Imagínense una noche helada, de cero grados, dentro del habitáculo de un vehículo, escuchando música con una tristeza insuperable. Imagínense la desesperación y desesperanza suprema de haber asesinado a una persona. Traten de imaginarse la condición en que se encuentra la conciencia de un individuo consciente de haber matado. Imagínense todo lo que podría pasar por la mente de uno. Pues así estaba Leandro, nuestro hombre, conduciendo su viejo Peugeot familiar gris modelo 85 por una calle cuyo nombre corresponde a cierto prócer paraguayo considerado el numen del triunvirato de 1811.
A cien metros yacía el semáforo proyectando todo lo verde que es capaz de proyectar un reflector. Libre el paso. Entonces, Leandro levantó el pie del acelerador. Leandro disminuyó la marcha del Peugeot y pensó, pensó en algo que si existiese un dios benévolo de seguro no quisiera que se piense, aunque si fuese uno maligno, con mala fe, estaría de acuerdo. ¿En qué diablos pensó el tal Leandro? Pensó en matarse. En efecto, Leandro, en esa suprema desesperación no veía o identificaba otra salida, otra solución, pues era eso o la prisión. ¿Pero acaso la cárcel no es mejor que la muerte? Para Leandro no. Ni para mí. Porque, para qué aferrarse a la vida cuando no se tiene libertad, cuando el alma y la voluntad de uno no puede hacer o decir lo que le inspire su intrínseca naturaleza. ¿La muerte? La muerte no es mala. Quizá no sea buena, pero definitivamente no es mala. La muerte es algo neutro, nulo, inasible. Es la suspensión de la existencia. No es pasado ni presente ni es futuro, la muerte es quietud, oscuridad o claridad, pero suspendida en el espacio. La muerte es el nada.
Antes de apretar el gatillo de la pistola que apunta nuestra cien debemos ser harto conscientes de que luego de hacerlo, en el momento preciso que precede al acto de mover medio centímetro el dedo índice de la mano derecha que sujeta la Beretta calibre 38 que perteneció a tu padre que lo heredó de tu abuelo, en ese único y efímero momento ya nada pasará, nada. Ya nada se sentirá. Será eterno sueño de nubes negras en cielos oscuros, aunque desprovistas totalmente de estrellas.


Leandro tenía por costumbre, al abrir una caja de cigarrillos, invertir uno, y dejarlo ahí, boca para abajo, entre sus demás hermanos cigarrillos. El motivo por el que hacía eso es largo de explicar y poco atractivo para narrar, por lo cual nos abstenemos de hacerlo, dejando al lector en la libertad absoluta de imaginárselo a su antojo.

Encendió el cigarrillo y exhaló como lo haría por última vez un condenado a la horca, cuando se le concede su último deseo. Sintió como nunca inundársele los pulmones de humo. Luego de contener el humo por más tiempo que lo acostumbrado, lo expelió y éste salió por sus gargantas, por sus fosas, esparciéndose y difuminándose por toda la cabina, igual a un espectro desapareciendo.
Cerró la tapa de su encendedor y al instante supo que ya jamás de los jamases volvería a escuchar aquel único sonido. Cerrar un encendedor Zippo produce un sonido único, y a Leandro siempre le placía escucharlo. Un campanazo amable, un eco clásico, una eufonía perfecta, contundente, igual a una guillotina al cortar una cabeza. Una mezcla de paz taz en un microsegundo; así es cerrar un encendedor Zippo. Ese sonido sentencia, y al escucharlo Leandro comprendió que el telón debía cerrarse, que la película debía terminar.
Miró su retrovisor, un vehículo se acercaba lentamente. El semáforo aún estaba en verde, y para aprovecharlo, el vehículo que venía de atrás aceleró. Leandro vio como el vehículo lo rebasó y atravesó la avenida principal raudamente. Luego, el semáforo cambió a amarillo, y luego a rojo. Leandro, llegó el momento.
Embragó, puso en primera, y empezó a mover al viejo Peugeot de su padre. Su padre. Cómo se lamentaría su padre. Qué dolor tan inmenso le causaría todo aquello, qué desgracia. Leandro, antes de pensar seria y profundamente en su padre, se prohibió continuar esa tan triste elucubración y alejó aquellos pensamientos. Empezó a dirigir al Peugeot a su último viaje. Se desabrochó el cinturón con intención de agravar las lesiones que le produciría el choque con otro vehiculo.
Si, Leandro sabía que el cuerpo humano era tan frágil ante la terrible dureza del fierro automotor, que no dudó en que moriría instantáneamente, o casi instantáneamente. Quizá aguante en una semi inconsciencia unos minutos. Quizá llegue a ver borrosamente las luces estrambóticas de las balizas de los bomberos, y hasta quizá escuche la voz de uno, pero ciertamente ya no reconocerá lo que éste le dice.
Leandro atravesaría el semáforo en rojo a veinte kilómetros por hora, no tan rápido, para que el vehículo le dé con su parte frontal. Seguramente será un camión, viajando a noventa kilómetros por hora. Si, seguramente será un camión de gran porte. El paragolpes frontal del camión le dará en sus costados, seguramente reventándole la pelvis y los hombros al instante, mientras que su cabeza rebotará con tal fuerza que estallará al instante, dejando descubierto su materia gris. El viejo Peugeot, deformado completamente, irreconocible, será tirado como un juguete unos diez metros, yendo a parar por una columna de cemento que lo frenará abrupta y definitivamente. De los hierros retorcidos, de las hendiduras, un rojo líquido fluirá. Un Goliat de 20 toneladas envestirá al pequeño David de apenas cuatro toneladas. El Goliat lo hará con su parte más dura, y el David recibirá el embate en su parte más débil. Así de fácil. El viejo Peugeot estará muerto, y emanará sangre, la sangre de Leandro.
Leandro sabía que sería así, lo sabía como una epifanía, no podría ser de otra manera.
Una serie de hechos desafortunados dados en circunstancias desafortunadas se concatenaron y dejaron a Leandro en esas circunstancias. Mientras tanto, Edith Piaf se lamentaba en la radio, y ese lamento tan triste también era el lamento del conductor.
Si tan solo hubiese llegado a la hora que siempre llegaba a su casa, si tan solo. Si tan solo se hubiese quedado en la oficina, adelantando trabajo ¿Pero, qué diablos hizo Leandro? Leandro llegó dos horas antes de lo acostumbrado a su casa y encontró a su mujer, como lo diría un poeta clásico, en brazos de otro hombre.
![]() |
- Susana y Leandro - |
El Peugeot ganaba velocidad, y ya muy cerca de la avenida principal se encontraba. De repente, Edith Piaf concluyó su lamento, y la música terminó. Por un momento Leandro solo escuchó el viento ingresar por la ventanilla. Pero luego de unos segundos la radio volvió a sonar. Sonó Antonio Vivaldi, con su concerto in f menor.

El Vivaldi le hizo pensar hondo, reflexionar duro. Retrotrajo su mente al momento en que ingresó a su casa. Estacionó el Peugeot en frente, no lo metió. Si lo metía el portón alertaría a su infiel esposa y ésta seguramente tendría tiempo de sacar a su amante por la ventana o esconderlo en algún lugar. Pero Leandro dejó el auto afuera. Y lo hizo porque pensó que existía la posibilidad de ir al video club y rentar una película, y quería saber lo que Susana pensaba de dicho plan. Él, hacía un par de días, estaba loco por volver a ver el film Forest Gump, pero quería consultar primero con ella. ¡Qué imbécil! Lo cierto es que, con demasiado buen humor, Leandro quitó sus llaves y abrió la puerta de la casa. Ingresó a la sala. Hasta allí todo normal. Susana, Susana… por donde estarás Susana. Susana, mi amor, Susana. Leandro se dirigió a la cocina, nadie estaba allí. Al comedor, al pasillo, nadie. Seguramente estaba arriba, en la habitación. Subió las escalares y dobló a la izquierda. Leandro vio la puerta de la habitación, de su propia habitación, del lugar donde tantas veces hizo el amor a su mujer. La puerta estaba entreabierta. Del interior sonaba la música Mister Jones, de Couting Crows.
Se acercó normalmente hasta que, de repente, entre la música que sonaba, se escuchó una especie de rumor, o susurro, o murmullo extraño, secreto. Eso le hizo mermar la marcha, aunque no se detuvo totalmente. Siguió caminando, vacilante, y ya veía borrosamente el interior de la habitación.
Para qué pensar en todo eso. Para que seguir sufriendo. La muerte está tan cerca, a tan solo diez metros. Allí, en la muerte, ya no habrá más dolor, ni recuerdos dolorosos, ni imágenes desgarradoras.
Leandro seguía escuchando el concerto in f menor de Vivaldi. Su cigarrillo estaba por la mitad, y pensaba que sería el último de su vida. Trató de escuchar con atención la preciosa melodía que se desprendía de los parlantes. Pero, aunque trató, no pudo acallar la otra música que tanto lo perturbaba, Mister Jones.

¿Para qué contar lo que pasó luego? ¿Para qué decir que Leandro abrió completamente la puerta? ¿Para qué decir que lo hizo tan lentamente, tan silenciosamente, que Susana y su amante no se dieron cuenta? ¿Para qué? ¿Para qué decir lo que Leandro vio? ¿Para qué describir la forma en que Susana y su amante se encontraban? ¿Para qué decir que vio a un hombre encima de su mujer? ¿Para qué representar la forma en que Susana abría sus piernas? ¿Para qué intentar retratar la escena? ¿Para qué describir la expresión de Susana al ver a Leandro? ¿Para qué indicar que el amante se levantó en el acto? ¿Para qué mencionar que Leandro se quedó mudo, y todo su mundo se silenció? ¿Para qué decir que Susana, completamente desnuda, se cubrió torpemente con las sabanas desordenadas, y su amante, aprovechando la tontera que experimentaba Leandro, se dirigió veloz a su salvación, a las ventanas abiertas de la habitación? ¿Para qué mencionarlo? ¿Para qué contar que Leandro adquirió movilidad e intentó perseguir al don Juan? ¿Para qué decir que el don Juan, en dos zancadas, se arrojó por la ventana abierta y cayó al jardín? ¿Para qué comentar que Leandro vio desde la ventana caer al amante de su mujer? ¿Para qué indicar que el amante se puso en pie como pudo, y adolorido y completamente desnudo empezó a correr? ¿Para qué? ¿Para qué contar que Susana yacía temblorosa en la cama, esperando lo peor? ¿Para qué decir que Leandro, poseído por un ángel maligno, miró siniestramente a Susana? ¿Para qué decir que la suerte de Susana ya estaba echada? ¿Para qué tratar de describir las facciones transformadas del rostro de Leandro? ¿Para qué indicar que Leandro vio una tijera en el buró? ¿Para qué? ¿Para qué explicar la manera en que Leandro agarró la tijera? ¿Para qué? ¿Para qué decir que se acercó lentamente a la cama donde su mujer estaba, aterrada, prediciendo su muerte? ¿Para qué mencionar siquiera que Leandro no dijo nada? ¿Para qué mencionar que ella tampoco dijo nada? ¿Para qué decir que Leandro, apenas la tuvo a su alcance, la apuñaló? ¿Para qué especificar cuántas veces la apuñaló? ¿Para qué? ¿Para qué decir que Susana se estremeció una sola vez, con la primera envestida, y que luego dejó que las estocadas vengan a ella? ¿Para qué manifestar que las blancas sabanas se tiñeron con el rojo purpura de la muerte? ¿Para qué describir el dantesco paisaje que yacía sobre la cama? ¿Para qué explicar que Leandro siguió apuñalando a Susana cuando ésta ni siquiera ya se movía? ¿Para qué mencionar que Leandro, con el rostro salpicado con la sangre de Susana, se sentó en la cama junto al cadáver maltrecho, tiró la tijera, y cerró los ojos? ¿Para qué? ¿Con qué objeto?
No, no hay que recordar más, se dijo Leandro. Ya nada se puede hacer al respecto. Lo hecho hecho está. De nada servirá rememorar aquellas imágenes tan tristes. Leandro se volvió a armar de valor, embragó, puso en primera y aceleró, aceleró como loco. Esta vez era la definitiva. Pero a escasos metros del semáforo un hombre, llevando una gran bolsa en sus espaldas, se atravesó en su camino. Leandro frenó, pero ya era muy tarde, había golpeado al hombre.
El vagabundo, que en esos momentos se encontraba haciendo acopio de latas, plástico y cartones que encontraba en la calle, cruzó la calle sin mirar siquiera. Cuando el hombre advirtió que el vehículo lo iba a impactar ya nada pudo hacer, salvo girar medio cuerpo y tratar de saltar, pero, como se ha dicho, todo intento por evitar o amortiguar el impacto fue inútil. Su pesado cuerpo dio con el paragolpes, con la tapa del motor y luego, por fin, con el parabrisas, para luego terminar en el pavimento, quizá ya sin vida.
Leandro, en la empresa que significaba quitarse la vida, despojó de ella a otra persona, a un completo desconocido. Si antes era dudosa la fundamentación de Leandro de suicidarse, en esos momentos ya era más que discutible la mentada fundamentación del suicidio. Después del impacto, y de que el vehículo se haya detenido, transcurrieron unos momentos de quietud total, en donde solo se escuchó a Vivaldi.
Leandro, apesadumbrado, bajó del auto y vio al hombre tendido sobre el pavimento, sin señales de vida. El frio era supremo y la calle estaba vacía, fantasmagórica. Un hilo de sangre salía por debajo de la víctima, que había quedado tendida con el rostro en el asfalto. Su bolsa había quedado cerca, y algunas latas y botellas plásticas se habían desparramado en el asfalto.
Qué noche rara, triste, difícil. Cuando Leando, impotente y sin saber qué hacer, se dispuso a huir de aquel lugar, escuchó que el vagabundo profirió un lamento, una suerte de inentendible juramento. Giró y vio que el hombre, con el rostro ensangrentado, trataba de ponerse en pie. Se acercó a él y lo ayudó, al tiempo que le preguntaba por su condición. El vagabundo, ciertamente adolorido, se apoyó en Leandro como pudo y le dijo que, a pesar del golpe, se encontraba bien, que le dolía solo un poco la cabeza. Sorprendido de que el vagabundo se encuentre bien, Leandro lo ayudó a recomponerse. Le pidió disculpas, lo sacudió, le volvió a preguntar si cómo se sentía y le propuso llevarlo a un hospital. El vagabundo, que por cierto se encontraba medio confundido, respondió que estaba bien, que no había necesidad del hospital, que con sentarse un rato ya estaría bien. Leandro suspiró de puro aliviado. Pero igual así se sentía comprometido con aquel individuo, por lo cual trató de disuadirlo para llevarlo a un hospital. Veía que el vagabundo tenía el rostro empapado de sangre, y eso, en ese instante, lo retrotrajo a un par de horas atrás, cuando mató a su mujer. La sangre del vagabundo, el olor, su forma y viscosidad, todo era exactamente igual a la sangre de Susana.
Después de muchas proposiciones estériles comprendió que debía proseguir su destino, es decir, continuar con su macabra empresa de quitarse la vida. Pero los misteriosos designios del destino aún tenían preparado algo aún más extraño para Leandro aquella noche.
Cuando se iba a despedir del vagabundo, éste le dijo que le dolía mucho la pierna, por lo cual temía que no pueda continuar con su camino. Entonces Leandro, creyendo que era lo menos que podía hacer por aquel pobre hombre, le ofreció llevarlo a donde él quisiese. El vagabundo primero dudó, pero luego aceptó, indicando que su casa quedaba a un par de cuadras de allí.
Leandro ayudó al vagabundo a subirse al vehículo, al tiempo que le preguntaba su nombre. Me llamo Aníbal, le dijo el vagabundo, pero mis amigos me dicen Kaní. Bueno Kaní, vamos a tu casa entonces, fue lo que propuso Leandro.
Se podrá decir que Leandro tenía un comportamiento amable con el vagabundo, pero es preciso recordar que hacía un par de horas atrás había asesinado de forma inmisericorde a su mujer. Leandro no era una buena persona, aunque en ese incidente con el vagabundo su comportamiento se ajustaba a los estándares de la rectitud y probidad.
Ya dentro del vehículo, Leandro apagó la radio y preguntó a Kaní por la dirección que debían tomar. Kaní, en pocas palabras, se lo indicó. Atravesaron calles oscuras, misteriosas, y se dirigieron a lugares en donde jamás Leandro había estado. No, no era solo un par de cuadras. El lugar donde el vagabundo lo llevó era un lugar inhóspito, aterrador. Leandro, honrando su promesa, llevaba a Kaní sin protestar, aunque en el fondo ya se sentía incomodo. Se dijo a si mismo que llevarlo y dejarlo en su casa no le tomaría mucho tiempo, tras lo cual podría luego materializar su tan anhelado suicidio.
El Peugeot ingresó a un oscuro callejón, habían llegado. Kaní, con la sangre del rostro en cascaras, estando ya justo en frente de su lúgubre hogar, antes de bajarse, dijo: mi casa es esa. Soy muy pobre Leandro. Soy el sostén de mi familia. Mi esposa murió hace 8 años. Gasté todo lo que me hacia pobre y no indigente en los servicios fúnebres de mi Rosalinda. Era lo menos que podía hacer por ella: darle una buena despedida. El vagabundo hizo una evidente pausa y se mostró afectado. Una gruesa lágrima se escurrió por la sangre seca. Prosiguió así: Me dejó cuatro niños a quienes amo profundamente. Seguramente estarán esperando a que yo llegue con algo de comer. Si, ya es muy tarde, estarán con un hambre voraz, ¡Ja!, hoy les prometí arroz. Trabajo desde que apunta el sol y mucho antes juntando basura. Hay veces en que junto suficiente y alcanza… aunque otras no. Hoy, un vehículo me ha atropellado y, aunque llevo el cuerpo machucado, después de todo, después de todas mis desgracias, no me quejo. Porque, qué es la vida sino un constante procurar, un día a día de metas, de lucha. Si, tiempos mejores vendrán… sólo te pido una cosa, si es que estoy en posición de hacerlo. Quiero Leandro que mañana empieces a leer la biblia. Quiero que la analices, que tengas la capacidad de desentrañar las formas y los sentidos de los evangelios, el hermoso mensaje que palpita en cada versículo, el misterio de la vida, de la muerte, quiero Leandro que entregues tu alma al señor y vivas en el señor. Porque el señor Leandro te ama, y quiere que tu también lo ames a él. Yo te amo Leandro, y no te juzgo. Te abrazaría si no estuviera tan sucio… adiós Leandro, adiós.
Conmoviéronle enormemente aquellas palabras a Leandro, que con el rostro desencajado y amagoso de llanto, tomó del hombro a Kaní y le dijo: No sabía Kaní que eras una persona tan buena, tan espiritual. ¿Puedo pasar un rato a tu casa? Quiero conocer a tus niños. Kaní, con expresión dubitativa al principio, cedió al final, demostrando agrado de tener un visitante en su humilde hogar. Bajaron del viejo Peugeot familiar y allí, por vez primera, Leandro conoció la fachada de la casa del horror.
Era un viejo caserón desvencijado, con paredes derruidas y amplios ventanales que presumió jamás se abrieron. La puerta era lo único que parecía de naturaleza sólida, después, todo lo demás, aparentaba ser de una fragilidad insuperable. Kaní, con una dignidad increíble, quitó de sus bolsillos un manojo de llaves sujetadas por un cordel de acero, subió unos escalones y metió una de las llaves al candado que abrazaba las cadenas que cerraban la puerta. A Leandro parecióle extraño aquello, ya que Kaní le había dicho que sus hijos estaban adentro ¿Por qué los encerraba? Kaní, quitando las cadenas, y adivinando la inquietud de su nuevo amigo, aclaró: Tengo que encerrarlos durante el día… mis niños son especiales. Abrió la puerta y dijo: Adelante Leandro, bienvenido. Leandro entró en aquella misteriosa morada con pensamientos muy distintos a los que tenía hacía poco tiempo.

Luego de unos instantes de quietud y paz totales, Leandro escuchó unos pasos en la dirección opuesta de donde había desaparecido Kaní. Alguien se aproximaba. Eran pasos pesados, de pies descalzos. No podrían ser pasos de niño, por lo cual supuso que se trataba de Kaní, nuevamente, que regresaba por otra dirección. Era eso, solo eso. Nada más. Los pasos mudos provenían de otro pasillo, y en un momento dado, de repente, dejaron de escucharse. Leandro sintió que alguien, o algo, lo estaba mirando desde las oscuridades ¿Kaní? ¿Aníbal? ¿Sos vos? Preguntó trémulo Leandro.

Edmundo se acercó pesadamente, pero ignorando totalmente a Leandro se acercó a su padre, y por gestos mostró preocupación por la sangre que éste aún traía en el rostro. Kaní sonrió y le dijo que pierda cuidado, que solo fue un pequeño golpe, que no se preocupe, y que salude al recién llegado, que no sea grosero. Edmundo, fijándose en Leandro, con el rostro siempre igual, cómo de incrédulo, tendió mecánicamente la mano a Leandro, tras lo cual ambos se saludaron. Kaní los dejó en ese saludo, diciendo que iba a lavarse el rostro, y que los demás niños no tardarían en llegar.
Leandro advirtió al instante que Edmundo era especial, y ante la inminencia de tener que hablar más adelante del tema con Kaní, se prohibió llamarlos de una manera despectiva, como retardados, o idiotas, o bobos.
Leandro aún no digería el hecho de que Edmundo era hijo de Kaní, ya que el sujeto que tenía en frente era un hombre de unos cuarenta a cuarenta y cinco años, y Kaní, que si bien es cierto poseía ya los característicos rasgos de la vejez, no debía de poseer más de sesenta. Quizá, se dijo internamente, quizá su condición congénita lo haga aparentar mucho mayor.
Luego de irse Kaní, Leandro escuchó ruidos por detrás. Supuso que se trataba del resto de la familia. Eran también pasos pesados, de gente grande, descalza. Giró para dar de frente a los que llegaban y, estremecido, empezó a ver, uno por uno, a los demás niños de Kaní. Eran idénticos a Edmundo, grandes, obesos, todos eran calvos, de ojos pequeños, también especiales. Los recién llegados se quedaron en derredor de Leandro, con la misma expresión de extrañeza que tenía Edmundo.
Edmundo, que por haber saludado primero al visitante se creía facultado de hacer las presentaciones, empezó con voz de estúpido a decir: Hermanitos, este es Leandro, lo trajo apa para nosotros. Leandro no le dio mayor importancia a la forma en que Edmundo lo presentó a los demás miembros de la familia, pues ya era harto consciente de que todos los hermanos eran retardados mentales, por lo cual todo lo atribuía a esa naturaleza. Mostrándose comprensivo estrechó la mano de todos al tiempo que Edmundo, siempre con voz de estúpido, continuó: Ese es Anselmo, ese es Eugenio, ese es Merardo.
Leandro coligió que se trataba de hermanos cuatrillizos, pues el parecido entre ellos era extraordinario. Qué tipo con problemas es Aníbal, sentenció en silencio. Los cuatro retardados miraban a Leandro sin decir nada. Merardo se metió el dedo en la boca y empezó a chuparlo, mientras que Anselmo se rascaba furiosamente sus partes íntimas. Edmundo se hurgaba las narices y el otro, Anselmo, se metía en el oído un pedacito de madera. Así se mantuvo todo hasta que volvió a aparecer Kaní.
Kaní volvió distinto. No solo tenía el rostro ya sin sangre, sino que se había peinado y cambiado de ropa. Cambió los trapos harapientos y sucios que llevaba y se había puesto una gabardina negra. El rostro de Kaní era blanco y pálido, con negras ojeras que maximizaban sus grandes y negros ojos. Merardo se quitó el dedo de la boca y dijo, con el mismo tono de Edmundo: Apá, tenemos hambre Apá. Los demás hermanos asintieron siniestramente, y Kaní dijo: hoy les prometí arroz, pero el día ha sido duro… Leandro, que en ningún momento había desistido de quitarse la vida esa misma noche, dijo a todos pero en especial a Kaní: Tengo un poco de dinero, y quiero que lo utilicen para comprar su comida. Kaní, al instante meneó la cabeza desaprobando, y dijo a su vez: de ninguna manera, esta familia nunca ha aceptado dinero ajeno. No Leandro, guarda tu dinero, no lo necesitamos. Los cuatro hermanos miraron a Leandro, y en esa mirada parecía que lo culpaban por el hambre que sentían.
Bien, dijo Leandro, entonces… creo que ya es tiempo de irme, fue un placer haberlos conocido. Kaní sonrió y dijo, con una espeluznante voz de ultratumba: Es preciso que permanezcas un tiempo más Leandro, mis niños y yo queremos darte un regalo. Fue allí, justo en ese momento, por vez primera, que Leandro supo que algo no andaba del todo bien. Pero, para una persona que está segura que ya poco tiempo le resta de vida, las cosas que no andan del todo bien no representan mayor importancia. No obstante, Leandro quería saber cuanto antes qué se traían en manos aquellas extrañas personas. En consecuencia, manifestó: Kaní, mi esposa está aguardándome en casa, ya debo regresar, pero otro día, cuando disponga de más tiempo, volveré a hacerles una visita. Pero, como se ha dicho mucho más arriba, los misteriosos designios del destino aún le deparaban situaciones extraordinarias a Leandro.
continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario