Monje Imperial

(Es probable que existan errores de tiempo, número y persona)

jueves, 14 de julio de 2011

FELIP DOLSA I VILADEMUNT 
(Alcalá d'Henares 1811 / Tarragona 1905)

Militar que aconseguí la graduació de General de Divisió i Mariscal de Camp.  Fill del Coronel Josep Dolsa Berenguer.  De ben jove participa activament en diverses accions militars i el 1838 fou ascendit, per mèrits de guerra, al grau de Capità.  Es casà amb Francesca Dolsa i Ricart, germana del metge Tomás Dolsa. ja Comandant sol·licità d'anar a l'illa de Cuba on ocupà, de 1852 a 1861, els càrrecs de Tinent Governador polític i militar de Santiago de las Vegas, Holguín, Manzanillo i Farruco.  Posteriorment fou ascendit a Tinent Coronel i destinat a l'illa de Pinos.  De retorn a la península, el 1864, obtingué la graduació de Coronel i assumí el comandament del Regiment d'lnfanteria Extremadura.  Va ser Governador del Castell Militar de Figueres el 1877.  Com a Cap de la 2a.  Brigada de la 6a.  Divisió de l'Exèrcit del Nord prengué part en el setge de la ciutat de Bilbao contra les forces carlines i obtingué destacades condecoracions.  Arribà a ser Mariscal de Camp el 1887 i posteriorment fou nomenat Governador Militar de Biscaia i de Lleida.

TOMÁS DOLSA I RICART
(La Canonja 1819 / Barcelona 1909)
Metge alienista. Fill d'una família benestant amb considerables possessions i terres.  De ben jove s'interessà per la medicina.  Estudià al Reial Col·legi de Cirurgia de Barcelona i s'especialitzà en la terapèutica alienista.  Viatjà per Alemanya, Bèlgica, Anglaterra i França en va conèixer nous sistemes frenològics quant al tractament dels malalts mentals.  De retorn a Barcelona crea la Fundació Dolsa, institució precursora en l'estudi de mètodes relacionats amb la moderna socioteràpia.  Posteriorment crea l'Institut Frenopàtic de les Corts (1863), - encara en funcionament - el qual dirigí juntament amb el seu gendre Pau Llorach.  Va tenir tres fills, un dels quals, Lluís Dolsa i Ramon, va ser el continuador de la tasca de direcció de l'Institut.  Ideològicament fou un antiabsolutista convençut i no publicà gaires estudis tot i la demostrada solvència dels seus coneixements.  Passà els últims anys de vida retirat a les seves possessions de Cambrils de Mar.

domingo, 10 de julio de 2011

Una madre, su hijito y las pulgas.

LA MADRE VOLVÍA, ya muy tarde, ya muy cansada, a su casa, después de partirse el lomo por casi nada. Y ya se encontraba no pensando qué comer, no pensando en descansar, sino en el día siguiente, programando sus actividades, calculando sus minutos de trabajo, buscando ventajas, productividad.

Pero qué triste historia la que me propongo a contar, que vileza de la vida, que pedacito de historia tan ruin, tan despreciable. Se trata pues de una madre soltera que vive con su hijito. Ellos viven en la más ancha pobreza, aunque hubieron tiempos buenos en los que eran simplemente pobres. Las circunstancias les llevó a vivir en una casa de madera, pequeña, sin ningún tipo de lujo, sin agua ni luz, dónde la suciedad reina no por desidia, sino por naturaleza, porque en ningún otro lugar la mugre se encuentra más a gusto. La madre trabajaba desde antes que el sol salga hasta ya muy entrada la noche, y cuando lo hacia inexorablemente su hijito se quedaba en la casa, solito, sin nada que hacer. 

Llegó un día en que entró en su pocilga, porque era eso, una pocilga, y se dirigió, como siempre lo hacia, al dormitorio de su hijito, y si era dormitorio era porque simplemente él dormía allí, en ese sitio, un sitio casi sin nombre. Abrió la puerta y dijo lo siguiente: – Hola mi hijito, cómo estás... pero... qué te pasa? – Preguntó. Su hijito se encontraba sumergido en la oscuridad, llorando, temblando, con la respiración cortada por el llanto. El hijito quiso disimular, en serio, trató por lo menos de no parecer tan triste, tan angustiado, pero fue inútil, y, al percatarse de que sería imposible disimular su temblorosa voz, no le quedó más remedio que contestarle a la madre así, lloroso, con la voz lastimera –  Mi colchón mamita, es demasiado duro, hay pulgas... demasiado pobres ya somos – Y la madre, que antes de escuchar a su hijo ya se encontraba también llorando, se dirigió rápidamente a él, medio a tientas, pisando cartones y moviendo latas vacías, sin más orientación que el respirar de su hijito, y cuando sintió más fuerte el respirar del niño lo abrazó y le dijo: – Ya sé mi hijito, ya sé – y los dos permanecieron así por un rato, llorando, abrazados.

Mal calculo, mala administración, negligencia o descuido, cualquier cosa pudo haber sido, lo cierto era que la plata ya no alcanzaba para nada, y la madre lo sabía.




Pero ella se comportaba como si no se diese cuenta, como si todo fuese normal. Pensaba quizá, porque no tengo otra respuesta, que el sólo transcurrir del tiempo ya era buena señal, que simplemente con dejar pasar el tiempo todo al fin se solucionaría, que el porvenir inexorablemente debía ser mejor, algo mejor. Y el hijito, que era demasiado noble, tampoco decía nada, casi como si disfrutara el momento.

Llegó la madre una noche y como de costumbre al cuarto de su niño se dirigió. Abrió la endeble puerta de chapa, notó la oscuridad de siempre, olió el característico olor a viejo y sintió como todos los días la presencia de las pulgas, después dijo: – Hola mi hijito, cómo estás, ya vine del trabajo. –  El niño no decía nada – ¿Qué te pasa mi hijo, estás durmiendo? – No, él se encontraba lejos de estar durmiendo, él se tapaba fuertemente la cara con su sucia almohada, para que la madre no se dé cuenta de la desesperación que lo atormentaba. Andáte ya mamá, salí, no me veas así, pensaba el niño, pero la madre sospechaba algo, por lo cual, sin decir palabra buscó entre la oscuridad y entre las pulgas y entre tanta inmundicia el pequeño cuerpecito de su hijo, y al encontrarlo comprendió que estaba llorando – ¿Qué te pasa mi hijito, decíme, por qué estás así? – le preguntó mientras le quitaba la almohada de la cara y le abrazaba. – Nada mamita, estoy bien – le dijo esforzándose mucho para que no le tiemble la voz, pero fue inútil, pues antes de terminar la frase la voz se le rompió y ya sólo un descorazonado y terrible llanto lastimero brotó en la oscuridad. – Decíme mi hijito lo que te pasa, decíle a mamá – y el niño, casi gritando, con el alma partida, le dijo: – Tengo demasiada hambre mamá, así no puedo dormir – El niño estaba sufriendo, no tanto por la insoportable ganas de comer algo, cualquier cosa, sino más bien por la angustia y el dolor que le producía a su madre. Hubiera preferido que la madre entre directo a la casa, sin pasar por su dormitorio. Hubiera querido también poder disimular, hacerse el dormido, quizá fingir algún placido ronquido, pero no, fue imposible, ahora la madre sabía que su hijito se estaba muriendo de hambre, y el hijo sabía que su madre sufría más que él. La madre, que era más fuerte, que era tan fuerte, contuvo el llanto y con voz firme y natural le dijo que no se preocupe, que ella trajo carne, que en pocos minutos habría algo para comer. Eso era mentira. Le dijo que no se levante, que ella le llamaría cuando la comida esté lista.

Ella sabía que hacer, pues en el fondo comprendió que ya habían llegado al limite de pobreza. Salió de la habitación del niño, que ya no dijo más nada pero continuó sollozando, y se dirigió a la cocina, sí, en efecto, tenían cocina. Allí tomó un cuchillo y salió al patio.




Llamó al perro por su nombre, Coronel, y cuando éste le salió al paso ella, sin derramar una sola lagrima, como haciendo algo rutinario, le agarró fuertemente del hocico y le asestó varias puñaladas en el costado. El perro no era chico ni viejo, pero sí muy flaco y débil, por lo cual poca resistencia ofreció. Con sangre fría, sangre de madre, le quitó a Coronel una de sus piernas. Luego agarró el cuerpo y lo colocó debajo de una mesa, en el patio. La pierna, ya sin piel ni huesos, después de ser golpeada varias veces con una piedra, fue lavada y embadurnada con algo de sal. La cocción era cuestión de minutos.

Los minutos pasaron y la pierna, bien asada, fue a parar en un plato de aluminio e inmediatamente lo colocó en la mesa, tras lo cual llamó a su hijo. El hijo, aún lloroso, algo callado, vio la comida y se le iluminó el mundo, y fue la mirada de un niño que en su cumpleaños recibe el regalo que tanto anhelaba. Se sentó en la mesa y comió alegre, sin preguntar sí había pan, sin preguntar si había ensalada, sin preguntar por su perro, sin preguntar absolutamente nada.

Mientras el niño comía, la madre salió al patio, metió el cuerpo del perro en una bolsa y lo dejó nuevamente debajo de la mesa. Pensó que sería fácil arrojar al perro en el fondo del pozo, pozo que se hallaba en el patio, pero después de analizarlo mejor, decidió que no, pues, como el pozo ya no contenía agua, de seguro que el olor a podrido a los pocos días se sentiría. Esa madrugada, cuando su hijito durmiera, lo iba a enterrar, después de todo, Coronel merecía el tributo.

Llegó un día, el día, ¡que día ese!, en que la madre regresó del trabajo, regresó a sabiendas de que su hijito no había comido nada durante todo el día. Pero ella bloqueó ese aspecto de su mente, y sin pasar por la habitación de su hijito entró directamente a la casa. Ella era demasiado fuerte, tan fuerte que se obligó a no pensar en el sufrimiento que en esos momentos su hijito estaría pasando. Evitó todos esos pensamientos y trató de dormir, mintiéndose a sí misma. Pero el sueño nunca llegó, lo que llegó fue la necesidad de ver a su hijito, sin importar las consecuencias. Se dirigió a la habitación de él, entró en ella y sintió silencio, cosa rara, pero algo contenta se puso, pues asumió que éste se encontraba dormido. Volvió a salir y ya menos triste al fin pudo dormir, pues el que duerme no sufre, y su hijito estaba durmiendo.

Al día siguiente, muy temprano, cuando apenas el sol remontaba, ella se disponía nuevamente ir al trabajo. Antes de salir decidió ver como su niñito dormía. Entró en su habitación y no lo encontró, lo llamó quedamente pero nada. Cuando se disponía a hacer algo desesperado, vio, en la mesita que se encontraba cerca del mugroso colchón, un papel. Agarró el papel y notó que las letras de su hijito se encontraban en él, formando las siguientes palabras: “Mamá, soy muy feliz, el niño más feliz del mundo. Hoy, cuando vos estabas trabajando, vino en casa un matrimonio. Ellos son extranjeros de mucho dinero, gente muy buena, me dijeron que querían adoptarme, porque ellos no podían tener hijos, y querían uno para poderle querer y darle cosas, y comprarle cosas y quererle. Yo mamita me fui con ellos a Suiza, pero voy a volver, no sé cuando, pero voy a volver, para ayudarte en los gastos. No te preocupes por mí, soy muy feliz, demasiado feliz. Siempre, todos los días voy a acordarme de vos, y te prometo que voy a volver para hacerte feliz y ayudarte en los gastos” La madre lloraba, lloraba de alegría, ella no pensaba en lo poco creíble que era la nota, ella se convencía a sí misma que era cierto lo que su hijito decía. Se forzaba a creer que su hijo estaba ahora con personas que lo querían y que le daban de todo. Ella era demasiado fuerte, tanto que ni siquiera pensaba en cómo se fue su hijo, sin ropas ni documentos a otro país. Ella no pensaba en esas cosas. Y al final, cuando del pozo del fondo de su casa, algunos días después, empezó a emanar un olor a podrido, que conforme pasaban los días se acentuaba más y más, ella sólo pensaba en lo feliz que era su hijito, en lo contento que se encontraba, en el mucho cariño que esa pareja de suizos le daban. No, ella ni siquiera notaba el olor que despedía el pozo. Ella bloqueaba su mente cada vez que el espantoso olor le penetraba las narices. Ella era fuerte, ella era madre.

04/08/06 04:05 a.m.

Curva de la Muerte

La descripción de un accidente vehicular por parte de la persona que se accidenta... es un gran tema, pues la persona lo hace mesuradamente, lentamente, paso a paso, desde antes que pase hasta que ya pasó.

Desde esta nube, aunque nadie me escuche, hablaré. Ahora estoy parado y miro mi ciudad... ¡Qué magnifica ciudad! Con esta vista se me ensancha la inspiración y ya nadie podrá detenerme, hablaré, contaré mi historia, la contaré mirando a mi querida ciudad, aunque ya nadie me escuche.

Cuando salí de la fiesta ya era muy tarde, era de madrugada. Me sentía cansado y algo ebrio, pero tenía que llegar, tenía que dormir en mi propia cama. Fue por eso que no acepté la invitación de Luisiana de quedarme a dormir en su casa, es por eso que decidí manejar en esa condición. Pero no era tan malo, era casi divertido, me sentía cansado, sí, pero me daba satisfacción conducir mi Toyota.

Sobre la Avda. Mcal. López, en dirección a mi ciudad, Fernando de la Mora, me encontraba. No había muchos vehículos, la calle estaba limpia, despejada. Las luces blancas del tablero producían dentro del auto una tenue claridad que, extrañamente, me indujo a encender un cigarrillo. Al encender el cigarrillo y después de aspirar la primera bocanada de humo, con intención de bajar un poco la ventanilla, oprimí el botón que estaba situado en la puerta del vehículo, lo oprimí y dejé que entre un poco de viento. El viento que inmediatamente entró me animó.

Ochenta kilómetros por hora indicaba el velocímetro, era una velocidad ideal, pues sentía al vehículo liviano. Encendí la radio y escuché un tema lento, una balada. El andar de mi auto era silencioso, sólo se escuchaba al viento entrar por la ventanilla, era como música de fondo que acompañaba a la verdadera música que sonaba en la radio. Súbitamente, después de escuchar un estridente bocinazo, me percaté de la presencia de un vehículo que intentaba rebasarme. Luego descubrí que el bocinazo se justificaba plenamente, pues mi auto se encontraba en medio mismo de la ruta. ¡Qué distraído estaba! Sin disminuir la velocidad me encosté a la derecha y lentamente vi que el vehículo que venía detrás, el que me tocó la bocina, rebasó al mío. Aunque admití que mi posición era incorrecta, no me reproché absolutamente nada, al contrario, pisé algo más fuerte el pedal del acelerador, embragué y cambie a la siguiente velocidad. Luego subí el sonido de la radio, pues estaba sonando un tema que yo conocía; El hombre del piano, de Ana Belén.

Cien kilómetros por hora, “toca otra vez viejo perdedor...” ciento diez, la velocidad de mi vehículo aumentaba al igual que la satisfacción de manejar... “haces que me sienta bien...” el vehículo se sentía tan liviano, casi flotaba, y yo fumaba, “es tan dura la noche que tu canción...” y el viento entraba ruidosamente, casi opacando la música que yo conocía. Puse algo más fuerte la radio... “sabe a derrota y a miel” y, al hacerlo, sentí que rápidamente estaba llegando a la muy conocida Curva de la Muerte. Fue una sacudida característica que se siente en ese lugar la que me lo advirtió. Esa peculiar sinuosidad que presenta el pavimento en esa zona, es justamente para advertir la cercanía de la famosa curva. “El micrófono huele a cerveza, y el aire se podría cortar...”

Yo, como dije, me sentía algo cansado, algo ebrio, pero también me sentía capacitado para atravesar, como todos los días, esa curva sin mayores problemas. Tan capacitado que ni mermé la velocidad, ni siquiera un poco. La calle seguía despejada, y en los costados nadie estaba. “Toca otra vez viejo perdedor, haces que me sienta bien, es tan dura la noche que tu canción, sabe a derrota y a miel”

Ya divisaba la curva cuando vi la nariz de un vehículo blanco, vehículo que se encontraba en posición de espera sobre la avenida Santa Teresa. El vehículo blanco no se movía, esperaba a que yo pase. Yo no aceleraba, pero tampoco desaceleraba. La ebriedad y el cansancio, yo creo que fueron ellos, me hicieron hacer algo que fue casi involuntario, como un reflejo. Como a veinte metros del vehículo blanco me encontraba y, en ese momento, mi mano izquierda se dirigió a la palanquilla de las luces e, inmediatamente, mi mano comenzó a practicar unos juegos de luces, luz alta, luz baja, luz alta, luz baja... cosa rara, cosa que produjo, por supuesto, que el vehículo blanco se despegue del pavimento y por fin se mueva. El conductor del vehículo blanco creyó que con ese juego de luces yo le cedía el paso. Al moverse yo, no, no fui yo, fue mi pie derecho, mi pie derecho se apoyó con más fuerza que nunca sobre el pedal del acelerador. Me encontraba confundido, confundido era la palabra... sin sentido se tornó todo, sin explicación.

Mi cabeza giró a la izquierda y mis ojos se fijaron como a 40 metros, sobre un vehículo rojo estacionado frente a la Estación de Bomberos. Jamás en mi vida había reparado en la presencia de esa Estación de Bomberos, lo conocía, claro que sí, quien no, pero nunca me pregunté la finalidad y los objetivos que perseguían esas personas, tampoco analicé la ubicación de esa Estación.

Cuando se movió el vehículo blanco, en ese instante todo se torno mucho mas lento, las imágenes pasaban ordenadamente, casi con tiempo y por turno. Pero también todo enmudeció, el hombre del piano dejó de tocar, el sonido del viento que entraba por la ventanilla, todo. Mis movimientos eran lentos y, aunque yo no quería reconocer, algo demasiado importante se estaba avecinando.

Mi velocidad aumentó exageradamente, ya nada más se podía hacer. Mi pie no se levantaba del pedal, y el vehículo blanco se movía tan despacio, se movía lento y la persona que lo conducía parecía haberse arrepentido. Mis ojos dejaron de observar la Estación de Bomberos para posarse en los ojos del que conducía el auto blanco, ojos que no aprobaban ni comprendían mi comportamiento, ojos que también me miraban y que ya demasiado cerca se encontraban de los míos. Yo no los quería mirar, no podía hacerlo, los evité. Miré nuevamente en dirección a la Estación de Bomberos y noté que había alguien parado cerca del móvil rojo. Si, en efecto, se trataba de un bombero. Era una persona como de 30 años, uniformado pensé, pues llevaba puesto unos pantalones azules y una camisa del mismo color que, en uno de sus costados, tenía pegado un escudo, del Cuerpo de Bomberos, asumí. Vi que el bombero me miró, luego miró al vehículo blanco y luego, muy lentamente, se tomó de la cabeza y las facciones de su rostro cambiaron. Me dio la impresión de que el bombero sentía mucho dolor, mucha tristeza. Yo le sonreí ligeramente pero luego, al notar que movía su cabeza de un lado a otro, en un evidente gesto de desaprobación, deje de hacerlo, dejé de sonreír y también muy triste me quedé.

Dejé de observar al bombero y dirigí entonces la mirada al frente. Allí se encontraba, como siempre, el vehículo blanco, allí estaba pero muy cambiado; estaba más grande, más nítido. También cambió la mirada de la persona que conducía. Gritaba, sí, gritaba, lo noté por la forma de sus labios, me gritaba a mí, eso también lo supe, eso lo supe por sus ojos. Sus manos, las manos del chofer, ya no estaban aferradas al volante, no, en ese momento se colocaron a la altura de su rostro y estaban abiertas, con las palmas abiertas en dirección a mí, a mi vehículo, y de esa forma, ya no podía ver su rostro, sus palmas me lo impidieron.

No volví a mirar a la Estación de Bomberos, tampoco miré más al vehículo blanco, dirigí mis ojos al velocímetro. Al hacerlo y al ver que la brillante aguja apuntaba al número ciento veinte, en ese instante, una electricidad caliente, muy caliente se apoderó de mis piernas, de mis brazos, de mi pecho, de mis hombros y de mi cabeza, y todo, todo se tornó mucho más lento que antes. Con esa extraña sensación eléctrica por todo el cuerpo, solté el volante y miré, sí, miré mis manos, y estaban blancas, y temblaban, ya no servían, ya no eran mías. Los dedos que se abrieron soltaron el cigarrillo para que éste caiga, muy lentamente, sobre mis piernas. Por entre los dedos abiertos divisé nuevamente al vehículo blanco, vehículo que ya casi se confundía con el mío. No escuchaba nada, absolutamente nada pero, muy gradualmente, comencé a sentir que la estructura del vehículo temblaba, era el temblor que confirmaba el contacto entre los dos vehículos. El vehículo blanco se acercaba a mí pero también lo hacia la parte delantera del mío. En ese instante me acordé del cinturón de seguridad, y que no lo llevaba puesto. Mi espalda se separó del asiento y ya era todo mi cuerpo el que se dirigía con tremendo poder hacia delante. Cuando mis piernas tocaron el tablero del vehículo ya no avanzaron más, no, solo avanzó la parte superior de mi cuerpo, y fue primero mi cabeza, cabeza que ya casi hacía contacto con el parabrisas. Todo era muy lento, muy silencioso y yo no sentía dolor, solo sentía esa ardiente electricidad. Con mis bien abiertos ojos noté que el parabrisas se rompió, y al romperse se descuartizó. Aunque mi cabeza fue el que impactó por el parabrisas, mis piernas, que no avanzaban, empezaron a retroceder, retrocedían con indecible fuerza empujadas por el tablero. Las curuvicas del parabrisas estaban frías, parecían congeladas, pues cuando se metieron por mis ojos sentí que éstos se me helaron, y la cara toda también. Paralelamente sentí que mi pecho y todo mi tórax se estrellaba contra el volante, y en el acto no escuché nada, pero sentí que muchas ramas secas se rompían dentro de mí. También sentí que más abajo, en la zona de mis piernas, unas ramas algo más gruesas se quebraban, e inmediatamente mi cabeza comenzó su viaje de vuelta, nuevamente al interior del vehículo. Después de atravesar el parabrisas mi visión ya no era la misma, se tornó mucho más nubosa, aunque no tanto como para no darme cuenta de que el vehículo había adquirido una nueva apariencia, algo más arrugada, algo más pequeña. Yo ya no tenía más aire por dentro que expulsar, tampoco podía recibirlo, y fue así que sentí mejor, sentí con más fuerza a la electricidad que me abrazaba. Y me quemaba pero yo no sentía dolor, yo solo sentía que mi corazón latía, y mi corazón era lo que más se movía en mí, pero también latían mis pulmones, mi riñón, mi páncreas..., no sé si eran latidos, pero se movían dentro de mí. De repente, sin percatarme, descubrí con estupor que mis piernas y las partes bajas de mi tórax habían desaparecido debajo del durísimo tablero, tablero que me aprisionaba todo el tronco, tablero que ya casi tocaba mi rostro. Mi entorno cambiaba constantemente. Mi vehículo por dentro se volvía mas deforme, más extraño, irreconocible. Lo caliente continuaba, la vista nubosa también al igual que los movimientos... siempre lentos, casi eternos, todo, todo muy despacio. Ya sólo mi cabeza podía mover, mis piernas no existían y mis tiesos e inertes brazos yacían doblados, cortados y en algunas zonas sin piel. Como siempre ebrio, como nunca cansado, y ya con demasiado sueño me encontraba. Cuando levanté la cabeza noté que el otro auto se había quedado bastante distante del mío, como a 10 metros, auto que también se encontraba sin forma. Después de verlo por unos segundos, segundos que parecieron horas, recién allí pude comprender que el otro vehículo, el vehículo blanco, se encontraba volteado, con las ruedas al cielo.

No eran lágrimas, de eso estoy seguro, pero sentía mi cara empapada, muy mojada, mojada por algún líquido que ya entraba a mis ojos. Cuando parpadeaba, que era muy a menudo, me quedaba en una completa oscuridad, oscuridad que luego, lentamente, se volvía a convertir en algo parecido a las tinieblas. La electricidad caliente no me abandonaba, seguía allí, no tan violento pero sí uniforme. Me preguntaba porqué todo transcurría tan lento, tan silencioso, y mientras lo hacia escudriñaba mi entorno, el techo, el techo era blanco pero estaba manchado con algo, algo oscuro. Había cabellos, muchos cabellos por todos lados, todos manchados. Volví nuevamente la mirada al techo y allí supe que el líquido que inundaba mi cara y mis ojos era sangre, que el techo estaba manchado con sangre y que los cabellos eran mis cabellos y estaban manchados con mi sangre. De repente, en medio de esos descubrimientos, todo se sumió en un rojo alborotado, el aire se convertía en rojo y luego nuevamente quedaba tenue, luego rojo y luego tenue. Eran los bomberos, que con sus balizas de emergencias anunciaban su presencia.

Los intervalos de oscuridad eran cada vez más largos. Estaba exhausto, pero no adolorido y el profundo silencio, y la lentitud de todo, y la caliente electricidad se apoderaban de lo que quedaba de mí. Un casco amarillo, dos cascos, y luego otro, aparecieron en el panorama y se quedaron distantes unos de otros, girando en derredor del vehículo blanco. Un bombero se dirigió a mí, era el bombero de la expresión triste. Aún conservaba esa mirada de amargura, pero algo más apagada que antes. Se acercó a mí, me miró a los ojos, y me dijo algo que no escuché, y al hacerlo me transmitió algo que no puedo expresar, mezcla de paz y seguridad, algo de bondad y también de comprensión. En sus ojos, en los ojos de ese bombero había dolor, un dolor que yo no sentía. Otro bombero se acercó al él y le dijo algo. Entre los dos se gestó una conversación acompañada de gesticulaciones; me miraban a mí, señalaban partes de mi vehículo y luego miraban al otro vehículo, entonces pude comprender que estaban tomando decisiones. El bombero volvió a hablarme y nuevamente no lo escuché, pero sentí, mientras miraba al bombero, la presencia de otros bomberos en los costados del vehículo, estaban haciendo algo. También veía, de forma borrosa pero entendible, que algunos bomberos se encontraban en frente, detrás de él, haciendo otras cosas por el vehículo blanco.

Una mano enguantada se posó en mi cabeza de manera casi imperceptible. Después, un haz de luz enturbió mi ya muy enturbiada visión por un momento. Poco a poco logré ver nuevamente al bombero de la triste expresión, ya con algo en las manos. Me percaté que en su chaleco, en el lado derecho, llevaba un porta nombres que tenía escrito su apellido; su apellido era Calderón. Noté asimismo que seguía hablándome y paralelamente, mientras otras manos me asían la cabeza, éste me colocaba esa cosa alrededor del cuello. Se acercó tanto que, mientras me colocaba eso, pude verlo mejor, pude ver los detalles de su semblante y también vi, en la parte interior del casco que llevaba puesto, justo arriba de su nuca, la siguiente frase: “La vida es un sueño”, escrita desprolijamente y ya medio borrosa. Para cuando terminó la operación entendí que me habían colocado un collar que mantenía mi cabeza quieta. Calderón, el bombero que me lo colocó, sonreía algo tiernamente y me hablaba, siempre me hablaba y yo nunca lo escuchaba, pero yo sabía que sus palabras eran tranquilas, eran cálidas. La vida es un sueño; esa frase vagaba en mi mente y el silencio y la lentitud de los movimientos me lo hacían recordar, pues todo emulaba enormemente a eso, un sueño. Pero eso no era un sueño, no, no lo era, quizá no tanto, era más bien una zona neutra, el punto situado entre lo real y lo irreal, era estar dormido y despierto al mismo tiempo.

Otro bombero, con la cabeza desprovista de casco, entró dentro de la pequeña y deformada cabina del vehículo, se situó a mi lado y empezó a hurgar por debajo del tablero del auto, auxiliado con una pequeña linterna, metiendo sus manos por las hendiduras deformadas del vehículo. Quizá estaba buscando algo o tal vez simplemente trataba de saber cuan grave era la situación. Después supe que eran las dos cosas, buscaba mis piernas y con ello saber que tan grave era mi condición. El que entró en la cabina era muy joven y más bien delgado, con la tez oscura y frío, indiferente, no tan paterno como Calderón, él no se involucraba tanto conmigo como lo hacia Calderón, él se dedicaba más bien a la estructura del vehículo, a estudiarlo, a sopesarlo. Después éste miró por detrás de mí y dijo algo a alguien. Allí, en ese momento, supe que había otro bombero detrás de mí, sujetándome la cabeza. Después el bombero miró a Calderón y le dio una muy mala noticia, lo supe por como Calderón asintió con la cabeza..., de manera resignada.

Mi entendimiento se manejaba tan lento como el acontecer de las cosas, y con esa misma lentitud comprendía más y más lo que acontecía conmigo. El accidente vehicular fue tan violento que las estructuras deformadas del vehículo me habían lesionado y aprisionado gravemente. Esos bomberos estaban allí tratando de sacarme, de liberarme, y con ello poder llevarme a un hospital. Yo sabía también que, simultáneamente a lo que hacían conmigo, había otro grupo de bomberos haciendo lo mismo con el otro vehículo a quién yo había chocado. Yo era consiente de esa realidad, empero, no tenía sentimientos precisos, ni miedo, ni ira, ni arrepentimiento, estaba embotado aún por la ebriedad, por el cansancio y por esa caprichosa y ardiente electricidad que me abrazaba.

Mientras tanto Calderón seguía allí, cerca de mí, fabricando lazos que nos unían, prodigándome seguridad, calidez. Yo veía todo mi entorno en constante movimiento, muy lento movimiento. Detrás de Calderón desfilaban miríadas de cascos amarillos, bomberos que portaban herramientas, y que con ellas hacían cosas al auto, cosas que yo no comprendía, aunque sabía que eran cosas correctas, cosas que me quitarían del estado en que me encontraba. El joven bombero continuaba allí, a mi lado, estaba organizando sus ideas, lo supe pues no hacia otra cosa que ver mi cuerpo y la forma en que se encontraba con relación al vehículo. Después vi que algo le llamó la atención, algo que acontecía justo a mi izquierda. Dijo algo, y no fue a Calderón ni al otro bombero que estaba detrás de mí, dijo algo mirando en dirección al suceso que sucedía a mi izquierda. Miré de reojo a la mencionada dirección, pues girar la cabeza lo tenía prohibido, por lo cual sólo podía mover mis ojos, dirigirlos a mi antojo. Y así lo hice, y al hacerlo conseguí algo que antes no podía; conseguí sentir miedo.

A mi izquierda, en la calle, parado se encontraba una enorme persona a quien el rostro no alcanzaba ver. Pero esa enormidad no fue la causante del miedo, fue lo que sostenía en las manos. Muy cerca de mi cuerpo éste gigante bombero sostenía una no menos gigante herramienta de metal, especie de tijera con manoplas, alargada y gruesa, con mandíbulas de hipopótamo y dientes de tiburón. Al ver la herramienta no pude menos que estremecerme, pues el poder que emanaba y la apariencia que tenía eran inmensos. Calderón quizá percibió el miedo en mis ojos, pero no hizo nada, nada para remediarlo, sólo cogió una manta de plástico transparente y se la pasó al bombero que a mi derecha se encontraba. Éste lo agarró y con él me cubrió todo lo que me quedaba de cuerpo, incluyendo mi cabeza, cuidando de no moverme mucho. Desde afuera, alguien, tal vez un compañero, le alcanzó un casco al joven bombero, hecho lo cual inmediatamente se lo colocó.

Seguía teniendo miedo, pues no confiaba en esa herramienta, tampoco en el bombero que la operaba. Cómo yo no escuchaba nada, me pregunté cuáles serían los ruidos que causaba esa enorme herramienta. Pensé que seria muy ruidosa y así, casi contento de no poder escucharla me quedé. Vi que la enorme pinza habría sus fauces y se acercaba más y más a mí. Al centro, en el frente, se encontraba Calderón, atento siempre al desarrollo de la acción. En mi costado, a la derecha, el joven bombero, que antes me parecía indiferente, me agarró de la mano, mano insensible, muerta. Pero aunque no sentía la mano del bombero, el gesto me hizo perder algo de miedo.

Ni siquiera mi respiración sentía, cosa que por un momento me hizo pensar que verdaderamente no respiraba. En cuanto a lo que yo sentía, nada había nuevo, excepto el miedo. No escuchaba nada, no olía nada, la electricidad caliente era constante, todo transcurría muy lento, mi pensamiento también y ebrio, ebrio y cansado. Mis agotados párpados, cuando se cerraban, ya no querían abrirse, dejándome en la oscuridad la mayoría de las veces. No sentía dolor, aunque sabía que mi cabeza estaba destrozada, la sangre y la humedad que sentía en mi rostro lo delataba.

Por entre la transparente manta plática observé que las mandíbulas, abiertas mandíbulas de esa terrible máquina, se dirigían a una parte del vehículo. Allí, más o menos, entendí que esa era una herramienta de corte operada por un bombero que tenía como meta cortar los hierros que me aprisionaban. Pero no, con esa comprensión el miedo no mermó. Y no lo hizo porque yo no confiaba en la destreza de ese bombero. Quería que Calderón maneje la máquina, pues yo sí confiaba en él.

Calderón dijo algo al operador de la herramienta, luego al bombero que estaba a mi lado y después, muy lentamente, noté que la pinza cortaba una de las columnas que servían de sustento al arrugado techo de mi Toyota. Muy fácil resultó ser el corte, tan fácil y contundente que por unos segundos pensé que la estructura del vehículo era de papel. Pero no era de papel, el sólo hecho de ver mi condición desmintió esa inverosímil teoría. Después de haber cortado esa parte del vehículo, el bombero que operaba, abrió nuevamente la pinza y se dirigió a la columna que se encontraba a centímetros de mi cabeza, era la columna del medio. Al mismo tiempo otro bombero, con similar herramienta, hacía lo mismo desde el otro costado del mismo. Antes de que se produzca el corte que tanto miedo me causaba, alguien, no sé quien, desde los asientos traseros del auto, pasó al joven bombero que se encontraba a mi lado una especie de bolsa roja. El joven bombero la abrió y de adentro sacó una mascarilla. Era una mascarilla que a través de un tubo flexible me proporcionaría oxigeno, eso si lo sabia, es que era evidente. Por debajo de la manta el joven bombero introdujo la mascarilla y me lo colocó donde correspondía. Sujetó con una mano la mascarilla y con la otra metió sus dedos en un agujero del collar y me palpó la garganta, le dijo algo a Calderón y Calderón a su vez al operador de las tijeras. Yo casi ya no podía abrir los ojos, y esa electricidad aumentaba más y más.

Posteriormente el enorme bombero que se encontraba a mi izquierda se quitó el casco y metió su cabeza dentro del deforme auto. No era bombero... era bombera, la bombera más grande que vi en mi vida. Sus manos estaban calzadas con guantes de cuero, manos que estudiaban la parte interna de la columna a ser cortada. Después de un breve análisis, la mujer salió nuevamente y se colocó su casco. Seguidamente se inició el siguiente corte, aunque esa vez ya no pude observar el desarrollo. Creo que fue mejor.

También los del otro costado estaban cortando, yo lo sabía pues Calderón dirigía su vista a alternativa a ambos lados. En un momento vi que la corpulenta mujer bombera cerraba las mandíbulas de su tijera y se alejaba del lugar de corte, dirigiéndose en dirección a Calderón. Miraba la espalda de la mencionada bombera cuando, súbitamente, el techo del auto fue levantado y doblado hacia atrás.

En esa etapa del rescate todo se tornó mucho más nítido y, lo increíble, es que las cosas comenzaban a pasar más rápido, aunque todavía algo lentas. También disminuyó notablemente la intensidad de la electricidad y casi ya no quemaba. La luz que inundó el sitio me permitió apreciar más claramente a los bomberos que se encontraban alrededor de mí. Eran muchos y ya nadie trabajaba por el vehículo blanco, aunque aún se encontraba en el mismo sitio. También había policías y, mas alejadas, algunas personas que observaban lo que pasaba. También, aunque muy débilmente, empecé a escuchar los sonidos y las voces. Dos bomberos que se encontraban junto a Calderón le señalaban partes del auto y éste escuchaba, sólo los escuchaba hasta que por fin dijo algo y, seguidamente, desde el lado derecho, pasaron al joven bombero que se encontraba a mi lado una de las pinzas. Calderón se colocó a mi lado, me quitó la manta y sujetó la mascarilla. El joven bombero tomó la pinza que sus compañeros le habían dado y, con gran habilidad, colocó la punta cerrada de las mandíbulas en un lugar por debajo del tablero, allende mis carnes.

Instintivamente mis ojos se fijaron al cielo. Mirando al cielo me sentí mejor. Mirando al cielo pude sentir una fresca brisa que acarició mi maltratado rostro. Ya casi todo transcurría con una velocidad normal, los sonidos se percibían también más fuertes, más nítidos y yo miraba al cielo, y el negrísimo firmamento me mostraba sus miles de brillantes estrellas. Descubrí también que ya menos ebrio y cansado me sentía. Lo que produjo que vuelva la vista al joven bombero fue la sensación de libertad que inesperadamente sentí, pues poco a poco el tablero se alejaba de mi cuerpo, al mismo tiempo que la electricidad desaparecía. Después de eso ya todo cambió, ya todo lo malo desapareció. La sensación de haberse despertado después de dormir doce horas seguidas era la sensación que experimenté. Sentía mi respiración, ni visión era más buena que lo normal, los movimientos los practicaba sin problemas y a tiempo real y todo lo escuchaba bien. El joven bombero seguía manipulando su herramienta, aunque yo sentí que ya no había necesidad de ello, por lo cual, levantándome del asiento le dije que yo podía salir sólo, que me mire, que mire como lo hacia y que no se preocupe. Y así lo hice, y al hacerlo nadie se inmutó, nadie, todos seguían como si nada, mirando por debajo de mis pies. Pero qué les pasa grité, estoy bien, acaso no me ven, qué clase de bomberos son ustedes... pero nada, nadie me miraba, estaban todos tan concentrados que no pude hacer otra cosa que mirar lo que ellos miraban y, con indescriptible estupefacción y espanto, me observé a mí mismo, todo ensangrentado, los ojos bien abiertos mirando al cielo, atrapado entre los deformados hierros... era mi cuerpo, cuerpo que ya no me pertenecía, nos habíamos dividido y yo ya era otra cosa, era algo nuevo... ya estaba muerto.

Ya estaba muerto, pero en ese momento aún no lo sabía, no comprendía lo que pasaba, sólo tuve miedo, terror y asco, asco de mí mismo, de toda esa sangre y de mi cuerpo, del cuerpo que yacía en mis pies. No, no, no dije y salté fuera del auto, pasando por encima de la cabeza de Calderón. La vida es un sueño, dije cuando al suelo llegué, y luego, quizá asociando la frase, pensé en volver dentro del vehículo y colocarme exactamente en el lugar donde estaba mi cuerpo y, una vez allí, tratar de dormir, si, quería dormir, tenía la esperanza de que todo fuese un sueño. Y estaba a punto de trepar nuevamente al vehículo cuando, muy nítidamente, escuché a Calderón decir al joven bombero que no, que no había que apurarse más, que se tranquilice, que yo ya estaba muerto. Y el joven bombero, que se encontraba cansadísimo, dando un gran suspiro volvió a manipular la herramienta, pero ya menos ansioso.

¿Llorar? Claro que lloré, como nunca a un costado del vehículo. También grité, sí, grite mucho, gritaba a todos los que pasaban a mi lado, y cuando se cruzaban yo los intentaba agarrar, tal vez tocarlos, quizá empujarlos, pero no, ellos ignoraban mi presencia o, tal vez era yo él que creía estar presente... y no lo estaba.

No soporté quedarme en aquel lugar. Comencé a caminar, a mezclarme entre la gente. No quería pensar, eso sí que no quería; pensar era atormentarme más y más, pues cuando pensaba todas mis esperanzas de que aquello fuese un simple sueño se esfumaban poco a poco. Yo quería tener algo de esperanza, yo no quería confirmar aquello, no quería darme por vencido, por eso no pensaba. Caminando me alejé considerablemente del lugar del accidente. Entré en una calle oscura, camine unas cuantas cuadras y llegué a una iluminada plaza. Allí busqué un lugar donde sentarme.

Encontré un banco y allí me senté, y contemplé la plaza. Después de haber pasado unos minutos, o quizá algunas horas, en aquella posición, decidí por fin cerrar los ojos y dejar que las ideas fluyan en mi cabeza; ya era tiempo, tenía que saber lo que pasaba conmigo. Los ojos cerrados, la cabeza gacha entre mis piernas, los brazos entrecruzados encima de mi cabeza, así me coloqué y así empecé a descubrir el tipo de sueño que sueñan los espíritus, pues yo era eso, un espíritu, un soplo de viento imperceptible, invisible. Y nuestros sueños se desarrollan en otro contexto, nosotros soñamos con sólo cerrar los ojos, sólo eso hace falta: cerrar los ojos. Y de inmediato llegan las imágenes, imágenes de cuando estábamos vivos, imágenes tan reales, tan coherentes, que hasta considero se trata de algo cruel, pues es cruel hacer creer a los muertos que no lo están, que aún siguen vivos, y con la calidad de ese sueño, de esas imágenes, nosotros, los muertos, nos ponemos felices, pues ese sueño para nosotros es como despertar, despertar de una pesadilla, pesadilla en que estábamos muertos. Y después de abrir los ojos la decepción es muy grande, pues volvemos a la pesadilla, volvemos a nuestra sombría realidad. Pero bueno, no les contaré más acerca de cómo son nuestros sueños, no lo creo conveniente, pues no quiero aburrirlos.

Después de soñar, y al despertarme, al abrir los ojos, ya estaba convencido de lo que era. Pero saben qué... fue lo mejor, pues mientras existía ese hilo que me conectaba a lo imposible, que no me permitía retroceder unos pasos para ver mejor el panorama, mientras existía, siempre sufrí y me quejé de mi mala suerte. Pero cuando corté esa unión, allí, sólo allí volví a tener esperanzas, porque hasta los espíritus tenemos esperanzas. Y mis esperanzas no eran nada concretas, eran vagas ilusiones de que mi situación mejore. Estaba tan confundido y eran miles las preguntas que me hacia que no sabía como proceder. No sabía qué podría ser malo, o bueno, lo único que comprendí y decidí fue salir de ese lugar y volver al sitio donde todo comenzó, donde todo terminó: la Curva de la Muerte, en la zona norte de Fernando de la Mora.

El recorrido de regreso lo hice rápidamente, sin distracciones. Una vez que llegué a la curva noté que nada, ni siquiera restos del accidente quedaban; la calle estaba limpia, como si fuese que nada había pasado allí. Pero no me detuve mucho en esas cavilaciones. Me dirigí rápida e instintivamente al cuartel de los bomberos.

Y, una vez que me encontré frente al mencionado cuartel, espontáneamente comenzaron a aguijonearme cuestiones filosóficas de carácter existencial. ¿Qué es estar arrepentido? ¿Estaba yo arrepentido? ¿Fui una buena persona? Eran las preguntas que me hacia. En nuestro Derecho Positivo existe el dolo y la culpa, reflexionaba, la ley es severa con los que comenten infracciones dolosamente, aunque también es severa para los que lo hacen sin intención, es decir, para los que comenten infracciones culposamente. Evidentemente yo no tenía intenciones de ocasionar ningún accidente... me decía a mí mismo, pero bebí, bebí demasiado, bebí a sabiendas de cuales podrían ser las consecuencias. Es tan injusto nuestro Derecho, tan subjetivo, tan frágil. ¿Quién puede juzgar sabiendo lo que pasa por la mente de una persona, quién es el mago que descubre la intención oculta en nuestra conciencia? ¿Quién?, quizá nosotros. Nosotros mismos somos nuestros mejores jueces. Eso lo descubrí mientras buscaba en mis adentros respuestas a lo que acontecía conmigo. Y estas apreciaciones fueron a raíz de la incertidumbre de mi condición, de lo poco usual que era, pues aunque nunca antes había muerto, sabía, por sentido común, que mi caso era distinto, pues había demasiado preámbulo, harto rodeo para una simple muerte. Todos aprendemos que los buenos van al cielo y los malos al infierno, pensaba… Pero... también hay gente buena que hace cosas malas, y en ese caso, me imaginaba, se crea una suerte de confusión en la mente de los Altísimos Jueces, pues ellos consideran que, a diferencia del dolo, que es pecado puro, la culpa no lo es tanto, es más, aduje, la culpa quizá sea el punto intermedio entre el cielo y el infierno. Sí, eran muchas boludeces las que pasaban por mi mente.

En ese momento, estando mirando el frente del cuartel de bomberos, concluí que el excesivo preámbulo que en mi caso existía, era porque cometí algo malo pero sin intención, y, aunque sabía que no tenía aún el cielo asegurado, me sentí algo más tranquilo.

Esperanzado en que la resolución de los Altísimos Jueces me sea favorable, entré en el cuartel de bomberos, entré sin saber para qué. Una vez adentro todo me pareció raro, curioso y hasta divertido. Note que en una de las paredes se encontraba colgado un pequeño cuadro que decía: “¿Por qué no pasás y te quedás para siempre?”. Poco tiempo invertí en pensar en la frase, pues reconocí que tenía múltiples significados. Divisé raras vestimentas colgadas desprolijamente, algunas herramientas que nunca vi en mi vida, extintores tirados al suelo; todo era un caos para mí, pero asumí que para ellos era normal. También reconocí el casco amarillo de Calderón, lo hice por la inscripción que llevaba. Avancé un poco más y escuché voces, y a ellas me dirigí, esperando ver a Calderón. En una sala contigua, me imagino la cocina, estaban los bomberos y entre ellos Calderón. Todos sentados en una mesa redonda, hablando, riendo, haciéndose bromas. En ese momento me pareció algo desagradable que estuvieran tan contentos, tan normales, considerando las circunstancias del momento. Me acerqué a ellos y noté con gran sorpresa que la voz de Calderón era la única que no conseguía escuchar. Me acerqué más a él, creyendo que sólo hablaba quedito, pero descubrí que no, que los sonidos simplemente no salían de su boca. Ahora que estoy muerto sé la razón de ese notable fenómeno, pero en esos momentos sólo sentí más confusión. Me pregunté el motivo por el cual no escuchaba su voz, pero fue inútil, en esos momentos ni siquiera aventuré razones.

En la mesa permanecieron sólo un rato, pues ya era demasiado tarde. Algunos fueron a dormir, otros a fumar un cigarrillo y luego también a dormir. Cuando ya todos pernoctando se encontraban, y como yo no sentía el menor cansancio, decidí observar minuciosamente el cuartel. Todos los adminículos me llamaban poderosamente la atención, y luego de examinarlos cuidadosamente asumía la función que tenían. Una especie de mochila cargaba un tanque, y de éste se desprendía un tubo que terminaba en una mascara. No supe lo que era, pero después, al ver una fotografía recortada y pegada en la pared lo supe. La fotografía era la de un bombero que se encontraba entre las llamas, tenía puesto la mencionada mochila. El tanque que portaba la mochila contenía aire, y servía para que los bomberos respiraran aire puro en lugares dónde había mucho humo. El equipo de respiración me llamó tanto la atención que detuve mis ganas de escudriñar más el cuartel y me quedé inspeccionándolo. La máscara de goma, el tubo flexible por dónde pasaba el aire, el manómetro que indicaba la cantidad y la presión del aire, unas campanillas que de seguro servían para indicar cuando el aire se terminaba, en fin, todo el equipo me llamaba poderosamente la atención. En el momento en que me imaginaba a mí mismo vestido y equipado como bombero, en ese mismo momento me asustó, y debo admitirlo, el timbre del teléfono. Inmediatamente después apareció la gran mujer bombero que participó en el rescate de mi cuerpo, esa que utilizó una de las pinzas que cortó mi vehículo. Soñolienta y despeinada, pero muy resuelta, contesto la llamada. Yo estaba muy entusiasmado, porque presentía que se trataba de alguna emergencia, son bomberos... era de madrugada... seguro que era nuevamente un accidente de auto. Pero no era, pues de las pocas palabras que masculló la bombera se encontraba incendio, un incendio claro, preciso, tajante. Antes de colgar el tubo, y justo después de pronunciar su muy entendible incendio, vi que accionó un botón que se encontraba cerca del teléfono; era la alarma, el estridente timbre que despertó rápidamente a los durmientes. En efecto, antes de que el ingente sonido del timbre cesara ya todos estaban de pie, y ágilmente procedieron a vestirse sus trajes.

El lugar era pequeño y ellos eran muchos, empero, los movimientos que realizaban equipándose eran armónicos, sin molestarse los unos a los otros. En ese momento, instintivamente, sin ser consciente de ello, me alejé para no estorbar, pero rápidamente caí en la cuenta de que eso estaba de más. ¿Y mi amigo Calderón, dónde está? ¿Acaso no se despertó? Toquen otra vez la alarma, no se olviden de Calderón, Calderón está.. está.. y antes de decir dormido escuché que el motor del carro ya estaba en marcha, y al ver en dirección al mismo noté aliviado y orgulloso que el chofer era Calderón, y que seguro salió por otro lado, y por eso no lo vi. Calderón amagó mover el vehículo, y los rezagados que aun no estaban correctamente vestidos entendieron que ya no había tiempo, y de esa manera, a medio equipar, se arrojaron dentro del vehículo. Yo, que “vivía” con pasión el desarrollo de las cosas, deseoso de participar de todo aquello, no quise quedarme sólo, quise ir con ellos y ver qué hacían. Al tiempo que todas las puertas se cerraron, el carro abruptamente se puso en marcha, y yo pude, saltando largo, colgarme de la parte trasera del mismo.

La velocidad que llevaba el carro de bomberos, maximizada por el lugar dónde yo me encontraba, hizo, por un momento, retrotraerme a mis recuerdos recientes, al momento del accidente. Dejé de lado ese pensamiento y me concentré en el incendio. Sólo pensé en eso, y me prohibí pensar en otra cosa. En un momento dado, después de sortear todo el veloz y arriesgado periplo, el carro mermó la marcha, dobló una esquina y allí nomás, reflejado en el negro e inmenso firmamento, yacía una fosforescencia naranja, producto del incendio que muy cerca consumía algo. Algo grande, deduje, pues sólo un gran incendio sería capaz de proyectar tanta luz al cielo. El carro avanzaba lento, pues el camino no era bueno. Por fin llegamos al lugar y, en efecto, se trataba de un incendio de gran magnitud. Era una especie de fábrica, emplazada en un edificio de dos plantas, y junto a él un gran tinglado cerrado, que tenía parte de su techo de chapa abierto, abertura por el cual unos lengüetazas de fuego fulgurante de unos 30 metros amenazaban con destruir todo.

Me asusté. Ese fuego me daba mala espina. Era demasiado grande. Bajé del vehículo y evalué la escena. No, no quería que los bomberos se arriesguen. Estaba seguro que Calderón pensaría lo mismo y no permitiría que ningún bombero se acerque demasiado. Pero, bien perplejo quedé al notar que todos bajaron del carro, inclusive Calderón. Vi con espanto que se preparaban para combatir a ese demonio. Se colocaron algunos las mochilas, otros desplegaron mangueras y Calderón hablaba por su radio portátil, miraba al grupo de bomberos que se aprestaban a trabajar y les daba instrucciones. El sonido que el fuego producía era ensordecedor, y desde el sitio dónde yo me hallaba observando todo, no escuchaba lo que los bomberos decían. Calderón se acercaba a ellos individualmente, los tomaba del hombro y les decía cosas al oído, cosas enérgicas y firmes, lo entendí así por los gestos que acompañaban a sus gritos.

Yo quería impedir que realicen tan arriesgada empresa. Quería que escuchen mi voz de protesta. Ellos saben qué hacer, musitaba en mi interior, ellos viven para esto. Pero eso no me tranquilizó. El incendio era enorme, y cada vez se hacia más y más grande, y ellos estaban tan cerca.

Mientras ya algunos bomberos empezaban a lanzar chorros de agua al insaciable y voraz incendio, Calderón, siempre cerca de todos, se comunicaba con otros bomberos equipados con esas mochilas que sirven para respirar en lugares donde hay mucho humo. Me acerqué para escuchar y cuando llegué a ellos, una persona, salida del tinglado en llamas, con el torso desnudo y mojado de sudor, llorando y gritando se acercó a nosotros. Sus palabras resultaron, al principio, para mí, inentendibles, pero luego, ayudado por otros signos, supe que esa persona informaba a los bomberos de una persona atrapada en el edificio, en la planta superior, que ya se encontraba muy próxima a consumirse también.

Yo, que en esos momentos necesitaba, por la coyuntura pos mortem, realizar a como de lugar buenas acciones, o por lo menos mostrar a los Altísimos Jueces mi intención de hacerlo, volví la mirada al edificio de dos plantas y decidí entrar ¿Entrar para qué? ¿Qué podría hacer?

La noticia de una persona atrapada en el edificio contiguo al voraz incendio hizo que los bomberos establezcan nuevas prioridades, eso lo supe porque escuché muy claramente que Calderón, dirigiéndose al grupo de bomberos allí presente, les dijo: - Hay que establecer nuevas prioridades -. Lo dijo en un tono de dramaturgo, y no era para menos, la realidad hacia menester hablar con esas formas.

No esperé. Me dirigí al edificio. No sabía que hacer, pero lo estaba haciendo. Indiferente al rigor del fuego me acerqué in directum. Al toparme con el principal acceso al edificio, que era una puerta, créanlo, lo atravesé sin problemas, pues mi cuerpo era... etéreo. Una vez adentro noté con sincero espanto que el fuego ya había ingresado al edificio, y las llamas provenían de la planta superior. Subí por las escaleras y al llegar, al pisar el parquet, sentí un calor abrasador, terrible, pero, misteriosamente, no producía en mí el menor dolor. Las llamas, conforme pasaban los segundos, crecían, alimentándose de cortinas, de alfombras, de un buró. Busqué a la persona que mencionó el hombre sudoroso de torso desnudo. Al principio, con algo de duda, me acercaba al fuego que ocasionalmente me bloqueaba el camino. Luego, comprobado que las llamas no me dañaban, las atravesaba y las pisaba. El lugar en cuestión era amplio, y en el fondo noté una puerta. Estaba cerrada. Me dirigí a ella y la atravesé. Era una habitación. El humo era denso, y esa densidad tornaba todo más confuso. Había una cama, un ropero, una mesita de luz… y nada más. No, en ese lugar no había nadie, pensé, y cuando me dispuse a salir, como el rumor de un secreto, escuché que alguien me dijo: - ¿Vos venís a ayudarme? -.

Atónito, comprobé que se trataba de una niña, como de 5 años, agazapada en un rincón. La forma en que se encontraba me inspiró miedo. En efecto, tuve miedo. Esa niña podía verme, pero yo no quería hablarle. Sólo me quedé mirándola. ¿Por qué podía verme? Tenía miedo por ella, tenía miedo que su vida se apagase, igual que apagada estaba la mía. La niña, al ver que yo no respondía, comenzó a llorar. Me acerque a ella, me puse en cuclillas, a su altura, y le dije: - Vos no estás muerta - y la abracé, y ella colocó su cabeza en mi pecho y juntos lloramos. El denso humo era cada vez menos respirable, y ella interrumpía su desgarrador sollozo lastimero sólo para toser ese maldito humo que la envenenaba poco a poco. Tenía que hacer algo. Tenía que salvar a esa niña, ella no estaba muerta. Ella no tenía que morir. Subí a la niña en mis brazos y, cuando me disponía a abrir la puerta, un estruendo ensordecedor conmovió toda la habitación. Fue, sin dudas, una gran explosión.

El calor era cada vez más intenso. Observé las piernas y los bracitos de la niña, estaban colorados, esa niña estaba quemándose lentamente. Decididamente abrí la puerta e inmediatamente en la habitación ingresó más humo. Rápidamente salí de ese lugar. Afuera advertí que el fuego cubría con majestuosa potencia las posibles salidas. Por un momento quedé pétreo, sin atinar acción alguna: la niña estaba perdida. La niña, que se encontraba en mi brazos, ya no lloraba. Me miró, se limpió las lágrimas y me dijo con voz trémula: - La vida es un sueño -. La vida es un sueño, repetí yo a su vez, mirándola casi resignado, tratando con ello de infundir valor en esa pobre niña. Ella ya no lloraba, en cambio, notó que yo sí lo hacia, y al notarlo, con sus manitas de terciopelo me secó las lagrimas. Su mirada me infundió valor. De repente, otro estruendo, más poderoso aún que el anterior, sacudió al edificio en llamas desde sus cimientos. Es el fin, pensé. La niña, con los ojitos rojos a consecuencia del humo, con una respiración cansina, y de una forma casi milagrosa, alzó su manita y me señaló algo. Volteé para mirar y reparé por vez primera en una añosa ventana, que por su ubicación colegí se trataba de una ventana que daba al exterior. Con la niña en mis brazos, sorteando apenas lengüetazos de llamas, me abrí camino y una vez frente a la ventana, sin soltar a la niña, intenté abrirla. Era, sin dudas, pensé, una ventana que no se usaba regularmente, y que estaba cerrada con fuerza. Necesitaba de toda mi fuerza para abrirla, pero no podía hacer nada con la niña en mis brazos. La bajé al piso caliente y todas mis fuerzas las volqué a la tarea de abrir la ventana. La golpee, la empuje, la volví a golpear, pero nada, no se abría. Miré a la niña y ésta yacía inconsciente tirada en el caliente piso de madera, a centímetros de ser alcanzada por el fuego. La tomé de los brazos y la alejé del fuego inmediato. Pero, en esos instantes, yo sabía que era sólo retardar lo inevitable. Abracé a la niña con extraordinaria fuerza y me quedé con ella, debajo de la ventana. Nos encontrábamos acorralados por el fuego, y éste llegaría a nosotros en cuestión de segundos. Me reconfortó el hecho de que la niña dormía, por lo menos moriría sin sufrir. Y cuando las llamas empezaron a quemar la ropita de la niña, cuando las llamas tocaban y derretían sus negros bucles, en ese momento, un gran golpe abrió de lado a lado la añosa ventana. Y ese hecho inundó de aires nuevo el entorno, y un instante después de la abertura sentí que entró un poderoso chorro de agua, y mirando arriba, pues la niña y yo nos encontrábamos justo debajo de la ventana, como un sueño lejano una sombra asomó. El fuerte chorro de agua, en vertiginoso contacto con ese tan árido clima, produjo grandes cantidades de vapor, pero era vapor, y no humo, y fue en ese momento que volví a creer.

La sombra que asomó por la ventana adquirió una forma humana, y luego una forma de bombero. El bombero pasó por la ventana mientras un chorro poderoso seguía ingresando, enfriando con enfado el lugar. El bombero, que se encontraba equipado con la mochila y la mascara que le permitía respirar en lugares como mucho humo, al ver a la niña, se quitó ex profeso la mascara y se la puso a la niña, dándole con ello aire limpio que respirar, al tiempo que la alzaba. Afuera, desde el otro lado, otro bombero asomó. Yo miraba con extremo agrado el desarrollo de esa tan milagrosa salvación, y no podía menos que agradecer a los Altísimos Jueces la benevolencia que en esta ocasión demostraron. El bombero que proporcionaba aire a la inconsciente niña, viendo a su compañero que asomaba por la ventana, y que se encontraba en la punta de una escalera, tomó a la niña y la subió hasta que ésta quedó al alcance del otro bombero, que prontamente la tomó en sus brazos y, con una habilidad y precisión indecibles, inició el descenso con la niña en brazos. Luego, ya sin peligro, el bombero que se encontraba adentro también bajó. Y luego yo hice lo mismo.

Una vez a salvo, la niña fue atendida por una ambulancia de bomberos que también había acudido al incendio. La niña se encontraba fuera de peligro, fue lo que escuché. El hombre que informó del hecho, el que tenía el torso desnudo y sudoroso era el padre de la niña. En esos momentos la niña despertó y se abrazó con su padre, que se encontraba llorando de alegría. Entretenido observé unos minutos esa tan pacifica escena. Luego, como despertándome de una especie de letargo, acudió en mí el nombre de Calderón. Fui a buscarlo y vi los destrozos ocasionados por las dos explosiones. El incendio estaba prácticamente extinto, más el tinglado completamente desecho, derrumbado, hecho añicos. Lentamente fui dimensionando la gravedad de la situación. Poco a poco empecé a darme cuenta de que no fueron simples daños los ocasionados por las dos explosiones, se trataba de algo más grave. Calderón, dónde está Calderón, fue la pregunta que de manera constante repicaba en mi mente. Cientos de bomberos, de todos los colores, se encontraban realizando distintas tareas. Seguí buscando a Calderón, llegué al sitio dónde había aparcado el carro y encontré a todos... excepto a Calderón. Llegue corriendo, temiendo lo peor. La escena me desbastó, pues todos se encontraban llorando, algunos de manera queda, otros frenéticamente. Yo quería respuestas, necesitaba saber qué había pasado con mi amigo. No quería aventurar conjeturas, quería confirmaciones. Y la confirmación de mi peor temor se materializó cuando llegó un bombero que yo no conocía y preguntó por Calderón. Uno de ellos, el joven bombero, con gruesas lagrimas y la voz entrecortada, relató lo sucedido al recién llegado. Mientras un equipo de bomberos se disponía a entrar al edificio en búsqueda de la niña, Calderón y otros bomberos se dedicaron a impedir el avance de las llamas al edificio. El padre de la niña rogó a Calderón que impidiese la propagación del fuego, y éste, que sabía que la vida de la niña dependía de ese factor, tomó una manguera, se acercó al foco del incendio, y en una posición harto arriesgada, empezó a lanzar chorros de agua. Luego, uno de los bomberos notó que unos grandes tanques de tolueno se encontraban muy próximos al fuego. Inmediatamente comunicó la situación a Calderón. Éste ordenó se evacué la zona mas él no evacuó, y en una heroica pero incorrecta decisión apuntó el chorro de agua a los calentísimos tanques de tolueno.

La primera explosión fue el resultado de esa heroica pero, lamentablemente incorrecta decisión. Calderón, envuelto en llamas, voló por los aires como 20 metros, cayendo luego ya sin vida al suelo. Trataron de reanimarlo pero todo fue en vano. Tenía quemaduras graves, según el que narraba, en un 90% del cuerpo, a más de graves contusiones. Lo cierto es, sentenció el joven bombero, Calderón ya estaba muerto antes de caer al suelo. Luego se produjo, unos instantes después, la explosión del segundo tanque, creando con ello mayor daño y confusión.

Uno de los presentes tenía el casco de Calderón en las manos. El casco que otrora era amarillo en esos momentos se mostraba parcialmente chamuscado, todo negro, lleno de barro. Todos guardaron silencio, y quedaron pensativos, mirando el casco destruido que en vida perteneció a Calderón. Yo me les uní, observando también en silencio.

Cuando regresamos a la base ya estaba amaneciendo. Todos entraron, yo no. Me quedé en el frente de la estación, y desde allí miré dentro y leí el cartel que decía: “¿Porqué no pasás y te quedás para siempre?”. No pude contener las lagrimas y lloré por Calderón, lloré por ese bombero a quien apenas conocía, lloré porque sentía un dolor que no podía explicar y que me corroía lo más íntimo. De golpe, como una vibración mágica y poderosa, sentí la presencia de Calderón. Si, en efecto, era mi amigo, estaba allí, conmigo... ¿Pero dónde? Mire por todos lados, detrás de mí, adelante, y nada. Entré en la base y lo busqué, pero nada, no lo encontraba pero lo sentía, casi lo podía ver y escuchar. Salí nuevamente afuera, como rastreando una fragancia cuya ubicación desconocía. – No busques más – escuché, - estoy aquí, arriba - ¡Era Calderón! ¡Era él! Una descripción sería inútil. No habría combinación alguna de palabras que exprese, aunque sea de manera aproximada, la visión que en esos momentos estaba experimentado. Se trataba de Calderón, y estaba flotando en el aire, como a 5 metros de altura, justo encima del carro de bomberos que en vida él manejaba. – Bajáte de allí – le grite, - vení acá, en tu base, acordáte del cartelito que dice: ¿porqué no pasás y te quedás para siempre?, bajáte Calderón, y quedáte para siempre – Desde esa altura sonrió, pero no descendió. Desde esa altura me brindó una mirada, pero no descendió. – Qué pasa? – le pregunté – Pasa – me dijo – que tenemos que irnos, vos y yo, al cielo, para siempre.. vengo a buscarte – Y cuando terminó de decir lo que dijo, yo, involuntariamente, comencé también lentamente a elevarme, despacio, hasta situarme al lado de Calderón. Éste, mientras me estrechaba la mano, me dijo que la niña, la que estuvo a punto de morir en el incendio, justo antes de quedar inconsciente, pidió al cielo que yo me salve, y que ella moriría en mi lugar. Fue en ese momento en que comprendí todo, pues cuando yo tenía a la niña en mis brazos, en el incendio, acorralado por las llamas, pedí al cielo que la niña se salve, y que daría lo poco que me resta de existencia a cambio de que ella se mantuviera con vida. Calderón, que despedía un brillo enceguecedor, mientras nos elevábamos al cielo, me dijo, sonriendo: - La vida, querido amigo, es un sueño -.

Hoy, desde esta nube, en compañía de mi querido amigo Calderón, miro mi ciudad... ¡Qué hermosa es mi ciudad!. Tantas cosas quedaron inconclusas... hay vidas tan cortas... pero, lo que verdaderamente importa, y ahora lo se, son nuestras acciones, las que hacemos con el corazón, las que hacemos por el otro, sin siquiera pensar en nosotros mismos... nosotros mismos.

11/05/2009 5:46

¿Porqué no pasás
y te quedás para siempre?

sábado, 9 de julio de 2011

El Raudal

Dos señoritas, primas las dos, hablando en una madrugada muy fría, esperando que les llegue el sueño.

MATILDE: Fue muy interesante tu historia prima, pero me permito asegurar que la que te voy a narrar a continuación la superará enormemente.

CAACUPÉ: Eso sí que me parece poco probable, pero en fin, me gustaría escuchar tu historia prima, aunque sólo sea para pasar el tiempo.

MATILDE: Mi vecino Horacio tiene un compañero de estudios que se llama Anselmo. Anselmo es el sobrino de Alberto, y Alberto, a quien yo no conozco, es el protagonista de esta historia. Alberto tenía una novia que se llamaba Estela Marys. Los dos se querían mucho, es más, estaban por casarse.

No pasaba una semana sin que Alberto le escribiera un poema de amor a Estela Marys, le escribía poemas pero nunca se los daba, él los guardaba y le decía que el día en que se casen, cuando por fin sean marido y mujer, él se los leería todos juntos. Para escribir los poemas él utilizaba una antiquísima máquina de escribir, máquina de escribir que perteneció al padre de Alberto, o sea, al abuelo de Anselmo.

CAACUPÉ: ¿Anselmo?, ¿Quién era Anselmo prima?

MATILDE: ¡Hay prima!, Anselmo era el compañero de estudios de mi vecino Horacio, ahora te pido que no me interrumpas más. Alberto escribía sus poemas y cuando los terminaba los guardaba dentro de un libro. Estela Marys le rogaba que se los leyese, le rogaba día tras día, a lo cual siempre recibía una cariñosa negación de parte de su prometido. – No mi amor, el día de nuestra boda te los leo, el día de nuestra boda será – decía Alberto.

Pasó algún tiempo y los dos novios ya habían fijado fecha para el gran día. Ya muy próximo el casamiento se encontraba, pero Estela Marys no sesgaba en sus súplicas, y Alberto siempre decía – El día de nuestra boda mi amor, ese día te los leo todos juntos – Los preparativos eran intensos, y como Alberto se pasaba gran parte del día y de la noche escribiendo sus poemas, Estela Marys tenía que andar de aquí para allá cuidando los detalles de la organización de la boda.

Unos días antes de la boda, un día en que llovió muchísimo, Estela Marys fue a la casa de la modista para probarse su vestido de novias. La modista de Estela Marys se llamaba Kuim Sotomiki, la señora era de nacionalidad japonesa. Muy contenta quedó Estela Marys con su vestido de novias, le gustó muchísimo. Pero tenía que volver para atender otros asuntos, por lo cual se despidió de Kuim y, al llegar a la puerta de la casa, vio con disgusto que caían truenos y centellas del cielo. – Pero que fastidio – dijo Estela Marys – y yo que ahora tengo que irme a la casa de mi novio – La señora Kuim Sotomiki le dijo a Estela Marys que no se preocupe, que ella le prestaría un paraguas de bambú que su difunto marido le había regalado hace muchísimo tiempo, un paraguas que provenía del Japón. Después de unos instantes la señora volvió con el paraguas y se lo dio a la novia. – Muchas gracias Kuim, te lo devuelvo mañana – Y de esa manera se despidió Estela Marys de su modista.

Cuando abrió el paraguas se dio cuenta que era enorme, enorme y muy bello, muy fino y elegante. Estela Marys se dirigió de esa forma a la casa de Alberto, esquivando raudales para no mojarse. Pero unos momentos después advirtió que iba a ser mejor quitarse los zapatos, puesto que había demasiados raudales y que iba ser imposible esquivarlos todos. Se quitó los zapatos y descalza se dirigió a la casa de su prometido cuando, al querer atravesar un pequeño raudal, se hundió completamente en un disimulado pero profundo pozo y se murió ahogada.

CAACUPÉ: ¡Qué triste!

MATILDE: Y sí prima, fue muy triste, pero más triste fue cuando Alberto se enteró de lo sucedido. Unos vecinos fueron y le informaron de lo acontecido. Cuando Alberto llegó al lugar aún llovía muy fuerte. Encontró a Estela Marys a un costado del pozo asesino, y alrededor de ella a algunos vecinos. Alberto se puso en cuclillas al lado del cadáver de su amada y comenzó a llorar amargamente. Un señor que estaba allí le dijo, a manera de consuelo, que ella no sufrió tanto al morir, porque el agua que corría por esos lados era agua muy sucia, muy contaminada, y que ella por eso murió intoxicada, que es mejor que morir ahogada, hay menos sufrimiento, le dijo.

CAACUPÉ: Hay, pero que feo, cómo ese señor va a decir esas cosas.

MATILDE: Y sí prima, qué sé yo, lo dijo y punto. Lo raro y llamativo era que Estela Marys no soltó nunca el paraguas de bambú de la señora Kuim Sotomiki. Ella lo seguía agarrando con fuerzas, aún estando muerta. Alberto trató de quitárselo pero no pudo, sus dedos estaban prematuramente endurecidos, aunque no tan duros como para decir que era imposible despojarle del paraguas, lo que pasó es que Alberto no quería usar la fuerza con Estela Marys, por lo cual decidió dejarla así como estaba. Pero un vecino, el mismo que había diagnosticado la muerte de ella, sí uso la fuerza, y con ello pudo quitarle el paraguas. Al quitarle lo cerró, pues se encontraba abierto aún, y lo dejó a un costado del cadáver.

CAACUPÉ: Todo eso es muy entretenido Matilde, pero, ¡Aún no le supera a mi historia!

MATILDE: ¿Pero qué te apura prima?, acaso no te das cuenta que aún no acabé; lo bueno está por venir.

Fueron enterándose todos, se hicieron los servicios fúnebres y el día siguiente se enterró a Estela Marys, se la enterró el mismo día en que tenía que casarse. En cuanto a Alberto, no puedo decirte nada bueno de él. Él quedó como un fantasma, ido de este mundo, sin espíritu, sin reacción. Llevó a su casa el paraguas de bambú de la señora Kuim y lo dejó olvidado en un rincón de su habitación. Y de esa habitación ya no salió él, apenas para irse al baño, apenas para comer algo. Sus hermanos, sus padres, hasta Anselmo, todos le golpeaban la puerta y le insistían a que salga, a que tome algo de aire puro, a que se distraiga, pero nada, solo el tic, tic y tic de su máquina de escribir se escuchaba adentro. Alberto como nunca se sumergió en el mundo de la poesía, escribía tantas veces como respiraba.

Pasaron una o dos semanas y por fin Alberto se propuso salir de nuevo. Fue un día en que llovía mucho, igual al día en que murió su Estela Marys. Flaco y pálido se lo vio, su cuerpo cadavérico y demacrado advertía que se estaba muriendo. Estaba con el traje negro que iba a usar el día de su boda. Éste le quedaba exageradamente grande, pues, como te dije antes, su cuerpo no era el mismo que el de hace algunas semanas atrás. Nadie le dijo nada, nadie sabía qué decir, de igual forma todos sabían que él no iba a decir nada. En sus manos tenía el paraguas de bambú de la señora Kuim, lo abrió y de esa forma a la calle salió. Minutos después Alberto se encontraba en el mismo lugar dónde Estela Marys había perdido la vida, allí, parado, mirando el profundo pozo lleno de agua. Después dio un suspiro, sonrió levemente y dio el último paso de su vida. Algunos vecinos afirman que vieron, momentos después de que el pozo haya tragado a Alberto, al paraguas elevarse con fuerza en dirección al cielo. Algunos creen, otros no, lo cierto e innegable es que del paraguas jamás se volvió a tener noticias.

CAACUPÉ: Sí Matilde, esta historia es trágica y romántica, pero no le supera a la historia que yo te conté.

MATILDE: Claro que no..., no todavía, pues aún falta que te cuente algo más.

El funeral y el entierro de Alberto se realizaron bajo la estupefacción de todos. Nadie podía creerlo, nadie comprendía los motivos que llevaron a Alberto a tomar esa tan dura decisión. Después del entierro, Anselmo, su sobrino, el compañero de mi vecino Horacio, reparó en la habitación de Alberto. Sin decirle nada a nadie intentó abrir la puerta y ésta se abrió. Entró en la habitación y descubrió que todo estaba muy desordenado; en el ambiente existía un aire viciado, olor a viejo, a desidia. Cuando se propuso salir de allí vio, junto a la antiquísima máquina de escribir, los últimos escritos de Alberto, desparramados, sin ningún orden.

De nada sirve que te cuente todo lo que decían esos muchos escritos, sólo te diré que no todos eran poemas, algunos eran relatos de lo que él experimentó después de la muerte de su novia, estando allí, sólo, confinado en su habitación. Según sus escritos, él se figuró que el paraguas de bambú de la señora Kuim le hablaba, él creía que el paraguas era Estela Marys reencarnada, él escribió que todo el paraguas estaba envuelto en la esencia de su querida novia. En sus escritos Alberto explicó lo feliz y sorprendido que quedó cuando escuchó que del interior de ese paraguas de bambú salía la voz de su novia difunta, no podía creerlo. Escribió que a través del paraguas de bambú Estela Marys le pidió que le leyera los poemas que nunca pudo leérselos en vida. Alberto, según sus propios escritos, accedió gustoso al pedido de ella y se los leyó. Y después de hacerlo, ella quiso aún más, lo quiso a él.

CAACUPÉ: Pero cómo prima, no entiendo nada... ¿era ella en realidad o era sólo la imaginación de Alberto?

MATILDE: ¡Claro que era ella!, que; ¿Acaso quieres desvirtuar mi historia? Eres envidiosa prima pero, déjame, déjame continuar.

Anselmo continuó leyendo los escritos de su tío Alberto. Los leía y no daba crédito a lo que pasó. En unos de sus escritos relataba cómo Estela Marys le insistía a que tomase la decisión de terminar con su vida. Ésta le dijo que la única forma que tenían de volverse a ver era matándose de la misma forma en que ella murió. Cuando escuchó eso, Alberto tomó el paraguas y llorando le dijo que sí, que se mataría, pues la única razón de su existencia había muerto con ella. Pero Alberto esperó a que lloviera, y mientras esperaba escribía, hablaba con ella, bailaba con ella...

CAACUPÉ: ¿Bailaba con el paraguas?

MATILDE: Por supuesto, el paraguas era Estela Marys, por eso bailaba con el paraguas, porque eran lo mismo. También se abrazaban y se besaban. Ellos se querían muchísimo prima.

Y llegó la lluvia y con ella el día de la muerte de Alberto. Lo último que escribió fue: “El amor es como un paraguas... cuando hace mal tiempo se abre y nos protege”. Después, después prima ya sabes lo que pasó. Alberto se vistió con su traje, agarró el paraguas y fue a morir, a morir como hombre, a nacer como ángel. Fin. ¿Qué te pareció Caacupé?

CAACUPÉ: Sí, definitivamente tu historia sí que fue interesante prima, pero ahora es tiempo de dormir.

MATILDE: Apruebo y aplaudo tu parecer querida prima. Te deseo muy buenas noches y preciosos sueños.

CAACUPÉ: Buenas noches y preciosos sueños para vos también prima.

Y fue de esa forma que al fin las dos señoritas pudieron dormir, y soñar, soñar con Estela Marys, con Alberto... y con el paraguas de bambú.
Diciembre 2005