente coherente, no tuvo otro remedio que ir junto a Stanley a preguntárselo directamente. Ofuscado, casi enojado, al final el extravagante de Stanley consintió en expresar claramente cuál era el mensaje que se encontraba oculto en el conejo blanco de juguete. – Mi querido Carlo-Carlo – dijo en tono parsimonioso – el conejo no quiere decir otra cosa que “consejo”, y el consejo que te doy es que, al igual que el color de este conejo, tenés que comportarte de una manera clara, inmaculada y así, al final, con ese comportamiento, podrás ser libre y correr cuantas veces quieras, como lo hace el conejo. Pero si tu comportamiento no es claro, tu vida no será real, tu vida será un juguete, como lo es este pequeño conejo. Por eso te digo amigo mío – continuó Stanley – sí vos robaste la estatuilla de la iglesia, te pido que lo devuelvas, y así tendrás la conciencia blanca, igual que el pelaje del conejo. Así como el conejo repudia la carne, tú tienes que repudiar lo ilícito. Las orejas de éste conejo son largas, pero más largos son los barrotes de la cárcel – Y después de escuchar esa magistral disertación, Carlo-Carlo dijo como de costumbre: ¡Haaa... claro como el agua!.
Carlo-Carlo y Morky con el tiempo se volvieron expertos en interpretar los mensajes que Stanley de tanto en tanto les enviaba. Y con el tiempo también se volvieron duchos en el arte de robar, especialistas en lo ilegal, aficionados a delinquir, en fin, ellos fueron los embajadores de lo ilegal, de lo injusto. Pero llegó el día, tenía que llegar, era inevitable. Carlo-Carlo y Morky fueron apresados; se los acusaba de haber vaciado la bóveda del banco del barrio. Y fue esa circunstancia lo que los llevó a acudir a Stanley, no más como amigo, sino como jurista.
Pasaron algunos meses en prisión, y en esos meses todos los días Stanley iba a visitarlos, a explicarles los procedimientos y las negociaciones que se llevaban a cabo. Carlo-Carlo y Morky se estaban volviendo locos en ese lugar, y no dejaban de decírselo a Stanley, a lo cual éste siempre les mostraba la foto de un gato, y después les decía que el gato se caracteriza por ser paciente, él nunca se apura cuando a presas se trata, pues al final, gracias a su paciencia, siempre se queda con la presa, y ustedes, les decía, tienen que emular esa virtud, tienen que ser pacientes y esperar el veredicto del señor juez. Y los dos amigos decían: ¡Haaa... claro como el agua!.
Un día jueves, llegó Stanley y les dijo que pronto el señor juez dictaría sentencia. El viernes se apersonó nuevamente y les dijo que el día de mañana ya se sabría la sentencia, y que él vendría personalmente a decírselos.
Llegó el sábado y Stanley ya sabía cual era el pronunciamiento del señor juez, pero éste, en vez de ir y decírselos personalmente, decidió, acorde a su singular proceder, enviar un objeto que lleve la noticia en su lugar. Después de mucho meditar, decidió enviarles una sombrilla, y acompañado a éste, una pequeña nota que decía: “Tendrán que usarlo”.
La celda donde se encontraban Carlo-Carlo y Morky era más bien pequeña, con tres paredes de cemento y uno de puro barrotes, la celda se encontraba en el tercer nivel de la penitenciaria. La misma estaba dispuesta con dos camas, dos sillas, un pequeño buró y el sanitario. Estaban casi todo el día allí, solo salían por la mañana para desayunar, al mediodía para almorzar, a las tres de la tarde tenían esparcimiento, volvían a la celda a las cuatro para volver a salir de ella a las ocho de la noche, hora en que servían la cena.
Llegó el sábado y con ello la gran noticia. Era un día muy especial para los dos, pues ese día sabrían sí quedaban libres o se quedaban allí purgando una condena. El viernes por la noche apenas sí pudieron dormir, estaban tan excitados, tan nerviosos, tan esperanzados de salir libres que les fue muy difícil conciliar el sueño. Y cuando amaneció lo único que querían hacer es ver a Stanley. Salieron a desayunar pero no desayunaron, estaban demasiado impacientes, deseosos de ver a Stanley y con ello saber qué será de ellos. Esa mañana, después del desayuno, cuando volvieron a ingresar a la celda, encontraron en ella a un guardia que en sus manos tenía una caja. – Esto es para ustedes – dijo el guardia – el abogado Stanley se los envía – Sorpresa, conmoción, felicidad, ira, impotencia, agradecimiento, odio, resignación y esperanza fueron los sentimientos que en ese instante experimentaron, todo al mismo tiempo, todo mezclado. Morky casi cayó desmayado, Carlo-Carlo lo sujetó, y así, con una contenida sonrisa el guardia salió de la celda no sin antes dejar en una cama la misteriosa caja. El guardia cerró con llave la celda y se fue, mientras que Carlo-Carlo y Morky quedaron adentro sin saber qué hacer, sin poder reaccionar aún, mirando tontamente la caja. Después de unos segundos fue Carlo-Carlo el que habló primero, diciendo lo siguiente: – Tranquilo Morky, tranquilo, en esa caja hay un mensaje enviado por Stanley, en esa caja está el fallo del señor juez, tranquilo, no desfallezcas, tranquilo – Y así, muy lentamente, Carlo-Carlo se aproximó a la caja, mientras que Morky seguía igual, quieto, con la respiración contenida. Carlo-Carlo se sentó en la cama, tomó la caja y la puso en sus rodillas. Una vez allí comenzó a romper las cintas que mantenían cerrada la caja. Morky, que aún continuaba en el mismo sitio, mirando lo que hacia su compañero, no lloraba, no, pero sus ojos se estaban volviendo acuosos. Fueron segundos los que le tomó a Carlo-Carlo despojar a la caja de sus ataduras, a Morky le pareció una eternidad. Pero después, cuando la caja se encontró por fin abierta, y Carlo-Carlo introdujo una mano dentro de ella, Morky musitó algo inentendible y cayó al suelo desmayado.
Al despertar, después de algunos minutos, Morky vio a su compañero sentado a su lado. Carlo-Carlo no estaba ni triste ni alegre, estaba impávido, impertérrito, imperturbable, mirándolo. – Pero qué pasó compañero, decíme algo por favor – fue lo que dijo Morky. Carlo-Carlo exhibió la sombrilla y a continuación dijo – Stanley nos envió esta sombrilla y, junto a él, esta nota que dice: “Tendrán que usarlo”, y sólo eso, es muy extraño, no logro aún descifrar el significado – Y a continuación se unió la inteligencia de Morky en la ardua empresa que era descifrar el significado de esa sombrilla y de esa nota.
Los dos amigos miraban la sombrilla y decían, casi susurrando; tendrán que usarlo, tendrán que usarlo... Inventaban los significados más inverosímiles y nada, nada les satisfacía, dudaban de todo. Paraguas: parada..., paraje..., parangón..., no, no había caso, no se les ocurría nada. De repente, sin previo aviso, Carlo-Carlo empezó a llorar desesperadamente. – ¡Qué desgracia!, ¡Qué desgracia! – decía– Pero qué te conmueve Carlo-Carlo, acaso descubriste algo malo. ¡Decíme!, ¡Decíme amigo! – Y cuando éste pudo al final articular las palabras y detener el lamento, dijo muy lúgubremente: – Es sencillo, qué ¿acaso no lo entiendes?, ¡Estamos condenados amigo! – Pero aún sin comprender se encontraba Morky, por lo cual Carlo-Carlo le explicó que Stanley no había venido ese sábado por no querer dar la mala noticia, y que la sombrilla no era otra cosa que la única alternativa que les quedaba; fugarse. Le explicó también que como se encontraban en el tercer nivel, la única forma de ganar la calle era saltando desde la azotea, y que la sombrilla era una especie de paracaídas, al cual tendrían que aferrarse para lanzarse. Y antes de que Morky pregunte algo, Carlo-Carlo prosiguió diciéndole que Stanley, seguramente, había manipulado la sombrilla para hacerlo más resistente. – Sí, tenés razón amigo, es obvio – dijo a su vez Morky – estamos condenados, y el bueno de Stanley nos quiere ayudar. No nos queda otra amigo, tenemos que hacerlo –.
Lo tenían todo planeado; ese mismo sábado, a la hora del almuerzo, se dirigirían a la azotea con la sombrilla. Todo resultaba muy fácil, pues la azotea no le estaba vedada a nadie, y tampoco nadie sospecharía, pues sería incoherente dirigirse allí a la hora del almuerzo. Llegó el momento y Carlo-Carlo y Morky se dirigieron a la azotea, llevando la sombrilla. Una vez allí repararon por primera vez en la altura; los impresionó pero no les afectó, pues ellos confiaban en el talento de Stanley. A último momento se les ocurrió algo; cuando lleguen a la calle correrían en direcciones opuestas. Abrieron la sombrilla, lo agarraron con fuerza, se abrazaron los dos y se arrojaron al vacío.
El agudo dolor que experimentaron en las piernas, en los brazos, en las costillas, en la cabeza, y el hecho de haber despertado horas después en la enfermería de la penitenciaria, fue lo que les hizo advertir de que fue una muy mala interpretación la que le dieron al mensaje de Stanley. Los guardias de la cárcel aún no sabían sí era audacia, intrepidez, temeridad o simplemente un acto de locura lo que hicieron los dos amigos, pues arrojarse de una altura de quince metros con la ayuda de un simple paraguas y pretender luego correr... creaba hartas dudas.
Ese mismo día, cuando el abogado Stanley llegó a la enfermería ellos apenas sí podían hablar. – Pero qué pasó muchachos – dijo Stanley – acaso no recibieron mi mensaje – Y los amigos, llorosos y dolidos, comenzaron a relatarle la interpretación que ellos le habían dado a la sombrilla. – No, no y no, son unos imbecíles, – les increpó Stanley – ¿acaso no se enteraron del pronostico del tiempo...? he, ¡Mañana va a llover!, ¡Fueron absueltos de toda culpa!, y cómo mañana lloverá, yo les envié un paraguas para no mojarse cuando salgan, ¡Qué tontos! – A continuación, Carlo-Carlo y Morky, llorando de alegría y de tristeza, dijeron al unísono: ¡Haaa... claro como el agua!.
jueves, 29 de diciembre de 2005 14:34:52
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